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Extrema derecha
Espíritu de manada: el otro ¡a por ellos!
Más allá de la cantinela al uso, el tardofranquismo y los primeros primerizos años de la Transición fueron años de plomo. Una trama nunca totalmente esclarecida permitió al poder aprovecharse de las acciones violentas perpetradas por grupos ultras para amedrentar a los que persistían en la ruptura democrática.
Objetivo cumplido al alzarse como opción triunfadora un consenso entre los últimos servidores de la dictadura y la oposición política y sindical. Lo que en Italia se conoció como “estrategia de la tensión”, diseñada para impedir el pacto entre el PCI y la Democracia Cristiana, aquí vino en llamarse acciones de “incontrolados”. Un disfraz utilizado para calificar al matonismo conectado con instancias policiales sin denominación de origen.
Cuarenta años después, la paradoja de estos turbios antecedentes está en que España sea uno de los pocos países europeos donde no ha arraigado ningún partido xenófobo. Para algunos la explicación es que el Partido Popular ya integra a esa hinchada. “Franquismo puro y duro”, que dijo el antiguo integrante del Frente de Juventudes y más tarde editor Jesús de Polanco. Hipótesis arriesgada cuando precisamente la militancia más virulenta del PP ha abandonado esas siglas por creerle poco beligerante. Y lo que es más significativo, gentes del nacionalcatolicismo rampante, como las del partido Vox, se han estrellado estrepitosamente al concurrir a las elecciones con todos sus atributos Por tanto, habrá que mirar en otra dirección para saber el porqué del sarampión facha que últimamente nos acosa.
Hablamos de episodios como la múltiple violación de una joven por una brutal cuadrilla sanferminera donde había un guardia civil (siempre he creído que lo de Benemérita es simple posverdad) y un militar. El caso de los agentes del Ayuntamiento de Madrid, formando una camada negra virtual contra todo lo que les sonara a perturbador. El del portavoz del Colectivo Profesional de la Policía Municipal, concentrándose junto a los neonazis del Hogar Social contra los políticos catalanistas que acudían a prestar declaración ante el Supremo. La noticia de que el cerebro del atentado de Barcelona, el imán de Ripoll, cobraba como confidente del CNI (igual que todos los terroristas del 11-M lo hacían de otros cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado). La relativa impunidad con que en ocasiones imponen su ley en la calle hinchas del “todo por la Patria” sin mayores consecuencias legales (los agresiones de la Sala Blanquerna eximidos de cárcel por el TC y los violentos reventadores de la manifestación del 9-O en Valencia hurtados en parte al control judicial).
Esas y otras actuaciones reclaman un análisis que vayan más allá de los tópicos o de una conclusión que solo se conforme con validar nuestros prejuicios y perjuicios.
Porque lo más grave de esta oleada de agresiones y altercados es que, frente a la que padecimos al final de los sesenta, ahora no es obra de “incontrolados” sino de servidores públicos.
Con excesiva frecuencia, son miembros e instituciones quienes de forma directa o indirecta están en el origen de estos desafueros, contribuyendo a crear con sus incontroladas acciones una alarma social que compromete seriamente el sistema democrático. Sobre todo, cuando comparativamente otros hechos protagonizados por personas sin ningún tipo de cargo o representación política han sido severamente sancionados por las autoridades. Todo el mundo se acuerda del infamante auto de prisión incondicional para “los titiriteros”; del procesamiento del concejal Guillermo Zapata por un chiste ofensivo divulgado en las redes antes o del juicio a la igualmente edil de Ahora Madrid, Rita Maestre, por otros suceso ocurrido durante su etapa estudiantil.
Parece como si en el imaginario social se hubiera instalado una especie de “¡a por ellos!” que hubiera sido interpretado por los sectores más rancios y reaccionarios como patente de corso. Y eso tiene raíces más profundas que la de la simple casualidad o el distinto y variable talante de quienes tienen la misión de tutelar el cumplimiento de la legalidad. Una especie de ley del embudo que arranca de la falta de una verdadera cultura democrática, dado que la Transición se hizo bajo la fórmula del continuismo y la amnesia colectiva, sin exigencia de responsabilidades. Y que esa circunstancia se ha exacerbado, en un sentido supremacista respecto a los valores tradicionales, a raíz del conflicto desatado en toda España con el llamado “desafío soberanista” (un procés, por lo demás, ejemplarmente pacífico y cívico). Que en el fondo no es sino una patrimonialización de la legitimidad por un bando y la criminalización del contrario, considerado a menudo como un adversario a batir. Ni siquiera durante el 23-F hubo este salpullido facha.
Porque la actual lacra no es equidistante. Ni mucho menos. No existe memoria ni registro que señale actos de gravedad protagonizados por personas vinculadas a sectores de izquierda.
Todos los casos de violencia gratuita y odio homicida últimamente producidos proceden de turbas de la extrema derecha xenófoba.
Un escalafón que arranca del asesinato del joven madrileño Carlos Palomino por un militar cuando el muchacho se dirigía a una protesta antifascista hace ahora diez años, y la muerte alevosa de un hincha deportivo en el contexto de un partido de fútbol entre la Real Sociedad y el Atlético de Madrid. Dos espacios donde suele prevalecer la socialización en el espíritu de manada. A la voz de mando y en perfecto orden de formación.