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Anarcosindicalismo
Indiana Jones y la trampa del precariado
En muchas presentaciones o conversaciones, acontece la temida pregunta: “¿A qué te dedicas?”. “Arqueólogo. Soy arqueólogo”. “¡Qué interesante! ¡Como Indiana Jones!”, suele ser una de las reacciones a la respuesta, al menos, claro, entre las personas nacidas antes de los 2000.
Bajo este arquetipo sin mala intención en el que subyace una idealización hollywoodiense que bebe de los ideales aventureros, colonialistas y buscatesoros de los dos siglos pasados, hemos creado un cajón de sastre simbólico que, a pesar de ser muy socorrido en las conversaciones de los eventos en los que uno o una participa, más que un orgullo, se trata de una trampa. La trampa de la precariedad.
En esas conversaciones, mis siguientes respuestas buscan acabar con Indiana Jones a pesar de que es cierto que, en algún momento, me hubiera gustado vestir con un fedora y golpear nazis.
Entremos en materia: imaginemos por un momento que Indy fuese falso autónomo y cobrase 900 euros; que hubiese firmado un contrato en fraude de ley, trabajando 50 horas semanales y cobrando 30 horas; que picase y palease tierra con herramientas en mal estado ocho horas al día durante las olas de calor; con una categoría profesional que no se corresponde con sus responsabilidades laborales; y que descubriese a la tercera nómina que está dado de alta como auxiliar administrativo o jardinero, mientras posee una responsabilidad civil, trabajando sin dietas a más de 500 kilómetros de casa, junto a maquinaria pesada. No suena bien, ¿verdad?
La romantización se resquebraja en el momento en el que la arqueología y, por tanto, la clase trabajadora arqueológica, se desprende, sacude los arquetipos y empieza a transformar la realidad del presente en el que se mueve: la extrema precarización
Matar simbólicamente a Indiana Jones es, precisamente, empezar a deshacer nuestra trampa. La romantización se resquebraja en el momento en el que la arqueología y, por tanto, la clase trabajadora arqueológica, se desprende, sacude los arquetipos y empieza a transformar la realidad del presente en el que se mueve: la extrema precarización.
La arqueología, como la inmensa mayoría de los sectores de trabajo neoliberales, la habita un precariado constante, ahora sobrecualificado y cada vez más clientelar y sumiso. Los inicios de la precariedad topan con los primeros estadios de formación donde las y los futuros obreros de la arqueología tendrán que dedicar sus veranos a voluntariados y campos de trabajo para suplir las carencias formativas de las instituciones universitarias. Una cantidad no desdeñable del alumnado incluso paga por regalar su fuerza de trabajo en yacimientos que muchos, ¡sorpresa!, son controlados por “señores feudales académicos”. Spoiler alert: señores feudales que lo justifican como supuestos “cursos de formación” para tener acceso a mano de obra esclava/voluntaria que saque adelante sus proyectos que, de otra manera, no existirían. La priorización del proyecto frente a la vida. Nada nuevo.
Primera parada en la normalización de una precariedad con tintes de campamento boy scout: dormir en gimnasios, no cumplir con las medidas básicas de higiene en campo, no facilitar instalaciones adecuadas, trabajos continuados en fines de semana superando las más de 42 horas semanales que permite el Estatuto de los Trabajadores; trabajo físico masculinizado e hiperromantizado, con sus consecuentes abusos de poder y de índole sexual, etc. El caldo de cultivo perfecto para normalizar las injusticias que continúan en el mercado laboral. Una vez se ha sometido a este eufemismo de la esclavitud, cualquier trato “bueno” y/o mínimamente remunerado se transforma en ese caramelo impensable desde el relato derrotista que se venden en las aulas del “nunca llegarás a…”.
Asimismo, esta “sopa” de precariedad cocinada a fuego lento durante más de 40 años por chefs selectos de la cosa pública y privada —a saber: administraciones, políticos, profesorado universitario, empresarios arqueólogos, etc.— ha favorecido y no ha puesto coto a estas situaciones en las que ven en el patrimonio colectivo y la ciencia un trofeo más del que sacar tajada con el esfuerzo y vocación ajena.
Inversamente, en el seno de estas pirámides relacionales, el trabajador arqueológico apunta a su misma base; una base de peonaje y excavadores especializados (formados en Escuelas Talleres, experiencia dilatada en intervenciones arqueológicas, etc.) a los que se les acusa de intrusismo con aquellas retóricas trasnochadas de la búsqueda de un enemigo externo, por norma general alguien “más débil”, a pesar de que la arqueología de base cumple la misma función y la misma responsabilidad con y sin estudios: sacar tierra bajo una metodología técnica. Es así como el germen del clasismo se afinca en el pensamiento común de las y los trabajadores, aupado por esa fábrica del “quiero-y-no-puedo” comúnmente conocida como Universidad. Una pescadilla que se muerde la cola. Una tendencia que se mueve de arriba hacia abajo lo que nos apresa en este relato eternizado donde la clase trabajadora se siente más identificada con el explotador que con el explotado.
La vida se ve, llegados a este punto, absorbida por la romantización y el culto al trabajo siempre con aquella mosca detrás de la oreja del “amor al arte”. Esta falla de identidad laboral —que no profesional— socava la identidad como trabajador, fortaleciendo ideas del “¡sálvese quien pueda”!, el miedo individualista y la falta de solidaridad entre iguales dentro del sector o el propio ámbito laboral, lo que da lugar a la ausencia de convenios colectivos —salvo excepciones desactualizadas, por cierto— o falta de reconocimiento y cumplimiento de otros convenios sectoriales donde se suele operar (por ejemplo, convenios de Construcción). Como resultado, a raíz de la ausencia de una organización sindical combativa, se ha dejado vía libre a la precarización y, con ello, la atomización y desconexión de todas aquellas estrategias cooperativas.
Las normas neoliberales que rigen las instituciones estatales (administraciones) y la política social utilitarista, donde no somos nada más que “detiene obras” o “enemigos del progreso”, nos dejan atrapados en tierra de nadie
Es curioso, cuando menos, ya que, por justicia poética o, más bien, científica, predomina entre las trabajadoras el ideario de izquierdas, frente al nacimiento histórico de la arqueología (los primeros “arqueólogos” eran generales colonialistas y burgueses). Esta contradicción, que está muy arraigada en el sentimiento profesional, brota desde aquellas aportaciones que ofrece la propia ciencia en sí misma, su estudio y la dimensión antropológica que alcanza al buscar en nuestra humanidad, mediante la ciencia que estudia las culturas del pasado y salvaguarda el patrimonio, la mejora del presente desde una perspectiva emancipadora, luchadora y crítica que pone de manifiesto la gran capacidad transformadora de las Ciencias Humanas. No obstante, las normas neoliberales que rigen las instituciones estatales (administraciones) y la política social utilitarista, donde no somos nada más que “detiene obras” o “enemigos del progreso”, nos dejan atrapados en tierra de nadie. En este contexto estéril, los buitres no tardan en despedazar la frágil moral que se genera en todo este proceso en la mente del trabajador, socavados por el miedo y el ejercicio dominante del poder, tanto de esa derecha casposa, como de la izquierda más naif que se ve encandilada por “es el mercado, amigo”.
La realidad, más allá de yacimientos puntuales y sus estrategias de marketing, es la incomodidad que produce la presencia del arqueólogo en el contexto genuinamente picaresco de la obra. Estos relatos van de la mano de la prensa sensacionalista que asegura que nuestra profesión “retrasa” las obras y supone un “derroche” para particulares y para las arcas del Estado. Sin embargo, no el atentado forzoso por intereses capitalistas contra el propio patrimonio y el medio ambiente con plantas de energías renovables (el nuevo “boom del ladrillo”) o diversas construcciones en un futuro vacías fruto de la especulación urbanística donde se mueve la mayoría de la arqueología profesional. Es aquí donde nos chocamos con la mayor contradicción de todas: personas que pretenden salvaguardar el patrimonio, crear colectivo y unir, son todas aquellas que siguen creando, a día de hoy, redes clientelares con promotoras, constructoras y administraciones a las cuales tanto el patrimonio como lo colectivo les es igual. Entre tanto, bajo ese victimismo empresarial que se escuda en “la imposibilidad de ser competitivos” porque, claro, “otros tiran los precios”, se prefiere, en vez de confrontar al “cliente” (los patronos de las empresas de arqueología) con perjuicio de perderlo, priorizar la pauperización de aquellos que han normalizado una situación precaria per se, esto es, la mayoría trabajadora. En pocas palabras: aprovecharse de nuestras necesidades.
En resumidas cuentas, se suele pasar por alto, como decía Cicerón, no solo el mirar a quién debe encargarse de la reivindicación, sino quién puede hacerla. El poder, en cualquiera de sus formas, sigue siendo poder en sí mismo. Cualquier aparato vertical es susceptible de ejercer con las y los de abajo una relación abusiva donde se suceden, más allá de la explotación, vetos profesionales, amiguismos y presiones de diverso tipo que no dudaremos en combatir y poner de manifiesto.
Una vez somos conscientes de nuestros grilletes, es momento de reorganizarse. La arqueología vuelve a estar en pie de lucha, ahora en Valencia y Madrid con la creación de las Coordinadoras de Arqueología valenciana y madrileña de CNT. Tomamos el relevo de aquellas compañeras de Córdoba y Barcelona (Sección Sindical de Codex) que dieron un paso al frente y se organizaron por primera vez en el Estado para combatir las injusticias y denunciar colectivamente las tropelías que sufría la clase trabajadora arqueológica en empresas e instituciones con acciones sindicales tan sonadas como la primera huelga del sector en España.
Desde abajo y para los de abajo. Indiana Jones ha muerto y, con él, también la trampa.