Cine
Supervillanos ambientalistas que hablan como Merkel o Bill Gates

Inferno, Los Vengadores: Infinity War o Aquaman son ejemplos de blockbusters recientes donde las motivaciones más o menos ecologistas toman formas genocidas.

27 feb 2020 06:00

La legítima preocupación por el cambio climático y el respeto al medio ambiente, el sueño de la razón ambientalista, a veces produce monstruos. Desde que la crisis de especulación contra las deudas soberanas europeas se gestionó con recetas austeritarias, el neoliberalismo europeo guardó en un cajón el optimismo y las promesas de prosperidad para asumir un relato flagelador de castigo por los excesos económicos supuestamente cometidos. Gobernantes como Angela Merkel o Mariano Rajoy nos recordaban que había que apretarse el cinturón, aunque algunos, muchos, no hubiesen dejado nunca de hacerlo.

En paralelo, multimillonarios comprometidos con el preservacionismo animal o la beneficencia emitían discursos inquietantes sobre la idoneidad de rebajar la población mundial en mil millones (como declaró Bill Gates) o en 2.000 (según palabras de Ted Turner, magnate mediático, cocreador de la serie animada El Capitán Planeta y los planetarios y persona capaz de envenenar más de 100 kilómetros de caudal fluvial para reintroducir una variedad autóctona de trucha). El debate sobre la población que es capaz de sostener la Tierra fácilmente tomaba derivas etnocéntricas y elitistas. Al preguntarnos sobre qué métodos podrían emplearse para alcanzar una corrección tan profunda, se abría la puerta a la fantasía genocida de eliminación del humano económicamente prescindible, aquel otro (siempre otro, nunca nosotros) que no es necesario para la especie.

Cine
Cuando los ecologistas son los malos de la película

El audiovisual comercial mira el ambientalismo con mejores ojos que otras causas, pero aun así se ha recreado en la representación de ecoterroristas más o menos carnavalescos.


La industria audiovisual ha tomado nota de ello en un contexto de auge de los fines del mundo audiovisuales contemplados de manera cotidiana, preparados para ser consumidos como espejos deformantes —e implícitamente tranquilizadores, por ser mucho más extremos que nuestra realidad— de la doctrina del shock de cada día. Por fortuna, y a diferencia de la proliferación de ficciones legitimadoras de sangrientas guerras inconcretas —contra el terror, contra la droga—, los personajes que pretenden ejecutar genocidios por la causa del control poblacional o la preservación del medio ambiente siguen siendo los malos de la película. O lo son por el momento, aunque encajen dentro de la faceta punitiva y autoflageladora del capitalismo tardío.

Por el planeta, sin los humanos

La ciencia ficción globalizada ha imaginado escenarios de élites sociales que huyen de un planeta deteoriorado o moribundo, como Elysium y su estación orbital de lujo o las dos entregas de Blade runner y sus referencias a las “colonias exteriores”. Algunos personajes de ficción no se conforman con ello y quieren cambiar la Tierra de maneras más bien extremas. En Inferno, una nueva aventura del Richard Langdon de El código Da Vinci, un virólogo concebía una plaga para salvar a la humanidad de sí misma. A diferencia del científico asesino en masa de la memorable Doce monos, la motivación de Zobrist se presentaba en clave más humanista que ambientalista: se trataba de intervenir drásticamente, en forma de asesinato en masa, antes de que la superpoblación alcanzase un punto de no retorno que implicaría una violenta decadencia y una posible extinción.

“Nada cambia el comportamiento como el dolor, y quizá el dolor pueda salvarnos”, decía el antagonista del filme. Sus palabras podían resultar estridentes, pero encajaban en la lógica profunda de desprecio al bienestar y a la vida misma de la Europa austeritaria. La forma narrativa empleada por Ron Howard también resultaba algo dolorosa: el director de Una mente maravillosa incorporaba unos efectismos de posproducción para impactar al espectador impropios de una producción de coste multimillonario.

James Bond contra algunos magnates

La idea del genocidio por motivos ecológicos no es una novedad en el ámbito cinematográfico. El pánico malthusiano a un desequilibrio insoportable entre la demografía y los recursos naturales ha ido entrando y saliendo del cine mainstream. Los magnates abiertamente homicidas y con vagos discursos ambientalistas ya aparecieron por duplicado en la saga Bond durante los años 70. En La espía que me amó, un multimillonario pretendía acallar el molesto ruido y caos de la civilización humana mediante unos ataques nucleares, mientras se refugiaba en una ciudad sumergida. Se trataba de un delirio hiperelitista y contradictoriamente ambientalista: la emisión de radiación a través de explosiones atómicas no casaba demasiado bien con esa preocupación.

La posterior aventura del agente 007, Moonraker, explicitaba las connotaciones fascistas de este tipo de empeños. El empresario aeroespacial Hugo Drax concebía un plan para exterminar a la raza humana con un gas nervioso inocuo para el resto de la fauna terrestre. Tras el genocidio, repoblaría el planeta con un grupo de personas seleccionadas por su genética y sus descendientes que remite a una versión eugenésica de la idea nazi de la raza maestra.

Sigamos como estamos, podría ser peor

En el terreno más obviamente fantasioso de la narrativa superheroica, el antagonista de Los Vengadores: Infinity War y Los Vengadores: Endgame puede verse como un ejemplo extremo de supervillano austericida y, a la vez, ambientalista con una visión homicida del decrecimiento. Según el titán, el equilibrio del universo requiere de muchas, muchas muertes. Thanos, más expeditivo que Gates o Turner, asesina una de cada dos vidas del universo con ese chasquido de dedos del poderoso que es capaz de tomar las decisiones díficiles que deben tomarse por un bien superior no demasiado general. Después de conseguir el objetivo que le había obsesionado, Thanos se retira a una cabaña como un hipster neorural.

También de la élite provenía el antagonista de Aquaman. En el filme, el continente perdido de la Atlántida sigue existiendo y está poblado por humanoides submarinos. Un aristócrata apuesta por la guerra contra una especie humana que no deja de contaminar masivamente el planeta. El visionado, en todo caso, es reconfortante y acalla conciencias. El atlante tiene deseos de poder y tics reminiscentes de la creencia nazi en una raza superior. El héroe, en cambio, es un puente que escenifica la posibilidad de entendimiento entre humanos y atlantes. Queda para otra ocasión la necesidad de ajustes estructurales, potencialmente conflictivos, para respetar el medio ambiente antes de que el mundo se convierta en el seco erial de Mad Max: furia en la carretera.

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