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Océanos
Contaminando el planeta
Artículo publicado originalmente en Beyond Nuclear International.
Se ha hablado mucho -y con razón- de las posibles consecuencias para la salud humana y la industria pesquera japonesa si Japón sigue adelante con su propuesta de verter 1,2 millones de metros cúbicos -es decir, 1,3 millones de toneladas- de agua contaminada radiactivamente en el Océano Pacífico desde la destruida central nuclear de Fukushima Daiichi.
Desgraciadamente, parece probable que esto ocurra en algún momento de este mes o del próximo, a pesar de la protesta mundial. Pero cuando digo “sucederá”, más bien sugiere un vertido puntual. Por el contrario, según la Sociedad de Energía Atómica de Japón, el vertido de estos residuos nucleares líquidos podría prolongarse durante al menos 17 años, pero probablemente más, ya que se prevé que las obras de desmantelamiento del emplazamiento duren al menos 30-40 años.
Es perfectamente correcto y razonable que la comunidad pesquera japonesa vea amenazado su medio de vida por esta propuesta. De hecho, ya se ha visto afectada, pues las importaciones de pescado japonés a Corea del Sur se redujeron un 30% en mayo, antes incluso de que comenzara el vertido. Esto se debió claramente al nerviosismo en torno a la seguridad del suministro de pescado japonés una vez que comiencen los vertidos radiactivos.
Según la Sociedad de Energía Atómica de Japón, el vertido de estos residuos nucleares líquidos podría prolongarse durante al menos 17 años, pero probablemente más.
Y las naciones insulares del Pacífico, junto con un equipo internacional de expertos científicos, han denunciado igualmente el plan como prematuro, innecesario y necesitado de mucha mayor confianza y de más estudios antes de que se ejecuten tales vertidos, si es que se ejecutan alguna vez.
Pero hay aquí una cuestión moral mayor, que habla del comportamiento imprudente y egoísta de la humanidad en el planeta Tierra desde que comenzaron la mecanización y las diversas revoluciones llamadas industriales.
Durante casi tres siglos, en el mundo desarrollado hemos destruido de forma continua y gratuita vastas zonas de hábitat precioso para numerosas especies. Hemos talado bosques, cortado las cimas de las montañas, abierto la tierra para extraer minerales, hecho explotar armas atómicas, arrojado mercurio y carbono a nuestro aire, perforado en busca de petróleo, rociado pesticidas a voluntad y llenado los océanos de plásticos, por nombrar sólo algunas atrocidades medioambientales.
La suciedad tóxica que dejan tras de sí estas actividades se ha vertido en ríos, arroyos, lagos y océanos, o en las tierras donde viven los menos influyentes y poderosos de entre nosotros, en Estados Unidos casi siempre en comunidades de color o en reservas de nativos americanos.
Uno de los peores infractores de esta lista son los residuos nucleares. En consonancia con nuestra irresponsabilidad despreocupada, hemos seguido produciendo residuos radiactivos letales sin la menor idea de cómo gestionarlos o almacenarlos de forma segura a largo plazo. Durante años se arrojaron barriles al mar, hasta que en 1994 una enmienda al Convenio de Londres puso fin a esta práctica.
Pero, por supuesto, la industria nuclear encontró una forma de evitarlo. Los vertidos rutinarios de líquidos a través de una tubería eludían esta ley. Instituciones como el centro de reprocesamiento de La Hague, en la costa norte de Francia, han vertido líquidos (y gases) radiactivos durante décadas. Didier Anger, el activista experto en los delitos medioambientales de La Hague, ya jubilado, utiliza esta historia para advertirnos con urgencia y elocuencia de la locura que supone verter residuos nucleares en nuestros océanos. Vídeo en inglés aquí.
En ocasiones, los residuos líquidos de La Hague, medidos en el punto de vertido por grupos vigilantes como Greenpeace, podrían haberse clasificado como residuos radiactivos de alto nivel que normalmente requerirían un depósito geológico profundo.
A medida que nos acercamos al momento en que los líquidos radiactivos se vierten una vez más en el mar, esta vez en Japón, imponiendo una carga tóxica a las criaturas que ya luchan por sobrevivir allí, debemos preguntarnos si los seres humanos tienen algún tipo de derecho divino de reyes para destrozar el hábitat de otros seres vivos.
Sin duda, la respuesta debería ser “no”. Que los seres humanos puedan generar un desastre radiactivo y “deshacerse” de él en el hábitat de otras criaturas, envenenando su entorno es, francamente, arrogante y aborrecible.
Ya lo hemos hecho en todas partes y ha tenido un precio terrible para otras criaturas y para nosotros mismos. La destrucción y contaminación del hábitat ha provocado extinciones masivas. Estados Unidos ha perdido tres mil millones de aves desde 1970. Es decir, uno de cada cuatro pájaros. Puede que hayamos pensado que los pájaros volvían a abundar durante el inicio de la pandemia de cóvid, pero eso era sólo que oíamos lo que quedaba de ellos con más claridad, en la tranquilidad del encierro.
Las abejas, que realizan alrededor del 80% de toda la polinización, se están extinguiendo y las colmenas colapsando, todo ello debido a las actividades humanas. Entre ellas figuran los pesticidas, la sequía, la destrucción del hábitat, el déficit nutricional, la contaminación atmosférica y, por supuesto, la crisis climática.
En ausencia de estos y otros miembros esenciales de la red de la vida, nuestra propia extinción no queda muy lejos.
Tenemos que poner fin a este comportamiento y tenemos que hacerlo ya. Debemos hacerlo no sólo por nosotros, sino por las innumerables criaturas inocentes que no deberían ofrecer sus hogares como nuestros basureros.
Cargar el Océano Pacífico con residuos radiactivos líquidos -se diluyan y dispersen o no- es un crimen de inmoralidad representativo de tantos que han venido antes. Si de verdad queremos cambiar nuestra forma de saquear, contaminar y despilfarrar, prohibir el vertido de agua radiactiva de Fukushima sería un excelente punto de partida.
Traducción de Raúl Sánchez Saura.