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Editorial
Panem, circensis et CO2
El mundo de principios del siglo XXI tiene mucho de distopía ideada en la segunda mitad del siglo pasado, y parece que queremos más. Que el Mundial de fútbol, el evento deportivo que más dinero mueve del planeta, se realice en un pequeño país desértico, cuya candidatura fue calificada en alto riesgo por las altas temperaturas y la falta de infraestructuras; donde la democracia, los derechos humanos y las libertades brillan por su ausencia; y en el que las mujeres son subyugadas y la comunidad LGTBI perseguida, dice bastante de ello.
Los petrodólares han permitido construir en tiempo récord estadios, aeropuertos, redes de metro, hoteles y carreteras cuya factura no solo la ha pagado el planeta —lo que nos incluye a todos— en forma de toneladas de CO2, también los no menos de 6.500 trabajadores muertos, personas llegadas del sureste asiático en busca de una vida mejor que se estamparon de golpe contra el sistema kafala, habitual en el Golfo Pérsico y calificado de semiesclavitud. En él la empresa se hace cargo de los pasaportes de los trabajadores: vía libre para los abusos.
Las generaciones más jóvenes sí tienen claro dónde poner el foco, aunque sea con sopa de tomate manchando el cristal de un icono artístico global
El Mundial de Qatar se publicita como un evento “neutral en carbono”, cuyo impacto sobre el clima, rezan los comunicados públicos, es nulo. Semejante afirmación queda bien en anuncios y cartelería pero es poco consecuente con la realidad, según ha revelado un informe de Carbon Market Watch. Además de haber contabilizado una cifra de emisiones irreal, pues las 3,6 megatoneladas de dióxido de carbono equivalente (MtCO2e) que dice el Gobierno qatarí que se emitirán —cifra por cierto que casi duplica las 2,1 MtCO2e que se emitieron en Rusia 2018— se quedan muy lejos de la realidad, las acciones de mitigación anunciadas tampoco parecen fiables. Un ejemplo: la creación de un vivero de árboles y césped a gran escala en el desierto para “compensar” las emisiones del macroevento, que necesitará de ingentes cantidades de agua en un lugar donde no la hay, parece que poco puede durar para cumplir su función de sumidero de carbono.
Lo que sí durará —siglos, probablemente milenios— es el dióxido de carbono emitido en la construcción de nuevas megaciudades en tierra inerte y en los aviones que llevarán a los 1,2 millones de turistas que espera Qatar en el mes que durará el Mundial.
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El mundo no aprende, al menos no sus gobernantes. En Europa, la guerra por los recursos y las zonas estratégicas se impone al diálogo y al problema común: el hecho de que la casa de todos se quema. Lejos de alejar el horror que supondrá un mundo con más de 1,5ºC de calentamiento medio —por no decir más de 3ºC, un escenario más realista según las cifras actuales y a la par mucho más catastrófico—, los planteamientos en defensa de los combustibles fósiles se imponen. Solo hay que mirar a la cola de barcos en las costas ibéricas a la espera de descargar el gas fósil llegado de Estados Unidos o, precisamente, de Qatar, o al recién anunciado gasoducto BarMar (Barcelona-Marsella).
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No lejos de Qatar, y apenas unos días antes de que comience el Mundial, tendrá lugar un evento mucho menos mediático pero mucho más crucial para tu futuro y el nuestro: la XXVII Conferencia Mundial sobre el Clima (COP27) que acogerá Sharm el-Sheij, en Egipto, otro país donde la protesta y la libre expresión tampoco son muy bienvenidas. Ninguna de las 26 citas anteriores nos salvó, aunque la esperanza es lo último que un ser humano pierde y los pasos dados, si bien insuficientes, han sido gigantes. Toca mirar más a Sharm el-Sheij e ir menos a Doha si queremos un futuro para nuestra descendencia. Las generaciones más jóvenes sí tienen claro dónde poner el foco, aunque sea con sopa de tomate manchando el cristal de un icono artístico global.