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Opinión
¿Y si leemos la historia a través del espacio?
¿Y si tomamos el espacio como punto de partida de la filosofía? ¿No es la apropiación y la creación espacial —el primer lenguaje, el más material, el primer producto de la conciencia del Homo sapiens prehistórico— más determinante que la manida superación del mito por el logos (como si el pensamiento mítico no fuera pensamiento)? Homo faber, Homo symbolicus, Homo videns… ¿por qué no Homo spatii, siguiendo la tesis de André Leroi-Gourhan?: “El hecho humano por excelencia es seguramente mucho menos la creación del útil que la domesticación del tiempo y del espacio, es decir, la creación de un tiempo y de un espacio humanos”.
Alma, sujeto, Dios, mundo, lenguaje, idea, materia, sentido, experiencia... todos ellos son conceptos axiales en cualquier explicación de la historia de la filosofía; en el caso de la teoría política: ley, poder, relaciones, normas, violencia, valores, sistemas… La forma habitual de interpretar la historia de la filosofía y de las sociedades ha dejado al espacio como un aspecto escasamente analizado, ya sea por una cierta tradición idealista —de reflexión obsesiva en torno a lo ontológico y lo lingüístico— ya por un academicismo que ha relegado a la geografía a un plano secundario y ha tomado el urbanismo y la arquitectura como meras disciplinas asépticas, ajenas a cualquier pensamiento abstracto o intención ideológica/política (cuando la evidencia demuestra que estas —en tanto organización del espacio— no solo crean ideología, sino que son ideología, son política).
Urbanismo
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Así, conviene alumbrar las infinitas perspectivas que comprende el difuso y poliédrico término “espacio” a partir de las escasas —pero sumamente importantes— formulaciones filosóficas sobre ello. Para ello, contaremos con la guía del pensamiento de Lefebvre (que, a día de hoy, aparece como la más elaborada reflexión sobre este tema).
Hasta prácticamente el siglo XIX la principal característica del espacio filosófico fue la abstracción. Desde la formulación cómo categoría (junto al tiempo) por parte de Aristóteles, hasta la abstracción geométrico-matemática metafísica de la res extensa cartesiana y las teorías de Newton y Leibniz. Pero estas vagas (y vacuas) concepciones de lo espacial serían superadas por la radical transformación que sufrió la filosofía en el siglo XIX, más aún en un concepto que apenas había experimentado innovaciones en anteriores revoluciones del pensamiento (Renacimiento, Ilustración…). Este cambio comienza con Hegel: el espacio se restituye en el flujo de la Historia; se recupera un tiempo creador de espacio, si bien ideal, fetichizado e inmanente. Para la demolición total de las viejas nociones habrá que esperar a Nietzsche. La destrucción del corpus cultural occidental judeocristiano desembocó en la fragmentación del tiempo lineal y la vuelta al tiempo circular, trágico y poético de la Grecia antigua. El regreso al devenir heraclitiano no era sino la primacía del espacio, puesto que “donde está el espacio está el ser”: la energía, la fuerza vital, la voluntad de potencia, en lucha constante contra el tiempo lineal: “Creo en el espacio absoluto como substrato de fuerza, que delimita y moldea”, afirmaba Nietzsche.
Todo cambiaría cuando el filósofo Lefebvre, movimientos como el situacionismo (y las comunidades utópicas, del movimiento autónomo y okupa, etc. que nacieron de sus ideas) y científicos sociales como David Harvey y Mike Davis situaron el espacio como factor esencial en el análisis (marxista) del capitalismo y la transformación de la realidad
Ahora bien, si estamos siguiendo las líneas intelectuales trazadas por el marxismo de Lefebvre, la pregunta es obligada: ¿qué reflexiones planteó en torno a la cuestión espacial —primera instancia material de la realidad, que atraviesa todos los planos de la política y la economía— la filosofía pretendidamente materialista de Marx y Engels? En el marxismo del siglo XIX son escasas las referencias a la concepción u organización espacial más allá de la importancia concedida a la Tierra en el análisis económico de El Capital y las reflexiones en torno a la cuestión de la vivienda de Engels. En este aspecto hasta la segunda mitad del siglo XX se continuó la senda marcada por Hegel de primacía del tiempo y de restitución de la Historia sobre un espacio que se presta a la alienación: como muestra, la obra de Lukács. Todo cambiaría cuando filósofos como Lefebvre, movimientos como el situacionismo (y las comunidades utópicas, del movimiento autónomo y okupa, etc. que nacieron de sus ideas) y científicos sociales como David Harvey o el recientemente fallecido Mike Davis situaron el espacio como factor esencial en el análisis (marxista) del capitalismo y la transformación de la realidad.
La dinámica de lo urbano desde las primeras ciudades antiguas puede comprenderse como una lucha entre estas dos tendencias opuestas: lo comunitario, frente a una segunda tendencia que arrancaría en las comunidades pitagóricas aisladas y hoy cristaliza en la urbanización privada con alarma del PAU
Más allá del marxismo, sobresalen los desarrollos teóricos del urbanismo feminista (véase el Col·lectiu Punt 6, por ejemplo) y de diversas ramas de las ciencias sociales: sociólogos, arquitectos o urbanistas (Lewis Mumford, Jane Jacobs o Ernest W. Burgess). Sin embargo, como bien muestra Lefebvre en La producción del espacio, no toda la filosofía espacial más reciente ha superado las viejas y simples teorías metafísicas, sino que esas ideas arcaicas persisten en la visión de ciertos autores recientes, muchos de ellos pretendidamente “radicales” (aun cuando estas concepciones sirven como base a concepciones tecnócratas del espacio, tendentes a la homogeneización del mismo, reforzando la hegemonía del poder sobre este). Encontramos la vuelta al cogito cartesiano (Chomsky) o la visión del espacio como algo ilusoriamente exterior, abstracto o puramente lingüístico (Foucault, Deleuze…).
En última instancia, si pretendemos mantener el carácter de práctica transformadora de las teorizaciones sobre el espacio nos vemos obligados a abandonar la abstracción metafísica y dirigir nuestra mirada a la ciudad: lugar de concentración de las representaciones de poder (monumentalidad, gobierno centralizado, dominio), pero también espacio público por excelencia, lugar de reunión, de comunidad. Un lugar dialéctico, de tensión constante entre lo público y lo privado, lugar de poder y contrapoder (pues, en palabras de Lenin, no hay problema que en el fondo no sea el “problema del poder”). La dinámica de lo urbano desde las primeras ciudades antiguas puede comprenderse como una lucha entre estas dos tendencias opuestas. La polis y el ágora (espacios públicos y comunes por excelencia): lo comunitario, frente a una segunda tendencia que (siguiendo el ejemplo de la Grecia antigua) arrancaría en las comunidades pitagóricas aisladas y hoy cristaliza en la urbanización privada con alarma del PAU. Porque quizá la historia del espacio es más una lucha (de clases) entre comunidad abierta o segregación, que una disyuntiva entre utopía o distopía. Otra historia para contar otro día.