En saco roto (textos de ficción)
Encuentros

A veces se daba cuenta de que apenas recordaba lo que acababa de leer, pero seguía leyendo y dibujando cada día como si ausentarse de esa disciplina pudiera traerle algún mal.
Javier de Frutos
18 jun 2022 06:00

Vivía al lado de la playa, en un apartamento del extremo norte de Cambreu desde el que se veía el Mediterráneo. Durante los meses de otoño e invierno era tal vez la única inquilina de la zona. Cada uno de esos días sin apenas turistas, caminaba a primera hora hasta el centro del pueblo para comprar el pan y algo de fruta. A veces se detenía en el supermercado y hacía una compra para varios días. Si se encontraba con algún vecino con ganas de conversación, se paraba y era capaz de mantener una charla sobre si los días estaban siendo más fríos que el año anterior o sobre las obras del paseo marítimo, que no terminaban nunca. Dedicaba la tarde a leer y a dibujar en un cuaderno. A veces se daba cuenta de que apenas recordaba lo que acababa de leer, pero seguía leyendo y dibujando cada día como si ausentarse de esa disciplina pudiera traerle algún mal.

Una tarde de marzo del año 2019, un desconocido llamó a su puerta. Le extrañó. Nadie se tomaba la molestia de ir hasta los apartamentos del norte. Abrió la puerta y saludó a su interlocutor. Al otro lado del umbral, un hombre joven le pidió disculpas por la intromisión y le explicó que estaba trabajando en un libro sobre los años 70. “Es imposible explicarlos sin sus palabras”, dijo. La frase sonaba ensayada, pero fue suficiente para iniciar una conversación. Ella, por alguna razón que no fue capaz de discernir, se sintió cómoda y, contrariamente a su costumbre, contó su historia. O al menos lo intentó. Habló de su infancia en la sierra, de las travesuras siniestras de sus hermanos, de la grisura de los años universitarios en Madrid, de su compromiso político, de su decepción, de las tardes de reuniones interminables, de su primer marido, del segundo. Explicó también algunos detalles que, por algún motivo, le parecieron significativos: su gusto por las cafeteras italianas, el disgusto que le ocasionaban las alfombras, la sensación de ahogo una tarde de verano en la que no supo por qué estaba tan ocupada en un asunto que no le interesaba lo más mínimo. La charla se prolongó hasta que empezó a oscurecer. “¿Ha pensado alguna vez en contar su vida?”, preguntó casi a modo de despedida el joven. “Alguna vez”, contestó ella. Y añadió: “Siempre lo he descartado porque quizá averiguaría lo que prefiero no saber”.

Pasaron los meses e incluso el verano, con sus temperaturas extremas y los veraneantes que inundaban cada centímetro de Cambreu. En septiembre, cuando los apartamentos volvían a quedarse vacíos, recibió un sobre con un libro. Lo leyó. Eran trescientas páginas con historias y anécdotas de los años 70, aliñadas con interpretaciones discutibles y alguna revelación menor. Lo que ella había contado aparecía difuminado entre otras voces. No se reconoció. Prefirió que fuera así.

Ya había olvidado el encuentro de marzo y el libro de septiembre cuando una tarde de la última semana del año llamaron de nuevo a su puerta. Supo de inmediato quién era. Abrió la puerta y le hizo pasar al salón. Comentaron algún recuerdo de su encuentro anterior y apenas dijeron nada sobre el libro. Al cabo de unos minutos, un silencio apacible se instaló entre los dos. Entonces, como si de nuevo pronunciara una frase ensayada, el joven dijo: “¿Has pensado alguna vez en contar tu vida?”. Ella agradeció el tuteo, sonrió y empezó a hablar con la mirada perdida. Habló de la habitación vacía de la casa de la sierra, de las amigas de la infancia cuyos nombres no recordaba, de todo lo que no dijo en sus años universitarios. Y, de pronto, como si ella misma se enmendara, dijo: “Esto que te cuento es… lo que sobra. Agradable de escuchar e incluso sabroso, pero lo que sobra, al fin y al cabo. Si de verdad te contara mi vida, tendría que empezar a explicarte que no me reconozco en la historia que he vivido. Que en algún momento equivoqué mi camino. Que ni siquiera tuve ocasión de decepcionarme. Tendría que hablarte de los dibujos de ese cuaderno. De las imágenes que intento recuperar. Tendría que explicarte que no hubo ninguna habitación vacía en la casa de la sierra. Tal vez entonces, en algún momento que no logro imaginar, podría contarte la historia de mi vida. Creo que ni yo misma la conozco”.

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