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Guerra en Ucrania
Nacer y morir en tiempos de guerra
Yuryi, de 41 años, y a Taras, de 34, los están enterrando en un descampado situado junto a la valla que rodea el cementerio militar Lychakiv y frente al monumento a los caídos. Son las 13h de un día soleado. Antes del entierro, se ha celebrado una misa multitudinaria en la iglesia, también militar, de Los Santos Apóstoles Pedro y Pablo. No ha faltado el himno ucraniano y tres salvas justo antes de enterrar los féretros, ni jóvenes militares desarmados que portaban los retratos de los caídos.
La esposa de Yuryi y la madre de Taras miran, abatidas, cada pala de tierra que cae en la fosa. Un silencio sepulcral recorre el aire. No hay corrillos, ni llantos. Solo lágrimas contenidas y mucho dolor entre los varios cientos de personas que han querido acompañar a las familias. Una vez enterrados, la gente se acercó a las tumbas a ofrendar los ramos de flores. Con la última salva, sobrevino un fuerte viento junto a una lluvia persistente y fría, como si la naturaleza quisiera limpiar, con sus recursos, ese desorden que la guerra ha sembrado. Yuryi murió el 1 de abril por fuego de mortero ruso en Lugansk. Un día antes murió Taras en Donestk. También lo mató el fuego enemigo.
A la misma hora del entierro ha nacido Verónika, un bebé con el pelo rubio, casi blanco, en el hospital maternal situado frente al cementerio. Su madre, Fedora Lyubov, de 36 años, huyó desde la bombardeada ciudad de Melitopol, situada a 200 kilómetros al oeste de Mariupol, con ella todavía en su vientre. Cuenta que cada vez que sonaban las sirenas tenía que buscar un sótano para esconderse. “Pasé mucho miedo”, explica Fedora visiblemente contenta por sentirse a salvo. Todavía no le han dado el alta, pero saldrá en las próximas horas. Vive en un piso alquilado con su marido y su hijo de nueve años en Lviv.
“Esperaba esa niña con muchas ganas, yo quería tener una niña”, dice Fedora mirando a su bebé con una sonrisa de satisfacción y con su vientre aún inflamado por el reciente parto. Nunca se ha planteado huir al extranjero e insiste en que está muy tranquila en esta ciudad, aunque las alarmas de ataque suenen casi diariamente y tenga que esconderse con su bebé en el sótano del hospital. Cuando se le pregunta por su futuro , no duda: “Cuando termine la guerra volveremos a nuestra ciudad a ayudar a reconstruirla. Ahí está nuestro hogar y nuestra familia”. Dice estar muy agradecida a toda la gente que ayuda y espera una pronta victoria del ejército ucraniano. “Deseo con toda mi alma que llegue la paz y los niños puedan crecer sanos y fuertes”, añade en un forzado ucraniano, porque su lengua materna es el ruso. Pero su sonrisa se borra cuando se acuerda de sus familiares: “Estoy muy preocupada por mi madre, ella se quedó en Melitopol porque no quiso salir, y también los padres de mi marido y el resto de mi familia”.
Ansiedad y esperanza
Debido al peligro de impacto de misiles rusos, las dos últimas plantas del robusto edificio que alberga el hospital han quedado en desuso desde que comenzó la guerra. Eso hace que el número de camas disponibles se haya reducido casi a la mitad. Actualmente, cuenta con una capacidad de 70 camas distribuidas en las dos primeras plantas. Para compensar la pérdida de capacidad, a las pacientes que dan a luz, se les da el alta médica en 24 horas si no presentan complicaciones en el parto. Antes de la guerra podían permanecer durante tres días, según las normas del hospital, después de dar a luz, como explica Lyudnyla Sheketa, jefe médico del hospital.
Las escaleras que bajan al sótano del hospital terminan en un pasillo largo y estrecho desde donde se puede entrar en varias habitaciones espaciosas. Este lugar era utilizado por el personal sanitario para el cambio de ropa, antes y después de salir del trabajo. De ahí las numerosas taquillas que cubren las paredes. Ahora es un lugar de refugio en caso de peligro. Para ello han bajado las camas de las dos últimas plantas, han montado un quirófano de urgencia para poder practicar cesáreas, hay también dos incubadoras y cunas nidos suficientes para todos los bebés. Pero también hay comida y agua en abundancia, mantas y medicamentos. El refugio tiene una capacidad para cien personas entre pacientes y personal sanitario.
Los psicólogos preparan a las mujeres para esos momentos de emergencia. Les indican cómo tienen que bajar con sus bebés, hacen simulacrosLas alarmas suenan frecuentemente en Lviv, muy a menudo en la madrugada, también durante el día, y es obligatorio bajar al sótano hasta que otra alarma y un mensaje indica que el peligro pasó. En uno de esos momentos, los médicos tuvieron que asistir un parto en el sótano. Nació una niña preciosa, según nos cuenta la auxiliar de enfermería. Los psicólogos también preparan a las mujeres para esos momentos de emergencia. Les indican cómo tienen que bajar con sus bebés, hacen simulacros, y ellas mismas pueden comprobar que el refugio cuenta con todo lo necesario para sobrevivir en caso de necesidad para devolverles algo de tranquilidad.
Lviv, una ciudad de más de 700.000 habitantes, es la puerta de salida de la gran mayoría de los refugiados hacia Europa. Pero también se ha convertido en una ciudad refugio que alberga a más de 200.000 personas desplazadas de zonas bombardeadas y que no desean salir al exterior, la gran mayoría mujeres y niños. Y mujeres embarazadas que tienen que dar a luz sin sus familiares. “Esas mujeres llegan con grandes dosis de ansiedad, han tenido que hacer un viaje peligroso desde sus lugares de origen y han vivido bajo las bombas durante muchos días. Cuando llegan al hospital tienen que ser tratadas por los psicólogos”, explica Sheketa. La gran mayoría de las mujeres que llegan a los hospitales de maternidad de Lviv proceden de zonas muy castigadas por los bombardeos, principalmente de Kyiv, la región del Donbás, Mariúpol, Jersón y otras ciudades del sur cercanas al Mar Negro.
Según la Organización Mundial de la Salud, antes del 24 de febrero, fecha de comienzo del conflicto, el sistema de salud ucraniano ya estaba debilitado pero en la actualidad está completamente colapsado, sobre todo en la parte este del país por los bombardeos a instalaciones hospitalarias, y la falta de medicamentos y equipos sanitarios. Pero, aunque en menor medida, también hay escasez en los hospitales situados en la zona oeste. Como este hospital maternal, el más pequeño de los tres que existen en la ciudad, al que proveía de medicamentos empresas ucranianas que ahora están dañadas por la guerra o destruidas, como explica Sheketa. “Ahora, la ayuda viene principalmente de Estados Unidos, Polonia e Inglaterra”, añade. El 5 de enero de este año, el Gobierno ucraniano preparaba un plan nacional para detener el brote de poliomielitis surgido en el país entre la población infantil. Pero la guerra abortó el proyecto antes de empezar. Sin olvidar la pandemia de covid que azota a Europa. Los contagios de enfermedades infecciosas pueden aumentar por los hacinamientos en los sótanos, la falta de agua potable y suministro de energía, según los expertos de Unicef. El índice de natalidad de Ucrania ha bajado en los últimos once años. En 2010 era del 10 por mil, en 2019 de 7,4 y en 2020 fue de 7,1, más baja, aún, que la tasa de España en el mismo año.
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Sin embargo, Olha Hyvrenco está dispuesta a romper todas las estadísticas porque desea tener más hijos. A pesar de todas las dificultades. A pesar también de una prescripción médica que le aconseja no quedarse embarazada. A pesar de que ella misma reconoce que llegó a Lviv desde Kyiv muerta de miedo y ansiedad con su marido y su hija de cuatro años. Olha, de 37 años, dio a luz hace un día una preciosa niña. Está envuelta en una toca azul claro como si fuera un paquete. Descansa en una habitación con los cristales de las ventanas protegidos con una frágil cinta aislante para evitar que salten en el caso de bombardeo. Las cortinas evitan que entre la luz del día. Y el verde claro de las paredes no ayuda a crear un ambiente acogedor. Comparte la habitación con otra mujer y su bebé recién nacido. A la pregunta de cómo se encuentra responde: “Como cualquier mujer después de un parto, cansada, pero muy contenta”. Se queda pensativa y añade: “Tengo mucho miedo al futuro porque no sé qué va a pasar con mis niñas y mi familia”.
En este hospital maternal también se encuentra Chinelo. Hace tan solo unas horas ha dado a luz a un niño llamado Rayan. Es la única mujer acompañada por su marido en ese momento. Kyryco, de 46 años, y Chinelo, de 30, es una pareja atípica en Ucrania. Ella es de Nigeria. Se conocieron mientras él trabajaba en ese país. Es difícil ver a personas negras en Ucrania salvo algunos miles de ciudadanos nigerianos que estudian en la universidad, y que permanecen en el país lo que dura la visa de estudiantes. Chinelo está acostada y muy molesta y el personal sanitario nos pide que terminemos la entrevista cuanto antes. Contesta a las preguntas su marido, pero ella insiste, a pesar de los dolores del parto, en comentar que no ha salido del país porque quería que su hijo naciera en Ucrania.
Hace dos semanas que llegaron a Lviv desde Kyiv. Tienen un apartamento en la ciudad donde vivían que no ha recibido ningún impacto de los numerosos bombardeos a la que fue sometida esa ciudad, pero no tienen ni idea de lo que pasó con una casa de campo que tienen cerca de Bucha. Kyryco trabaja como abogado en una empresa de patentes y puede trabajar online: “Nos quedaremos aquí hasta que las cosas se calmen, todo el tiempo que sea necesario”, afirma. Chinelo estudia Económicas y quiere continuar con sus estudios cuando la guerra termine. Rayan protesta. Su madre lo coge para darle el pecho. Sus movimientos son lentos y siente dolor. Cuando se le pregunta cómo se siente después de dar a luz un niño en medio de una guerra, sonríe: “Al principio estaba muy nerviosa, pero ahora estoy tranquila y muy contenta”. E insiste en que desea que su hijo crezca en Ucrania.
Parir entre sirenas
En la entrevista, Sheketa quiere expresar un agradecimiento especial al personal médico que no ha abandonado su trabajo para ir a otro país más seguro: “La mayoría de ellos sigue aquí atendiendo y cuidando a las mujeres que tanto lo necesitan cuando van a dar a luz a sus hijos”. Desde el comienzo de la guerra, más de siete millones de personas se han desplazado dentro del país de unas zonas a otras más seguras, según un informe de la Organización Internacional para las Migraciones, y cuatro millones y medio de ucranianas con sus hijos han elegido refugio en el exterior, según Acnur.
En menos de 12 horas ha sonado la alarma de peligro de bombardeo en Lviv dos veces: una a las 2h, la otra a las 11h. No ha ocurrido nada. Pero las madres con sus bebés han bajado al sótano junto al personal médico en el hospital de esta ciudad que, hasta la fecha, se considera un refugio más seguro. Entre las 22h y la 6h hay toque de queda vigilado por las Unidades de Defensa Territorial compuesta por jóvenes voluntarios. Solo el personal de las organizaciones humanitarias puede estar en la calle ayudando a los miles de refugiados y desplazados que se arremolinan, principalmente, alrededor de la estación de trenes.
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Guerra en Ucrania El refugio en Moldavia, una acogida frágil
Desde la habitación de Chinelo se ve la explanada del cementerio. Ha llegado otro féretro de un soldado, desde la iglesia militar, donde los sacerdotes hacen alusión a los enemigos que viven sin esperanza, sin amor, con vacío. También al héroe que dio su vida por amor al prójimo. Hace alusión también a la vida eterna, a la dignidad del caído, a la inmortalidad, a la esperanza. Lo despiden con todos los honores militares. Entre banderas y cantos nacionalistas, los enterradores clavan una gran cruz sobre la tierra mientras los combates se endurecen en Donbás. Mañana serán otros dos. Quizás tres. Vasyl Burtniak, de 66 años, un ucraniano que vive en Canadá y que ha venido a hacer labores de voluntariado, opina que esta guerra terminaría si cerraran el espacio aéreo. Y pide más armas y la entrada de Ucrania en la OTAN. Al mismo tiempo, siguen llegando mujeres angustiadas, desde el infierno, al hospital maternal nº 1, buscando un lugar seguro para dar a luz. Es la vida que intenta imponerse al desorden de la guerra.