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Clarice Lispector: silencio terrible y elocuente
Hace 35 años, Clarice Lispector publicó su última novela, ‘La hora de la estrella’, sobre la vida de una mujer pobre,Macabea, y del encargado de llevar su vida a la novela, un tal Rodrigo S.M.
Clarice Lispector (1920-1977) es hoy un nombre importante que ha ido atravesando fronteras lentamente. A pesar de tener su primera novela escrita con 19 años (Cerca del corazón salvaje) el reconocimiento tuvo que esperar. No es el único caso de la literatura brasileña que iba a quedarse fuera del boom. La literatura de esta mujer, centrada en la introspección psicológica y en la reflexión metafísica, no encajaba en la euforia gremial organizada para levantar la nueva novela americana.
Aunque denuncia la dictadura y la injusticia que padecen los pobres en sus crónicas periodísticas, en sus novelas sigue sin ceder a la corriente comprometida a la que están entregados autores como Carlos Drummond de Andrade, entre otros. Clarice sigue con sus protagonistas burguesas, trabajadoras o amas de casa que se interrogan por la identidad y luchan luminosamente por ver y capturar un instante.
De modo que su hora tuvo que esperar. Y esa hora le llegó con los estudios de las filósofas francesas Luce Irigaray y Hélène Cixious, que enfocaron la atención sobre su experimentación lingüística al servicio de una profunda introspección de corte existencial. La hora de la estrella es su última obra, publicada poco antes de morir. Una breve novela con la que parece responder al silencio guardado sobre la pobreza de su país. Poco antes de morir aborda esa tarea, la de escribir acerca de una mujer diferente, una que apenas es mujer, pobre, enferma y casi analfabeta, del Noreste de Brasil en donde “comer rata es una suerte!”. Una extraña.
Lispector le hace decir a su narrador el conflicto al que ella –autora– se ve abocada por haber decidido abordar un personaje como Macabea. Levantar la historia de un nadie cualquiera le lleva a preguntarse cómo se cuenta el hambre cuando no se tiene. Cómo dar cuerda a un personaje pobre que no consigue quitársela de encima. Cómo darle a alguien el grito que no puede dar. Cómo se cuenta la vida de los despedidos de la vida una y otra vez. Cómo sin culpa se escribe esto.
Todas estas preguntas corren a cargo de un narrador masculino, porque la autora ha decidido transformase en alguien sin piedad. A él le hace decir: “Tampoco yo hago la menor falta; hasta lo que escribo lo podría escribir otro. Otro escritor, sí, pero tendría que ser hombre, porque una mujer escritora puede lagrimear tonterías”.
Que sea él ese narrador, que él habite en el limbo ralo, impersonal de la muchacha, que juegue él a un vivir hecho de inspirar y espirar, que él deje de practicar sexo, fútbol y busque el lenguaje sencillo. Que él ponga a la tarea de conocer a la pobre mecanógrafa, después de todo el asunto es simple: “Están los que tienen. Y están los que no tienen. Es muy simple: la muchacha no tenía”.
No tan simple. Lispector no está jugando a las muñecas rusas, cada frase es un desafío que mira de frente los límites de la escritura. A sus protagonistas anteriores las puede abordar mirándose al espejo. Su introspección cortante, su lenguaje de rápidas abstracciones simbólicas, su taller de palabras, su imaginería no le cuadran ante Macabea, un personaje “tan insignificante como una idiota. Sólo que no lo era”, “hija de un no-sé-qué con aires de pedir disculpas por ocupar un espacio”.
La escritura muestra el esfuerzo del narrador para avanzar, titubea, duda de que esté autorizado a capacitar al personaje de un grado de análisis sobre su vida, se pregunta si tendrá o no la sensación de vivir para nada como la tiene él, ¿pensarán los pobres en estas cosas? En todo caso, seguirá porque se lo ha propuesto, porque quiere que emerja un grito. Eso dota de sentido la escritura. Pero sucede que el grito no podrá ser el de la mecanógrafa, que es desgraciada, sí, pero no lo suficientemente desesperada, de modo que el grito no podrá ser de ella, sino del propio narrador.
Así es como el personaje maltratado en la vida, nacido para servicio de otros, el que no puede permitirse el lujo de la tristeza, también cumplirá en la literatura esa misma función vicaria: desatar el grito del narrador. La historia de Macabea, contada en bruto para no despertar piedad, cede protagonismo al espanto que le produce al narrador imaginar ser como ella. El esfuerzo por seguir le resulta agotador. Macabea le repugna, tiene que morir, lo hará pronto. “Voy a hacer lo posible para que no muera.Pero qué ganas de hacerla dormir para poder irme yo mismo a la cama”. Así es como desnuda la autora la mirada burguesa. No se escribe acumulando, sino desnudando, dice Lispector que desnuda como nadie al narrador, quien, a su vez, deja a la intemperie el personaje atropellado bajo un Mercedes.
Así es como el rigor analítico de la Lispector lleva a este grandioso resultado: la simpleza del personaje no es tan miserable como la del espantado narrador que se retira, sin haber deseado que los pobres sacien su hambre, sino que mueran. La hora de la estrella es el reconocimiento tácito del fracaso para narrar, por boca del intelectual burgués, la vida de los pobres. Este libro es un silencio, sí, terriblemente elocuente.
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