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Hemeroteca Diagonal
Y aún puede sonreír
Quince meses después de que una niña denunciara sufrir abusos sexuales por parte de su padre, su madre se enfrenta a perder su custodia. Es uno de los numerosos casos en los que los jueces aplican el Síndrome de Alienación Parental (SAP).
En las plazas post 15M conocí a un puñado de personas increíbles. Entre ellas, a una mujer que me gustó desde el primer día. Nadie se expresaba de forma tan calmada y seria, ni tenía tanto convencimiento en la voz. Pocos transmitían tanta confiabilidad.
Con el tiempo trabamos amistad, coincidíamos en edad y trayectoria vital, teníamos hijas. Además de asambleas, compartimos cañas, paseos y pichangas de baloncesto más-que-aficionado, que durante un tiempo nos reunieron. Llegamos a irnos de vacaciones juntas, con mis hijas y la suya, un verano, como si fuésemos una pareja de hecho o una familia disforme. En este punto me acuerdo de una anécdota: en esos días, en las playas alentejanas, tuvimos que escuchar más de una vez la pregunta “¿dónde están los hombres?”.
Mi amiga y yo nos divorciamos poco más o menos a la vez, de eso hace mucho. Ella quedó con su hija, ahora de siete años, y un acuerdo estándar de mutuo acuerdo con el progenitor, en el que ella mantendría la custodia y él la vería un par de tardes por semana, fines de semana alternos, parte de las vacaciones. Así transcurrieron algunos años.
Hace unos quince meses, estábamos intentando organizar un grupo de niños, madres y padres, de aprendizaje colectivo. Un día me comentó, sin mucha preocupación, que su hija estaba mostrando rechazo a ir con su padre aquel fin de semana. Igualmente fue. Y todas las veces que le correspondía según el calendario acordado. Pero la niña estaba evidentemente enfadada, como parecían expresar un dibujo que hizo en la escuela y otros signos.
Mi amiga preguntó, tanteó y buscó ayuda profesional. Acercándose al tema poco a poco, sin presionar, un día consiguió que la niña se atreviese a contarlo.
Se llenó de miedo y de furia, pero también de sed de justicia. Denunció formalmente los abusos sexuales que la niña había contado. Y esperó una reacción rápida, lógica, que impidiese que la niña quedase a solas con el padre, las conocidas medidas cautelares.
De eso hace quince meses.
Estos quince meses se pueden contar muy deprisa, o se cuentan despacio y entonces te das cuenta de que Kafka no sabía nada de nada.
En el juzgado donde cayó su primera denuncia, toman declaración a la niña, que vuelve a contarlo todo frente a desconocidos. Entre medias de ese interrogatorio, permiten al padre estar a solas con ella, pero no a la madre.
Mientras está intentando recabar los informes del Centro de Atención a la Infancia (CAI) y otros organismos que supuestamente protegen a los menores en riesgo de abuso sexual o maltrato, la causa penal se archiva sin demasiadas explicaciones. El juez la desestima. Aquí no ha pasado nada. Circulen.
No puede ser que la justicia sea tan lenta, ni tan ciega, no puede ser que no reaccione, no puede ser que a un padre sospechoso de abusos se le permita seguir viendo a la niña sin supervisión.
Por eso mi amiga decide adelantarse. No tiene más remedio que empezar a incumplir el régimen de visitas. Durante semanas, meses, se enfrenta a las reiteradas denuncias por no permitir que el padre la recoja y se la lleve. Juicios de faltas. Multas administrativas. Sangría.
Pero después del verano se cierne la amenaza cierta desde otro juzgado: le retirarían la custodia si sigue incumpliendo. La custodia pasaría al padre.
La justicia no tenía prisa en dictar unas medidas cautelares contra el presunto abusador, pero se la estaba dando para ir contra la madre.
La pelea ha seguido. Mi amiga, con el consejo profesional y la docena de organismos a los que solicitó informes y/u orientación, consiguió abrir un recurso de alzada a la Audiencia Provincial que está esperando que resuelvan. Ésa ha sido la segunda fase de esperanza. Que si no la oían a ella, escuchasen a los “expertos”.
En estos quince meses no ha conseguido “nada”. El informe del CAI ha sido desestimado también, en una nueva solicitud de medidas cautelares. La contestación a ese informe deja entrever que la causa se archiva por considerarla una peleíta de ex marido y ex mujer (seis años después). La niña debe seguir yendo con su padre según lo acordado.
Pero por entonces sucedió algo más extraordinario.
Lo que ha cambiado en la última etapa es que ya no tiene por qué sentir que su laberinto es resultado de un montón de mala suerte suya, exclusivamente suya —y de su hija—. Que los muros que ha encontrado para ser escuchada en el intento de proteger a su hija de abusos mayores son la moneda corriente de las madres que han de denunciar a sus parejas o ex parejas con indicios (o pruebas físicas contundentes, también) de que han abusado sexualmente de sus hijos. Se ha encontrado una asociación en la que todas son madres y todas están en un laberinto más o menos intrincado que las induce a ellas, las denunciantes, a tener que demostrar su inocencia y, en última instancia, está dejando a los niños en la más absoluta indefensión. Se ha encontrado a otras mujeres, con y sin experiencia previa en organizarse, con historias y situaciones aún más desesperadas, que mantienen por milagro la cordura, enfrentándose una y otra vez a un sistema judicial (y de protección del menor, ejem) que las ningunea, empequeñece y culpabiliza.
Esta mañana desayunaba con ella y me ponía al día de su caso y las acciones que prepara la asociación: se ven en la tesitura de empezar a contarlo todo, si quieren sensibilizar sobre la indefensión que viven los niños y la tibia respuesta institucional que reciben. “Muerta de miedo”, “cagada”, “nos va la vida en ello”. Un eminente concejal, una de las muchas personas a las que ha recurrido en estas semanas en busca de apoyos, le contestó que estaba convirtiendo su problema personal en activismo. Su “problema personal”, qué bonito eufemismo para aludir a una niña de siete años. Nos tomábamos el café atragantadas pregúntandonos de dónde puede salir el activismo si no es del “problema personal”. “Lo privado es político”, esta vez y en tantos otros casos de forma intensa, dolorosamente física. “Esto que me pasa a mí”, me decía con su voz profunda, que no se ha vuelto más inestable después de quince meses, “le pasa a centenares de mujeres y de niños. Los casos se cierran. Solo se actúa en el cinco por ciento de estos, cuando la agresión se ha convertido en violación. Cuando no puede ser más evidente. Y aún entonces”. Y luego sonrió.
Y aún puede sonreír. El “proceso” kafkiano se cierne sobre ellas. Los autos las señalan como inductoras. Algunos padres las denuncian como alienadoras. Desacreditan los testimonios de los niños, como ciudadanos de segunda. Los jueces y juezas desoyen informes médicos y psicológicos. Y ellas se hunden. Y deben cumplir una norma. Entregar a sus hijos a su abusador. Colaborar.
O pueden desobedecer. Y organizarse. Y aún, como me ha demostrado esta mañana mi amiga, pueden sonreír.
///Mucho he escrito en este blog sobre la crítica al “rol de madre”: estas mujeres se encuentran en un desesperado lugar que no buscaron, en el que son toda la esperanza y alegato de futuro que les queda a sus hijos. Su último bastión. Sus únicas protectoras contra un sistema en el que niños y mujeres son lo de menos. Un sistema que no actúa de facto amparándose en peregrinos síndromes sin validez científica. Una cosa he aprendido de conocer su historia y la de las demás: el SAP son los padres, literalmente.///