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Insólita Península
Fuerte de San Cristóbal o elogio de la fuga
Quien no tenga prisa puede acompañarnos en un breve recorrido por el fuerte, un recorrido sin más propósito que apreciar lo que el visitante encuentra a su paso.
Al norte de Pamplona nace un camino que parece llevar a ninguna parte. Es una carretera bacheada que, a lo largo de 6,5 km, va ascendiendo un monte de encinas. A veces, en algún claro, aparece un corredor de fondo o una familia desorientada. Por lo demás, la ruta no presenta otro aliciente que el de encontrar su término. En los metros finales abundan los pinos y, recortadas sobre las copas, se alzan unas antenas de grandes dimensiones. Hemos llegado a nuestro destino: el Fuerte de San Cristóbal, construido en tiempos de Alfonso XII.
El último párrafo de esta página dará cuenta de las circunstancias históricas que acompañan al edificio. El lector inquieto puede leerlo ahora mismo. Quien no tenga prisa puede acompañarnos en un breve recorrido por el fuerte, un recorrido sin más propósito que apreciar lo que el visitante encuentra a su paso.
Un sendero recorre el perímetro de la construcción. En realidad, el sendero va bordeando un foso, una hondonada comida por la vegetación. En el lado exterior del foso, una pared de gran altura desalienta cualquier tentación de treparla. En el lado interior, surgen los muros de la fortaleza, salpicados de ventanas angostas. El conjunto presenta el aspecto de haber vivido todas las fases posibles del abandono. Las pintadas desvaídas que jalonan los muros debieron de obedecer a un primer momento de interés, cuando un edificio construido para resultar inaccesible quedó a merced de la curiosidad y de las más variadas reivindicaciones. Pero esos grafitis fueron cediendo protagonismo y la naturaleza hizo su trabajo. En el foso, en las zonas de umbría, creció una espesura vegetal de la que hoy disfrutan los insectos. Y, en las partes altas del muro interior del foso, la hierba creció de tal modo que empezó a dibujar un jardín en altura, una pradera que se desparrama entre los límites verticales del edificio. Hoy, en la última fase del olvido, todo parece absorbido por el monte, a punto de desaparecer. Como si de este modo se cumpliera de forma involuntaria el sueño de los artistas que pretenden integrar sus obras en el entorno.
Quedan restos herrumbrosos de barrotes y algún arco de lo que debió de ser una construcción adyacente al núcleo del edificio. Quedan también escaleras empinadas para bajar hasta el foso con riesgo de no poder contarlo. Y entre las zarzas del foso surge una prenda abandonada y el deseo de salir de un laberinto en el que se escuchan ecos, vientos sin árboles y ruidos difíciles de identificar.
La fortaleza, erigida en tiempos de Alfonso XII, es un lugar del que huir. Todas las limitaciones que insinúan sus muros invitan a salir corriendo. Incluso los restos de las puertas enrejadas dan ganas de comprobar si cede el hierro, si hay alguna forma de colarse entre los barrotes, de no volver a verlos.
Uno puede terminar algo mareado en esta cima hostil. Sus cualidades monumentales quedan de lado ante la evidencia de la imposición, incluso del miedo.
Al terminar la redacción del recuerdo de la visita soy consciente de que mis impresiones pueden estar contaminadas por lo que había leído antes sobre el fuerte. Pero también me doy cuenta de que al recorrer el lugar olvidé casi todo lo que había leído y solo tuve una sensación de creciente opresión, de tedio inabarcable.
Y ahora sí, toca el último párrafo, el que resume lo que cuenta la historia.
El Fuerte de San Cristóbal fue construido entre 1878 y 1919 con fines defensivos, pero el auge de la aviación lo volvió pronto obsoleto. Entre 1934 y 1945 funcionó como un penal militar en el que cumplieron condena miles de reos en condiciones deplorables. En plena Guerra Civil, y caída Pamplona en territorio franquista, la construcción se convirtió en una cárcel llena de presos republicanos, una inmensa celda con una elevada mortandad. Pero San Cristóbal fue también protagonista de una de las mayores evasiones de la historia europea. El 22 de mayo de 1938, cientos de presos lograron huir de la fortaleza. La mayoría fueron detenidos y otros muchos murieron asesinados en los montes. La fuga y la persecución posterior han generado una creciente literatura. Fermin Ezkieta acaba de publicar una reedición de Los fugados del Fuerte de Ezkaba (Pamiela), en la que aporta datos novedosos sobre el episodio y cifras precisas: “795 fugados documentados, de los que 206 fueron abatidos en los montes”. Dejó de funcionar como penal en julio de 1945. El Ejército lo abandonó en 1991. Lo demás es presente.