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Insólita Península
Un árbol azul para Leticia Valle
La Simancas de hoy quizá queda muy lejos de la recreada por Rosa Chacel para Leticia Valle, una niña de once años de principios del siglo XX.
En la margen izquierda del río Pisuerga a su paso por Simancas (Valladolid), han pintado de azul un árbol tronchado. Al contemplar el río desde el mirador de la localidad, la presencia de ese tronco lleno de color llama la atención como un gesto audaz, una voz inesperada en la orilla pedregosa de un río castellano. No me resisto a descender hasta el cauce, cruzar el puente y acercarme al árbol pintado. Yace sobre un lecho de cantos en los que aún quedan gotas de pintura, puntos brillantes de color rojo, verde, amarillo y naranja. Intuyo que la pintura del árbol fue parte de una obra más amplia, en la que tuvieron presencia otros colores. Y sospecho que no han pasado demasiados días desde que este escenario cambió, pues los colores están aún llenos de vida.
Resulta inevitable tocar el tronco de un árbol.
El tronco de este árbol azul tiene la suavidad lechosa de su pintura. Ha perdido la rugosidad y las imperfecciones de cualquier corteza, y ha ganado una tez ligera, emparentada con el río que fluye ruidoso. Un salto de agua eleva el sonido del caudal por encima del viento que se cuela entre los álamos. Ni siquiera las chicharras logran atenuar la fuerza del río. De pronto, la arena muy fina que surge entre las piedras y el olor marítimo del agua remansada sugieren un viaje a otro lugar: a una curva sombreada cerca de un mar cálido. Es solo un instante; enseguida el calor, la visión del puente medieval que lleva hasta Simancas, la presencia de una construcción abandonada al otro lado del río y el cielo sin nubes —ese cielo excesivo y saturado de luz— me recuerdan que este rincón vive en Castilla, junto a un río que fluye hacia el Duero.
En este rincón estuvo Leticia Valle, el personaje de la obra Memorias de Leticia Valle (1946), de Rosa Chacel. En este rincón esperó la llegada del coche que debía traer de regreso de Valladolid al matrimonio formado por don Daniel y doña Luisa, ese matrimonio que la acogió como discípula y en cuya casa transcurren las escenas centrales de la novela. “Volví al puente; sobre el agua del río iban hojas recién caídas de los álamos; no sé por qué su frecuencia me impacientaba, como si en cada una de ellas esperase ver llegar algo que no llegaba. Las veía venir desde lejos, acercándose hasta desaparecer bajo mis pies, en los ojos del puente, y me impedían pensar, no podía dejar de atenderlas”. El relato de Leticia Valle en la novela de Rosa Chacel queda siempre matizado por silencios, deseos de no contar lo que no puede ser contado, voluntad de irse, de huir de los propios pensamientos.
La Simancas de hoy quizá queda muy lejos de la recreada por Rosa Chacel para Leticia Valle, una niña de once años que, a principios del siglo XX, padece el encierro amargo de la casa familiar y huye cada día hasta el hogar de doña Luisa y don Daniel —el archivero—, donde encuentra la música, el placer de los libros y el deseo recuperado de aprender. Donde encuentra también miradas y gestos difíciles de descifrar, un enigma innombrable que la novela oculta y desvela, como si el relato en primera persona de Leticia Valle fuera el cuerpo de un secreto.
Camino por las calles de Simancas imaginando que su trazado intrincado no dista demasiado del recorrido por Leticia Valle. Quiero pensar que la extraña mezcla que el tiempo ha dejado en las fachadas no logra borrar el aire antiguo que asciende desde el río hasta el castillo que alberga el Archivo. A esa hora de la tarde en la que el sesteo aún no ha terminado, entro en el Archivo General de Simancas, fundado por Carlos I en 1540 para custodiar los escritos de la monarquía hispánica. Convertido en archivo histórico desde 1844, en estos días del verano de 2018 ofrece una exposición titulada “Espías: servicios secretos y escritura cifrada en la monarquía hispánica”. Observo los mapas de escala indeterminada, las cartas que trasladan informaciones valiosas, los documentos que contienen el enigma de escrituras cifradas.
Me detengo en la muestra de los secretos oficiales y, sin embargo, no dejo de pensar que no hay archivo que contenga los secretos cotidianos. No hay registro para lo vivido por una niña de once años; ningún archivo alberga sus descubrimientos, sus miedos y la visión de lo que no puede ser nombrado. Incluso hoy, cuando todo parece sobreexpuesto, los secretos de la niñez y de la adolescencia permanecen casi siempre en un territorio intocable.
destaca en la orilla, a escasos metros del puente medieval.