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Una de las grandes alegrías del hombre contemporáneo consiste en encontrar aparcamiento. Así que, invadido por el secreto placer de haber dejado el coche pegado a las murallas del casco antiguo de Peñíscola, caminé por sus calles con lentitud, sin un interés definido. Sobre las infinitas formas de caminar se ha escrito mucho, pero quiero pensar que la caminata desganada por Peñíscola en una mañana fría y luminosa de 2018 constituye un terreno inexplorado al que merece la pena dedicar estos párrafos. Sigamos.
El escenario que componen las callejuelas de Peñíscola se asemeja exactamente a eso, a un escenario. Como tantos lugares consagrados a la recreación de lo que tal vez fueron, abundan las fachadas restauradas y las tiendas de recuerdos. Fuera de la temporada alta, los habitantes de la zona son comerciantes a la espera de días mejores y personas mayores que preguntan por tiras de postales y otros formatos del souvenir que, al parecer, ya no se fabrican. Este desencuentro ligero entre los moradores y los visitantes ocasionales me acompañó como un mar de fondo durante el recorrido. En ningún momento vislumbré que fueran a ponerse de acuerdo. El otro mar, verde al principio y azul en la lejanía, aparecía en el horizonte recortado al final de una calle o muy apetecible contemplado desde un mirador.
Ya en lo alto del casco, junto a la entrada del castillo, me llamó la atención el gusto de los viajeros por intentar fotografiarse junto a una estatua sedente del Papa Luna. No era fácil mantener el equilibrio entre las rocas, mirar a la cámara y sonreír.
El Papa Luna, conocido como el antipapa, fue una rareza histórica. A principios del siglo XV hubo dos sumos pontífices, el peñiscolano y el romano, y la historia no terminó bien para el Papa Luna, condenado por el concilio de Constanza de 1415 como hereje. Peñíscola fue la sede de la rareza: el lugar en el que se exilió el Papa Luna, la capital de su papado alternativo.
Conocer esta historia resulta tentador, indagar en las desventuras de aquel extraño papado. Y en ese momento, en el instante en el que el viajero piensa en consultar en su móvil la vida y milagros del Papa Luna, surge la bifurcación. Una posibilidad, en efecto, invita a leer en diagonal datos sobre el Cisma de Occidente, las guerras de religión del Mediterráneo, las idas y venidas del Papa Luna y su retiro en el castillo de la Orden del Temple. La otra posibilidad consiste en no hacer nada de todo lo anterior, pasarse al bando contrario y ejecutar un turismo del no: no consultar datos en el móvil, no seguir la ruta. La gran ventaja del turismo del no es que uno puede detenerse durante diez minutos delante de una casa porque le ha llamado la atención una puerta amarilla. También cabe espiar una conversación de un matrimonio que no está muy seguro de si ya había estado en Peñíscola. Se trata, en definitiva, de no tener prisa, de detenerse mientras los grupos avanzan tratando de alcanzar la cima.
Sospecho que este turismo disidente cuenta cada vez con más adeptos. Algunos lo ejercen de forma indisimulada. Otros se quedan sentados en un banco con la excusa de un cansancio repentino. Los más sofisticados fingen interés con aire circunspecto, pero están en otra parte. Los turistas del no se reconocen. Comparten un pasado y una mirada. En algún momento de su vida errante por espacios ajenos decidieron que era suficiente. Desde ese instante de revelación, la ausencia de culpa ante todo lo que se están perdiendo los acompaña.
Peñíscola, plaza marítima plagada de historia, contiene todos los requisitos para que el turista esquivo disfrute de su dimisión. Cualquier recodo invita a recrearse en no hacer nada. Y, puestos a fantasear con el auge de esta forma indolente de viajar, me atrevo a afirmar que el turismo del no quizá tiene a la representación de su sabio en una estatua que reposa sobre un murete, de espaldas al mar, junto a la terraza del Blue Dream de Peñíscola: un Buda efímero junto al precipicio.
Al terminar la visita, el coche seguía junto a la muralla. Y, transcurridos unos meses desde entonces, el Buda del Blue Dream se me aparece cada vez que no entiendo las prisas, el afán productivo, las extrañas exigencias de la vida cotidiana. Incluso se me aparece ahora diciéndome que termine de una vez este texto y no se me ocurra buscar una cita de Buda para rematarlo.