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La semana política
Un país normal
Así sería un país normal, un país en el que no habría sido noticia la amonestación del Comité de Derechos Humanos de la ONU contra la decisión de suspender el derecho de sufragio de cuatro líderes independentistas porque aquella decisión nunca se habría tomado antes de que hubiese una sentencia firme.
En ese país caería por su propio peso que la política penitenciaria no puede ser utilizada para la manipulación política y que no se condena sin juicio a las familias de los presos. ETA habría existido, como existieron bandas armadas en todos los países europeos en los llamados años de plomo, pero hace años se habría abordado por parte del Estado la construcción de la paz, en una tarea a la que habrían contribuido también los medios de comunicación y para la que se habría demandado toda la ayuda de mediadores internacionales que se ofreció, que se tuvo a disposición, y que se desdeñó.
No sería urgente —ni fruto de un esfuerzo económico notable— la apertura de las fosas de la represión franquista sino que hace décadas que ésta se habría llevado a cabo, con fondos del Estado, garantizando la reparación de las familias.
Las noticias que abrirían los periódicos en un país normal no serían para nada felices. Ni país de la piruleta ni juegos florales. Todo tendría un tono de preocupación
No sería perseguida y atosigada judicialmente Dina Bousselham, la víctima de un delito. En ese país normalito, la intervención política de un juez conservador no llegaría hasta el extremo de apurar hasta las heces el caudal de falsedades proporcionado por una trama criminal que ha operado dentro de la policía.
Lo normal es que la prensa no cuestionara el intento de asesinato de Cristina Fernández Kirchner en Argentina si careciera de cualquier prueba de ello. No se habría culpado a la vicepresidenta argentina de polarizar el debate.
Y tampoco se haría un espectáculo con la información del calentamiento global, así que no se provocarían falsos debates entre propagandistas del retardismo o del negacionismo climático y científicos genuinamente preocupados por la divulgación de los efectos del aumento de la temperatura.
Las noticias que abrirían los periódicos en un país normal no serían para nada felices. Ni país de la piruleta ni juegos florales. Todo tendría un tono de preocupación. Las inundaciones en Pakistán y la sequía en el Cuerno de África, el precio del gas y la inflación, la guerra de Ucrania y la posibilidad de migraciones masivas como consecuencia del hambre. No el final de la era de la abundancia, en abstracto, como la panoplia añejada del país que nunca fue, sino la cuestión fundamental sobre cómo se repartirá la escasez.
La discusión pública giraría en torno al futuro, a la reconversión hacia una economía menos dependiente de los combustibles fósiles, y habría una genuina preocupación ante la idea de que, por mucho que se avanzase en políticas públicas de reducción de emisión y mitigación de impactos, el contexto global podría hacer insuficientes todos los esfuerzos.
En un país un poco más normal, sí, la patronal trataría de sabotear los intentos del Gobierno para acompasar los salarios al alza de los precios. Y el sector energético seguiría protegiendo sus beneficios y escamoteando el reconocimiento de que el aumento de la factura eléctrica corre en paralelo al incremento de sus ingresos. Y es posible que brindasen por la tibieza de una medida como la rebaja del IVA del precio del gas; que celebraran o callasen satisfechos ante todo aquello que no apunta al núcleo del problema.
Pero quizá, aunque no se hiciera nada por resolverlo, al menos se habría enunciado el problema. Porque en esta latitud, y en todas las latitudes, se funciona bajo la globalización capitalista y ésta ha entrado en crisis. Lo que no quiere decir que la globalización financiera vaya a desaparecer o vaya a ser sustituida, solo quiere decir que está en crisis y que eso significa empobrecimiento de la mayoría.
Esas serían las noticias de un país normal. Desigualdad y pobreza, con las circunstancias propias del lugar en el que se reproduce esa crisis: viviendas inasequibles, un modelo productivo decrépito, un aferrarse a la propaganda vacía sobre el trabajo y el esfuerzo, como si no hubiese pasado nada desde que, un 15 de septiembre de hace catorce años, todo empezase a dejar de ir como se suponía que tenía que ir en Wall Street y eso se extrapolara al mundo. Como si nadie se hubiese dado cuenta de que algo se rompió entonces. Como si desde entonces hubiera algún país normal.
Así sería. Habría algunas posibilidades más, menos de eso que llaman crispación —aunque la propia palabra crispe tantas veces— y los mismos problemas que amenazan a todas las sociedades del capitalismo tardío.
Así que un curso más toca intentar que dejen de parecer normales cosas que no lo son. Podría ser peor. Podríamos no estar aquí para al menos eso, intentarlo.
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