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La semana política
Las apariencias
Sí, todavía el PSOE es el partido que más se parece a España. Y sí, por eso mismo el PSOE es un mar de confusiones, un partido, un país, al que nadie entiende del todo. El escándalo que ha terminado de estallar esta semana en torno al presunto espionaje directo por parte del Estado a decenas de personas, antes que de la calidad democrática de España, señala la energía decreciente del Partido Socialista para tratar de mantener el trampantojo de que esa calidad democrática es tal y como se presenta en la esfera internacional.
Ese empeño por sostener una imagen de funcionalidad democrática tiene cierto mérito, pero cada vez menos recorrido. El país —y el Gobierno más aún— ha perdido la capacidad de sostener las apariencias en un Estado que funciona bajo un código de silencio en sus estamentos principales. Una ley del silencio que ni siquiera se aplica en la comisión de secretos oficiales del Congreso, ya que esta está programada para ser inútil y, al mismo tiempo, cumplir perfectamente el papel de mantener ciertas apariencias.
Solo las cloacas parecen tener fuerzas para llevar a cabo la regeneración que no hace tanto tiempo se planteó como eslogan publicitario por parte del sistema de partidos. La vida paralela del país en su conjunto, entre lo que es y lo que se dice que es, está en peligro por la incapacidad para proceder a una depuración de los elementos antidemocráticos del sistema.
La descomposición de la legitimidad del Estado salido del 78, ininterrumpida a lo largo de la última década, está favoreciendo al partido más disfuncional y menos democrático
La ministra de Defensa, Margarita Robles está en el vértice de esa incapacidad. En ese parecerse a España, Robles se defendió el miércoles atacando, peleando con el fantasma de los enemigos de España y reconociendo implícitamente que pertenece a ese Estado profundo que ha mostrado más miedo que vergüenza —y ninguna clase de templanza— en su manera de abordar el pulso independentista del año 2017. Hoy su posición corre peligro, no tanto por lo que ha ordenado hacer sino porque, con su cabeza política, Sánchez ganaría algo de margen para mantener la etiqueta de la calidad democrática. Si no ha caído aún es porque el despido de Robles sería una buena noticia —la prueba definitiva de la abducción de Sánchez por parte de esos enemigos de España— para quienes ven en la crisis del Estado la posibilidad de un cambio radical de paradigma: la oportunidad de pasar de la apariencia de la democracia plena a un sistema emanado de una nueva y fiera legitimidad.
La descomposición de la legitimidad del Estado salido del 78, ininterrumpida a lo largo de la última década, está favoreciendo al partido más disfuncional y menos democrático. Vox dirige la orquesta porque es la organización que más pronto se ha deshecho de la mística de la Transición. La intervención de Macarena Olona el pasado jueves en el debate sobre la apertura de la comisión de secretos oficiales ha sido uno de los ejemplos más estremecedores de esa propuesta.
Al fascismo que viene no le define la impertinencia de un señor en la cola del autobús o la cantidad de pulseras y complementos patrióticos que visten a un defraudador, sino la nueva legitimidad que quieren extender sus élites. En la tensión eterna entre fuerza y moral de los Estados modernos, los procuradores neofranquistas apuestan sin complejos por el desequilibro completo a favor de la fuerza. Ese nuevo principio —en realidad más viejo que las cerillas— parte de la idea de que todo lo que hagan los funcionarios de los cuerpos de seguridad del Estado, de las fuerzas armadas, y de los cuerpos judiciales es legítimo por el solo hecho de llevar uniformes. Hay que recordar (parece que hay que recordar) que la legalidad vigente, al menos virtualmente, cuestiona esa proposición. La Constitución y el Código Penal establecen que no es legal, porque no es legítimo, acceder al contenido de los móviles ni siquiera, o especialmente, de quienes tienen una ideología distinta a la ideología oficial del Estado.
El primer paso hacia otro ordenamiento que sí contemple la perfecta legalidad de la persecución de la Antiespaña es introducir primero esa otra legitimidad. Y la tarea no la está llevando a cabo solo Vox. Unas horas antes, en la sesión de control del Congreso, Inés Arrimadas, de Ciudadanos acusaba a los espiados de “lloriquear” por haber denunciado su caso. Confundida o confundiendo, la representante del partido autodenominado liberal habló durante la sesión del espionaje “legal” —algo a lo que no se atrevió una Robles que primero negó el espionaje y luego sugirió que era legítimo— y aconsejó a los independentistas que “si no quieren ser espiados, no delincan”.
Ciudadanos, PP, Vox y el PSOE realmente existente entienden el Estado como una fortaleza acosada por fuerzas malignas. Lo ven, o lo presentan como algo mucho más frágil de lo que en realidad es. Pero sobre todo, entienden que las razones de ese Estado no se deben a ninguna ética y que las protestas de quienes han intentado cuestionar esas razones —o de quienes en su legítimo derecho odian lo que significa la patria “España”— son por este orden exageraciones, noticias falsas, lloriqueos y pueden suponer, en último término, un castigo ejemplar aunque haya que forzar la interpretación jurídica vigente.
Pensamiento
Del Estado secreto
El secreto genera poder. Su práctica impide ver cómo es en realidad el semblante del Estado.
El otro país
En su carrera por sostener lo que queda del anterior consenso, Sánchez cuenta con apoyos. El esperado es el de un Partido Nacionalista Vasco que tiene muchos tiros pegados en lo de sostener las apariencias. El más inesperado es el de EH Bildu que, en la práctica, ha abandonado la tesis de que España es irreformable. O al menos la ha dejado en cuarentena en una estrategia que puede, en el medio plazo, abrir la puerta de una reforma de la Comunidad Autónoma Vasca, controlada desde hace décadas y con otros códigos por el PNV.
Los dos partidos, y un ramillete de organizaciones ajenas a la política nacionalista española, salvaron el pasado jueves el decreto de medidas para paliar las consecuencias de la guerra en Ucrania. Lo hicieron a pesar de que no creen en las explicaciones que el miércoles dio Margarita Robles sobre el espionaje de Pegasus. Apoyaron al Gobierno pese a que la reacción del PSOE ante el escándalo no ha dejado entrever ninguna voluntad de transformar esa condición antidemocrática en el núcleo del Estado.
Hoy, las organizaciones periféricas, la izquierda independentista y el espacio que nació como impugnación del sistema son el principal elemento que contribuye a sostener la democracia imperfecta. Del otro lado, el recambio está listo y, al contrario que en otros países de la Unión Europea, no procede de los arrabales del sistema sino que ha sido socializado en el corazón de ese sistema.
Cada día que pasa parece un poco más complicado ganar una nueva legitimidad que se contraponga y enfrente abiertamente la apuesta de cierre autoritario liderada por Vox, que encuentra complicidades en todo el arco de los partidos autodenominados constitucionalistas. Parece claro que la sonrisa, la ilusión y la gestión del actual estado de cosas son fórmulas agotadas. Mantener el trampantojo tiene su mérito —no es algo sencillo— pero frente a una apuesta decidida y fiera como la que encabeza la ultraderecha es necesario algo más que salvar las apariencias.