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La semana política
Aquel día histórico y un mañana confuso
Procedería comenzar con una metáfora pero el hecho es que, aquella mañana, la del 30 de septiembre de 2017, nada podía mejorar la realidad. Un sol discreto, no agobiante, el canto de los pájaros y la suavidad del ambiente mediterráneo que, por más que se empeñen, no pueden imitar los anuncios de Estrella Damm. No parecía el día previo a un momento revolucionario. O tal vez era el único día posible antes de un momento revolucionario. Un clima sereno, ni laboral ni de disturbios, simplemente propicio para cambiar las cosas de raíz. No iba a ser el día antes de la revolución, pero en aquel momento quedaba una pequeña duda. ¿Y si lo fuera?
Si pasaba algo o bien para que pasara algo, un puñado de medios y electrones sueltos con móviles, cámaras y dispositivos similares, habían montado una especie de fuerte de la comunicación alternativa en Can Batlló, a pocas calles del emblemático barrio de Sants en Barcelona. Había cautelas para que los drones o los helicópteros no lo tuvieran fácil para barrer la frecuencia, o el wi-fi, del centro de medios. En las calles de alrededor todo transcurría sin tanto ajetreo. La vida fluía, se oían los pajaritos, etcétera. La sensación acelerada del centro de medios parecía pasada de vueltas. Si no iba a haber una revolución, la búsqueda de contrarrevolucionarios en cada esquina parecía paranoica, pero ¿y si la había?
La mañana del 1 de octubre, en cambio, amaneció grisácea. En el distrito de Nou Barris, de Barcelona, las instituciones funcionaban al mismo ritmo pausado de domingo por la mañana. Estaban abiertos los bares y las panaderías, a lo lejos se escuchaban los silbatos de los árbitros de las competiciones deportivas del barrio. Pasaban los autobuses y los ciclistas con maillots fosforitos.
En el colegio Tomás Moro, el Estado de derecho, una de cuyas pautas básicas es poder darle patadas a un balón y salir a comprar el pan sin miedo a llevarte un guantazo, se convirtió en el Estado feroz, el monopolista de la violencia, pasadas las 13h. Aquel colegio se iba a convertir aquella mañana en una de las plazas icónicas de la jornada.
Salidos de Piolín, un crucero-hotel turístico hecho ciudadela para la ocasión, decenas de antidisturbios irrumpieron en aquel colegio, en uno de los distritos menos movilizados de Barcelona, para retirar las urnas del referéndum. No hizo falta que llovieran los golpes. El Estado a secas estaba marcando paquete sin mayor resistencia que una sentada y las manos levantadas. Tal vez ese es el único repertorio posible de un momento revolucionario.
En otros puntos, la actuación de Policía Nacional, Guardia Civil y Mossos d’Esquadra, por separado, sí degeneró en golpes, lesiones, amenazas y malos tratos. Nos enteramos de la dimensión del estropicio Piolín en el restaurante, comiendo el menú especial de domingo de un bar de curritos con pinta de institución de barrio. Barcelona no era el centro del mundo pero sí algo especial para el ojo global.
El 3 de octubre, en una huelga masiva ─más asociada al momento revolucionario que un referéndum ilegalizado─ aquel momento de transformación alcanzó su momento más desafiante. La respuesta del Estado iba a llegar más dura que el acero de Piolín, a través del discurso de su jefe, Felipe VI, determinado a impedir por lo civil, lo penal y con los puños apretados, el cambio por el que pujaba esa mezcla entre distintos procesos y un Procés que confluyó en torno al 1 de octubre y que se convirtió en un meme el 10 de octubre con una declaración de independencia que nació suspendida.
Lo que pasó, pasó. Ahora es irrelevante el hecho de si en aquel momento “la prensa extranjera” ─madrileña o europea─ veía con más o menos simpatía ese proceso, si se juzgaba con más o menos dureza a quienes cabalgaron esa ola, si se condenaba con suficiente contundencia a los más oportunistas o si se empatizaba de veras con quienes estaban dispuestos a transformar su historia al comienzo de la pasada década. Ahora mismo, todo forma parte de una amalgama de sentimientos, de vagos recuerdos de unas sociedades agotadas.
Vagos recuerdos de antes de ayer
A principios de la década pasada, una sensación de efervescencia transformó un cuerpo social abandonado a su suerte en el potencial motor de cambio de unas sociedades fracturadas generacionalmente y con un latente conflicto de clases. La corrupción había creado un boquete imposible de cerrar, una zanja que separaba a quienes habían colocado ladrillo a ladrillo las condiciones para la crisis de 2008-2009 y a las mayorías que estaban sufriendo las consecuencias de esa crisis.
En aquel momento, uno de los proyectos más exitosos de la transición, el llamado ‘pujolismo’, estaba expuesto a una denuncia múltiple de corrupción y expolio, exactamente igual que el sistema bipartidista español. Los movimientos por la vivienda ─la Plataforma de Afectadas por las Hipotecas (PAH)─ y la sanidad ─la Plataforma de Afectados por los Recortes Sanitarios (PARS)─ acumulaban legitimidad social.
Antes materiales que simbólicas, el lastre de las hipotecas sobre las clases populares y la extracción de recursos de la sanidad habían creado las condiciones para la impugnación general del sistema y sus instituciones intermedias. Una impugnación que se produjo en largas asambleas que funcionaron como una especie de libro blanco para un tiempo nuevo en la Plaza de Catalunya a partir de mayo de 2011.
Sumados todos los partidos que se proclaman de izquierda, incluido JxC, el domingo se alcanzará fácilmente el 80% de los votos. Y sin embargo, no son unas elecciones propicias para la izquierda
De “lo llaman democracia y no lo es” al “volem decidir-ho tot!” y de ahí al “volem votar” había una evolución lógica. Y sin embargo, en esa secuencia hubo un movimiento de invisibilización de parte de ese cuerpo social que reclamaba vivienda asequible y servicios públicos dignos. Una parte a la que se exigió que tomase partido en un proyecto que evitaba dar respuestas ─o respondía con trampas como “la vía eslovena”─ a las preguntas sobre la integración del proyecto de nuevo Estado en el contexto político marcado por el rescate económico de las economías del sur y la intervención política del eje Bruselas-Berlín sobre el contexto europeo posterior a la caída de Lehman Brothers. Los hombres de negro en la pantalla de los lazos amarillos. Al mismo tiempo, se produjo un movimiento de integración de quienes habían convertido la democracia en Catalunya en una gigantesca trama de corrupción.
La confusión generada por ese borrado y esa asimilación es de nivel: ya no es tanto que Laura Borràs, de Junts per Catalunya ─el espacio post-convergente─ declare a su partido “de izquierdas”, es que el 15,3% de los votantes de JxCat se consideran “de extrema izquierda”. Lo que quizá no diga tanto del partido de Carles Puigdemont como de la transformación del significante izquierda en un material de difícil catalogación, especialmente en Catalunya, donde la idea funciona para el anticapitalismo, un partido que integra al presidente de la cámara de comercio catalana, la izquierda jacobina, el desdibujado federalismo y un republicanismo con complejo de Edipo. Sumados todos esos partidos, el domingo se alcanzará fácilmente el 80% de los votos a opciones que se presentan “de izquierda”. Más que en ningún otro país de Europa. Y sin embargo, no son unas elecciones propicias para la izquierda.
Un mañana corriente
Dan lluvia para la mañana del 14 de febrero. La pandemia lo ha trastocado todo, hasta el funcionamiento habitual de las instituciones de barrio. Todos los desplazamientos están prohibidos entre las 22h y las 6h. Los bares y restaurantes abren dos horas para el desayuno y dos para la comida. Las actividades culturales terminan a las diez. Todo es raro, todos estamos raros. En ese contexto, nadie declara las elecciones del 14 de febrero como una fecha histórica. Al contrario, las elecciones apuntan a acontecimiento fallido, a festival de la abstención y, en lo puramente aritmético, prometen mantener el bloqueo político al menos hasta las próximas elecciones. Dentro de unos meses nadie se acordará de qué hizo cada hora del 14 de febrero.
Tres años y pico después del referéndum ilegalizado, casi diez años después del comienzo de la impugnación, las posibilidades de cambio han quedado arrumbadas en un escenario extraordinariamente incierto, lleno de promesas vacías de vuelta a lo anterior ─como si en lo anterior no hubiera desahucios y centros de salud cerrados hasta nueva orden─ o de llegada a una utopía al margen de cualquier historia.
Quizá lo más coherente sea terminar con una metáfora, algo que sirva para concretar las ideas lanzadas en el texto: las de unas mayorías movilizadas que ahora están reventadas, las de la ilusión de un cambio y sus distintas mutaciones, las de un Estado fuerte y torpe al mismo tiempo. Pero no hay metáfora, solo una imagen de la noche del 1 de octubre, casi ya en la madrugada del día 2. Unos jabalíes en las periferias urbanas hozaban pacientemente en la basura cuando un grupo de tres humanos los sorprendimos. Unos y otros nos miramos. Esas miradas no significaban absolutamente nada. Solo añadían más confusión respecto a todo lo que estaba pasando.
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Pues estoy de acuerdo con algunos comentarios, este es un artículo que no aporta gran cosa. Si no hay nada nuevo, agradecería no perder el tiempo. Aunque no niego que cada cuál escriba lo que quiera.
Lo que es confuso es el artículo... El cansino guión de la "equidistancia" de la izquierda "no nacionalista" española, con la obligatoria referencia al 15M, faltaria más!
O cuando desde el madrileño centrismo se quiere figurar sin mojarse, y sin decir nada relevante.
Un truño para decir absolutamente... nada.
[...] ¿Estado fuerte?... Para fuerza del Estado lo que tienes ahí colgado.