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La semana política
Eternamente separados
España, Italia y Francia se topan con la versión alemana del liberalismo. Comienzan a dibujarse las dos salidas a la crisis económica abierta por el coronavirus: el despliegue en forma de rescate social o el cierre por arriba que plantean los Estados del norte de Europa.
Un viaje alucinante, de lo micro a lo macro, sin salir de casa. Desde los interiores más lujosos en las casas de los dirigentes del Fondo Monetario Internacional hasta los ruinosos cimientos de una residencia de ancianos en Morata de Tajuña. Exteriores: el supermercado y una fila con los cubos de la basura. Está lo que no se ve —el bullicio de miles de personas entrando cada día en centros de trabajo del tamaño de una ciudad— y la gasolina que se huele a través del aire limpio en las calles de las metrópolis. Todo está aquí, nos lo trae Google, sale de la nube de Amazon, y todo está fuera, al otro lado de la ventana. Inalcanzable. El nuevo orden nos pilla tratando de quitarnos el pijama.
Cada cambio de época tiene palabras nuevas, conceptos que se fijan y se lanzan hacia el futuro. La elección de algunas de esas palabras está determinada por el efecto que provocan. Sirven mejor las que encierran menos cinismo, se reclama un lenguaje sencillo y se premia lo que suena auténtico. La disciplina social aparece como un imperativo moral que tapa una renuncia al libre albedrío a favor de un bien común. Es preferible referirse a la disciplina antes que hablar de un estado policial. Otras palabras como confinamiento se introducen en el habla de videoconferencias y artículos. Por motivos obvios se prefiere a encierro. No es necesario explicar que EPI significa Equipo de Protección Individual y resulta divertido ver a dos políticos tropezando con la palabra casuística en sus discursos.
Surgen también nuevos héroes y nuevos villanos. Cada bancada elige los suyos. Las propias son las sanitarias, enfermeras, hogares o aparadoras, trabajadores de la manta que hacen máscaras y equipos de seguridad. Los ajenos, los donantes eventuales que aportan solo lo que ganan en unos minutos, lo que recuperarán a través de esquemas fiscales en los que el altruismo es siempre decorativo.
Fernando Simón pasa por las dos fases. Es director desde 2012 del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias pero esta semana le cae mal a Carmen Lomana y desde la derecha se pide su dimisión. Simón no encendió el pánico cuando compareció una semana antes del estado de alarma. No lo ha encendido desde entonces y eso no se lo perdonan quienes no consideran peligroso que los trabajadores de Airbus, de Arcelor, de Correos o miles de empleadas de hogar, siguen entrando en el tajo todas las mañanas porque el ritmo no puede parar. Porque la salud laboral se concibe como una salud de ringorrango.
Encontrar a un chivo expiatorio cubre una necesidad individual, lanzar a un puñado de trolls, reales o creados mediante algoritmos, mantiene la política de partidos en el mismo punto en el que se ha entrado desde el escándalo de la manipulación de masas de Cambridge Analyitica.
Funciona mejor si se puede enfocar en una sola persona, en un solo momento. Ampliar el foco sobre los mercados o los factores estructurales no sirve para una campaña sostenida de intoxicación. Así, el problema no es el deterioro del sistema de dependencia o cuidados a la vejez, si no la maldad intrínseca de dos o tres monjas. El problema no es que el Gobierno vaya a destinar miles de millones de euros para rescatar empresas que siguen generando beneficios, si no que Pedro Sánchez sea el responsable de la compra de una partida de test defectuosos. No la estafa del rescate financiero de 2008, sino el timo de 50.000 test fallidos. El problema no es que Zapatero desmantelase en un minuto y medio de 2010 el estado de bienestar, sino que ahora ejerza una diplomacia externa a los deseos de Estados Unidos. No culpes a los mercados por la rapiña, ni a los Gobiernos del PSOE y el PP por haber desindustrializado el país, culpa a las administraciones por no ser las más listas de la clase en la competición global por el material sanitario de urgencia. La misma consigna de hace dos semanas sigue siendo válida: lo importante es parcelar, estratificar la información; mantener eternamente separadas causas y efectos.
Hay ganadores en esta crisis. Son las grandes empresas de logística y distribución. Gana Amazon y pierden los trabajadores de sus plantas de San Fernando de Henares y el Prat de Llobregat. Las grandes cadenas de distribución alimentaria ganan, los pequeños comercios de alimentación, mientras, denuncian abucheos y broncas de vecinos por permanecer abiertos. Otros sectores no pierden con la crisis: consiguen que sean los trabajadores y las trabajadoras las que se paguen su despido en cómodos plazos, pues los subsidios son pagados por las retenciones practicadas en las nóminas. Pierden quienes perdían antes del 13 de marzo. Esa masa a la que llamamos “precariado”.
La década perdida desde la crisis de 2008-2010 dejó una caída del gasto social en términos absolutos de 15.000 millones en euros constantes de 2010. El Gobierno anunció el martes 17 de marzo un paquete social de 17.000 millones. Una buena noticia, la corrección sobre el recorte anterior, que quedó empequeñecida a lo largo de la semana, a medida que se iban conociendo las cifras de despidos colectivos e individuales. La crisis del coronavirus se topa con su primer final de mes.
De lo micro a lo macro
Comienza a cerrarse la oportunidad para que la crisis del coronavirus suponga un punto de arranque para la recuperación de los servicios públicos, para poner en el centro de la economía la reproducción de la vida. Los países del norte de la Unión Europea, el entorno de Alemania, han advertido de que no quieren un cambio de orden. Las reglas son las mismas que se aplicaron a Grecia en 2015. No existe la solidaridad europea sino la suma cero: para que a la banca alemana no se le vea el cartón es necesario seguir fijando una mirada severa en el despilfarrador “sur”, aunque solo haya hecho lo que se le ordenó. El capital del norte no quiere mutualizar las deudas. El espacio Schengen, por cierto, está virtualmente eliminado.
La separación entre el proyecto cultural europeo, los “valores” que encarna la UE, y la devaluación competitiva en que se ha basado la Europa realmente existente se acentúa cuando lo micro —la pobreza vivida en cada confinamiento, la incertidumbre sobre lo que será de cientos de miles de personas— revienta las costuras sociales de cada país. Italia, España y Francia son las zonas cero del desastre económico del coronavirus. Cualquier actuación contra sus poblaciones amenaza con dinamitar a la Unión Europea tal y como la conocemos.
El proyecto europeo no quiere cambiar el lenguaje del viejo orden. No hay espacio, nos dicen, para la vuelta del vocabulario de los derechos, de los cuidados y del bien común. Todo lo demás, la vía que se ofrece es la del camino particular de cada país. Una vía demasiado incierta, pese a las ofertas de intervención de China y Rusia. De momento, el grupo de los 27 se ha dado 15 días para presentar un plan de choque a la crisis. Italia y España no podrán esperar para introducir nuevas medidas de rescate social.
En España los conceptos que se introducen son la suspensión de alquileres y la renta básica de cuarentena. Antes de decidirse a lanzar esas nuevas palabras para la nueva situación, el PSOE pasará de nuevo por la tentación de recorrer el desfiladero de la “unidad nacional” que le acompaña desde 2011. Abrazarse al PP y a Ciudadanos para volver a ser el manso y modélico país en venta que fue la España de Rajoy.
Eternamente separados en las conversaciones, lo macro y lo micro funcionan hoy bajo la misma lógica de emergencia. Las preguntas que se hacen millones de hogares —de qué viviremos cuando los arrendadores se cobren las facturas, cuando la eléctrica pase sus recibos, cuando no sea posible afilar una vez más la tarjeta en el supermercado— esperan una respuesta macro que todavía no ha llegado.
Día 14 de confinamiento.
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Siento decirlo pero no entiendo por qué Holanda o Alemania se tienen que hacer cargo de los errores de España. Aquí se han llevado a cabo multitud de obras faraónicas que para colmo después no se les ha dado ni uso, pero sin embargo no tenemos dinero para comprar unas putas mascarillas que cuestan unos céntimos de euro. Entiendo que los países del norte de Europa no quieran ayudarnos.