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La semana política
Épica grotesca y frío
En unas sociedades pasadísimas de rosca, el lenguaje de la épica, el tipo de retórica que remite a los ardores del siglo XX pasa, en el mejor caso, a ser olvidado en un instante. En el peor de los casos suponen un insulto que no provoca reacción sino más fatiga y agotamiento. Inmune a la enorme disonancia entre ese relato y el verdadero estado mental de los pueblos a los que se dirige, esta semana el comisario europeo de Exteriores, Josep Borrell, ha llevado esa capacidad para insultar la inteligencia de la ciudadanía a su paroxismo.
Muy probablemente, Borrell se debió encantar a sí mismo cuando comparó el esfuerzo que deben hacer los pueblos europeos ante la guerra con las medidas de lockdown contra el covid-19. Borrell defendió que esos esfuerzos contra Rusia tienen “que ser una movilización de los espíritus, de las actividades, de las actitudes individuales en un compromiso colectivo para hacer frente a una tarea que es sin duda histórica y que hemos empezado demasiado tarde pero más vale tarde que nunca”.
Guerra en Ucrania
Encarar la guerra de Ucrania desde el pacifismo y el ecologismo
No son las únicas frases que, con suerte, quedarán olvidadas sobre este penoso trance. Algunas de las de Borrell son aún peores —“Los europeos necesitan que el ruido de las bombas a las cinco de la mañana al caer sobre Kiev les despierte de su sueño de bienestar”—, pero aquella en la que pedía la movilización de los espíritus venía acompañada de esa demanda de un esfuerzo de guerra, que explicado sucintamente, consiste en que los particulares disminuyan el consumo de gas —usen menos la calefacción— para evitar que la UE financie la guerra de Vladimir Putin.
Es difícil tomar en serio el nos mayestático en el que el comisario pretende incluir a esas sociedades a las que se refiere, y aún lo es más que nadie asuma las culpas por haber empezado tarde a hacer no se sabe qué. De hecho, la asociación entre el aumento del precio de la energía y la guerra de Ucrania parte de una falacia: la inflación del precio del gas ya se había disparado antes del 24 de febrero —fecha de la invasión— y está relacionada con un sistema que, pese a ser distinto en el conjunto de países de la UE, tiene en común su carácter especulativo y la creación de oligopolios derivado del sistema marginalista de fijación de precios. Solo la modificación de ese sistema —algo a la que la Comisión Europea ha abierto la puerta esta semana pero que aun no se ha producido y encontrará resistencias del capital— y no la bajada del consumo particular de los hogares, podría tener un efecto real en la reducción de la factura energética, pero no es factible que a corto plazo eso vaya a tener ninguna influencia sobre el curso de la guerra.
Así es el lenguaje europeo de la guerra en el siglo XXI, un remedo de la ya de por sí grotesca retórica bélica del siglo XX
El sonido de las bombas a las cinco de la mañana, sin embargo, quizá nos haga olvidar que Borrell ha sido uno de los beneficiados de ese sistema de fijación del precio de la energía, como exdirectivo de dos energéticas, Cepsa y Abengoa, donde cobraba 300.000 euros al año. Ese sueño de bienestar haya hecho olvidar tal vez la complicidad de las élites políticas europeas con Vladimir Putin y su proyecto de nacionalismo financiado por las plusvalías de la energía fósil. Con su “vamos tarde” Borrell quizá se refería al momento en el que se ha renunciado a los salarios y patrocinios de todo tipo con los que los hoy malvados oligarcas rusos de Gazprom, Rosneft o Lukoil han favorecido a una élite europea que ahora entona un discurso de unidad contra el invasor.
En ese “vamos tarde” se comprende que también entra una disculpa porque, a pesar de las denuncias sobre la violación sistemática de los derechos humanos, del caso Pussy Riot, y de las infames leyes contra la propaganda LGTBIQ, la diplomacia global realmente existente adjudicó a Rusia la organización de la Copa del Mundo de Fútbol de 2018, que se convirtió en una pasarela de jefes de Estado y grandes empresarios.
Los beneficios privados de las largas décadas de entendimiento con Putin —como por ejemplo los que regaron a la Casa Real española, un episodio que describe Ana Romero en su libro sobre Juan Carlos I Final de partida— se deben convertir, por arte de la retórica bélica, en el arrepentimiento, los remordimientos y el propósito de enmienda de las sociedades europeas, que han empezado demasiado tarde a actuar.
Así es el lenguaje europeo de la guerra en el siglo XXI, un remedo de la ya de por sí grotesca retórica bélica del siglo XX. No funcionó completamente en las guerras mundiales ni entre ellas pero hoy el lenguaje del poder opera con armas de propaganda que son al mismo tiempo refinadas y una máquina de aumentar la molicie y el sí acrítico a la violencia certificada como legítima.
Meta, la nueva encarnación de Facebook, ha garantizado que permitirá el lenguaje del odio contra Rusia en sus principales plataformas Facebook, Whatsapp e Instagram, como forma de contribuir al esfuerzo de guerra. De nuevo, será conveniente mirar hacia otro lado ante el hecho de que la oligarquía rusa ha sido el eje de bóveda del nacimiento de las industrias del odio, que ha usado Rusia como su base de operaciones para implantar un programa de intoxicación desde los medios de comunicación social en episodios como el exterminio rohingya en Myanmar o el auge del supremacismo blanco en occidente.
La impotencia
La impotencia ante los crímenes de guerra ordenados por el Gobierno de Putin, ante las imágenes del bombardeo de la maternidad de Mariupol, no permite encontrar palabras. Metafórica y literalmente solo queda el frío.
Marina Garcés dio con una frase clave de nuestro tiempo: “Lo sabemos todo pero no podemos nada”. La ciudadanía no tiene en este momento ninguna voz, ninguna capacidad de cambiar el curso de unos acontecimientos que se proyectan sobre el futuro con una sombra angustiosa. La falta de otro lenguaje consigue que ese lenguaje fake de las élites permee en el conjunto de la sociedad, también entre críticos y críticas habituales con el statu quo.
Esa “movilización de los espíritus” a la que apela Borrell pretende dejar fuera a quienes defienden que el envío de armamento a la guerra de Ucrania, o el uso de las redes sociales para difundir el odio, solo traerá como resultado más muerte y más crímenes. Las voces por debajo, aquellas que recuerdan que el destino al que van a pasar la guerra los millonarios rusos es el mismo en el que ha pasado su breve destierro el rey corrupto, nuestro oligarca particular, son marginadas de la conversación. Sí tiene hueco en esa esfera pública la dialéctica de la extrema derecha, acostumbrada a celebrar la muerte, ya sea la de las vidas que son prescindibles en sus cálculos, ya la de los “valientes” enviados a morir por los canallas en nombre de la patria.
Ese “no podemos nada” de Garcés, que parte de un realismo descarnado, es un punto del que partir mucho más útil en estos momentos que el vacío “compromiso colectivo” —sin distinción entre las condiciones materiales de unos y otros— con el que Borrell trata de borrar la asimetría de las responsabilidades en el ascenso de Putin y el nacionalismo supremacista ruso. Desmontar el cinismo y desarbolar la épica vacía es un comienzo para sacarnos el frío del cuerpo.