Música
‘Maxinquaye’, el monolito de Tricky

Maxinquaye, el primer disco de Tricky, se adelantó tanto a su tiempo que hoy en día sigue siendo un monolito esperando una civilización real de músicos a su encuentro.

Tricky, en la época de ‘Maxinquaye’
Tricky, en la época de ‘Maxinquaye’.
29 jun 2018 06:00

El milagro se dio en el meridiano de los años 90. Un ser bristoliano con el sobrenombre de Tricky se sacó de la manga Maxinquaye, el disco que pudo haber cambiado la cultura de la nostalgia por la del retorno de aquella revolución inconclusa conocida como postpunk.

Sin embargo, la herida causada por las hordas revivalistas del britpop fue demasiado profunda como para que un titiritero de la androginia, tanto en su imagen como en lo musical, pudiera encabezar un severo atentado contra los consensos de la industria pop dominante, racista en su manera de aplicar continuamente el whitewashing sobre toda bifurcación sonora que oliera a afro, caribeño o asiático.

Contra la regresión actitudinal promovida con luces de neón, Reino Unido fue testigo de una liga de las sombras donde grupos como Disco Inferno, Moonshake, Laika, Stereolab, Main, Scorn o Flying Saucer Attack conjugaron afrofuturismo, filosofía krautrock e impulso marcial contra todo estereotipo alienante del retro-pop dominante en aquel apocalipsis neoliberal, enfatizado en el ocaso del segundo milenio.

Desde otra barricada, Bristol se erigió como centro de operaciones de una ofensiva destinada a la verbalización de un dolor demasiado grande como para poder celebrarlo. El trip hop fue su bautizo y la extirpación de la agresión del hip hop, su modus operandi.

Como un funk sin groove, Massive Attack arrastraron a la comunidad a un baile a solas, ajeno a la identidad comunitaria de la liturgia dance, que parecía insuflar de negritud el vacío existencial dictaminado por los Joy Division de “Heart and soul”.

Dicho concepto fue sublimado en Dummy de Portishead y descentralizado por Tricky en Maxinquaye: una torre de Babel de sonoridades extrañamente reconocibles, abrigadas por una voz multiplicada a través de Martina Topley-Bird, canal dominante en un disco donde femineidad es igual a fuerza y masculinidad, a la tensión perdida en el gusto de Tricky por el travestismo y su desapasionada aflicción en el inolvidable estribillo de “You don’t” e, incluso, la vigorosa pero mecánica crecida rap de “Brand new you’re retro”.

En su momento, Ian Penman, padrino de la generación de periodistas británicos formada por Mark Fisher, Kodwo Eshun y Simon Reynolds, se refirió a “Aftermath”, el primer single extraído del álbum como “Fantasmas… ¿replicantes? La electricidad nos ha hecho ángeles. La tecnología (del psicoanálisis a la vigilancia), nos ha hecho fantasmas. El replicante (“tus ojos se parecen a los míos…”) es un vacío parlante. Lo que asusta en ‘Aftermath’ es que sugiere que en la actualidad todos lo somos. Vacíos parlantes, hechos solo de fragmentos y cotas… contaminados por las memorias de otras personas... a la deriva…”.


La misma idea de inaugurar las hostilidades contra el deprimente reinado de Blur y Oasis a través de una distopía en clave blues futurística puso a Tricky en el punto de mira de una parte de la prensa británica contraria a la imposición de un Swinging London de postal, para la que las películas de Austin Powers tenían tanto de parodia como de intenciones parecidas en su envasado y consumo.

Ante la táctica de la nostalgia y el apego familiar por un pasado idealizado hasta el paroxismo, Maxinquaye ejerció de virus mutante. Un intruso, donde la muerte de la estrella pop era un efecto colateral.

No en vano, “Abbaon fat tracks” es la difuminación de la personalidad en el pop, su aletargada intranscendencia hidropónica se materializa en un estado permanente de desintegración. Su fantasmagorización reproduce las constantes de la inconcreción temporal destinada en cortes que parecen surgir de diferentes direcciones perdidas entre el pasado y el futuro. La quintaesencia del anacronismo, exaltada desde la crackología impuesta en el roce de la púa que surca “Hell is round the corner”, precedente conceptual del dub psicofónico de Pole y la obsesiva descontextualización, a todos los niveles, aplicada por Burial en cada nuevo esfuerzo discográfico.


Como bien expresa Mark Fisher en su memorable ensayo, recientemente editado en español por Caja Negra, Los fantasmas de mi vida: “Cuando una década más tarde escuché a Burial por primera vez, inmediatamente pensé en Maxinquaye como una referencia. No solo era en el uso del crepitar del vinilo, característico de ambos discos, lo que sugería la afinidad. También era el ambiente que predominaba, el modo en que la tristeza sofocante y una melancolía murmurante sangraban sobre el erotismo del mal de amores y la alocución onírica. Ambos discos se sentían como estados emocionales transformados en paisajes, pero mientras que la música de Burial conjura escenas urbanas bajo la llovizna permanente de Blade Runner, Maxinquaye parece tener lugar en un desierto tan delirante y daliniano cono el espacio de iniciación que atraviesan los personajes en Walkabout de Nicolas Roeg”.

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La intención de emborronar líneas temporales, creando una burbuja donde la memoria es continuamente burlada, parece querer invocar la presencia de Zafiro y Acero, agentes extraterrestres espaciales —protagonistas de una delirante serie británica con el mismo título emitida de 1979 a 1982— llamados a arreglar las taras producidas en el túnel del tiempo.

De excavar entre los pasados no vividos y los futuros alien tomaron buen ejemplo Gonjasufi en su endogámico tratado anti-pop y Danny Brown en su álbum Atrocity exhibition, titulo directamente extraído del corte con el que se abre el Closer de Joy Division. Al igual que el genial expedicionario rap de Detroit, Tricky introdujo el gen desfunkizado del hip hop entre la irradiación art-pop y la  desterritorialización genérica del postpunk.

En “Suffocated love”, el exotismo, anestesiado en formol, verbaliza la misma disposición de la saudade que llora melancolía. Como Swamp Children, extravagancia postpunk surgida de una ramificación de A Certain Ratio a principios de los años 80, con el que encontraron la habitación roja entre dos mundos irreconciliables. La evasión no era el objetivo, sino habitar en un Mánchester con playas inmensas en vez de en los charcos gigantes podridos de estertores industriales.

Maxinquaye se identifica plenamente con esta clase de ilusión sónica, vertida en el ADN de la docena de escenas captadas, entre un entramado infinito de tendones rítmicos alienígenas —así como en la máquina de huesos a lo Tom Waits que soporta “Ponderosa”— y un violento simbolismo religioso; también desde la misma épica sacra instrumental de “Pumpkin”, tan reminiscente de los Depeche Mode de Songs of faith and devotion. Migas de pan dentro de un laberinto donde cada puerta cae como una ficha de dominó sobre la anterior.

Maxinquaye se adelantó tanto a su tiempo que, hoy en día, sigue siendo un monolito esperando una civilización real de músicos a su encuentro.


Hasta 1999, Tricky siguió enviando mensajes desde el futuro como Nearly God, un tratado vanguardista que no deja de crecer con los años, donde parece encontrarse la prehistoria atonal del footwork, y asociaciones como la realizada en 1999 junto a DJ Smuggs. Incluso, su reveladora alianza con Björk en “Headphones”: el otro gran azote de los años 90 contra los estados de ultra normalidad instaurados, desde entonces, por la monarquía pop.

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