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Flamenco
Abandonarse a la entraña: La influencia del flamenco en María Zambrano
Basta con ubicarnos en Vélez-Málaga, cerca del mar, pero también de la tierra fértil de la Axarquía, para nombrar los orígenes de la pensadora malagueña y encontrar en ellos la raíz de su propia metafísica. Desde la ventana de la casa en la que nace María Zambrano comienza a filtrase el sonido de los cantes de Juan Breva mientras es acunada por su madre. La niña María interioriza el registro jondo de las malagueñas del cantaor veleño al mismo tiempo que aprende a hablar y caminar.
Escribe María Zambrano en El hombre y lo divino que “la epifanía es lo que tiene toda realidad que accede por fin a hacerse visible” (1). Y es precisamente lo que ocurre con la influencia del flamenco en ella, es una evidencia que requiere de epifanía de la realidad. Basta con ubicarnos en Vélez-Málaga, cerca del mar, pero también de la tierra fértil de la Axarquía, para nombrar los orígenes de la pensadora malagueña y encontrar en ellos la raíz de su propia metafísica. Desde la ventana de la casa en la que nace María Zambrano comienza a filtrase el sonido de los cantes de Juan Breva mientras es acunada por su madre. La niña María interioriza el registro jondo de las malagueñas del cantaor veleño al mismo tiempo que aprende a hablar y caminar. Una sincronicidad que no es indiferente en su biografía sino más bien anunciadora de un destino, como más tarde confesará en su obra autobiográfica Delirio y Destino “el andaluz dice en coplas su metafísica de la soledad, de la angustia, de la libertad (2)”. Es la María madura y sosegada la que escribirá estas palabras en fiel reconocimiento a su identidad y sus orígenes, elevándolos a un lugar privilegiado.
Cuando hace mucho tiempo comencé a leer a María Zambrano observé enseguida que hay algo en ella que atrapa y que va mucho más allá de la impecable belleza de sus palabras. Se trata de algo que le nace al escribir y que, a pesar de los profundos cambios vitales atravesados por el exilio, no abandona a lo largo de su vida. Me refiero a que su obra completa muestra un sentido musical jondo que subyace al texto, a la idea, a la razón misma. No es una melodía creada sino enraizada en la vida. Y así lo escribe en Claros del Bosque “ha de ser por la música que en el inimaginable corazón del tiempo viene a quedarse todo lo que ha pasado, todo lo que pasa sin poder acabar de pasar, lo que no tuvo sustancia alguna, mas sí un cierto ser o avidez de haberla (3)”. Coloca a la música en un lugar de preeminencia como fuente y apertura al conocimiento profundo, a la entraña. Lo tiene muy claro y se hace cargo de ello. Puede verse en muchos lugares de su obra, pero de manera contundente cuando aclara sin balbucear en Notas de un método “estas Notas de un método no son anotaciones, sino notas en sentido musical, lo cual impone, más que justifica, la discontinuidad(4)”. La pretendida discontinuidad de María Zambrano no es más que su afán por colocarse en otro lugar distinto a “la continuidad perseguida por Occidente el más grave de sus obstáculos” -en palabras de ella misma-. Porque sabe que sólo a través de la escucha de la melodía original, y no de las antinomias del pensamiento, se llega a la apertura del conocimiento profundo, del misterio que asiste a la experiencia humana.
Una vez regresa de su largo exilio, admirada por tanta gente y especialmente acompañada por su amigo Juan Fernando Ortega, evocará unas palabras que alguna vez le dijo su madre “las malagueñas de Juan Breva fueron tu nana”. Y con este recuerdo confiesa la persistencia en ella del cante jondo, que se le aparece como una huella imborrable de lo indeleble. Imborrable y persistente. El flamenco llega a salvar a María. El sonido de las castañuelas es para ella una salvación en el exilio como le cuenta a su amiga Rosa Chacel en carta de 31 de agosto de 1953. La carta me parece de una belleza irrenunciable porque confiesa con entusiasmo su apariencia gitana, su necesidad de escuchar flamenco, lo hace con gracia y nostalgia:
“Me decían que parecía una gitana, bueno ¿acaso no lo soy algo? ¡y gracias a Dios! Mira “Las Circunstancias” que diría el Maestro. ¡Ay Señor! Me han revelado que tengo algo de bailarina; bueno, de bailaora. Como he tenido que dar miles de conferencias y algunas en circunstancias particularmente atroces -aquel año en Puerto Rico en los mismos días que caía París con mi madre y mi hermana dentro- eché mano de unos discos de Antonia Argentina y uno de ellos, “La Corrida” de Valverde, ¿la recuerdas? con sus castañuelas me daba alma o me la despertaba para ir a hablar de Séneca, del estoicismo español y hasta de Plotino el egipcio. Por eso no me he muerto(5)”.
Esto no puede más que alertarnos de una hermosa evidencia: el flamenco en María Zambrano es la antesala misma de su razón poética. Y lo es en el sentido de que provoca en ella, incluso cuando el tiempo ha sido extenso en su vida, el efecto del abandono, del reencuentro y del renacer mismo para construir mundos; aquellos mundos que nacen del sentir originario -que ella llamó entraña-. La manera en que María construye mundos desde eso que nombra como “metafísica del andaluz” lo plasma en algunos lugares de su obra, enseñándonos que ha interiorizado e incorporado a su vida la epistemología misma de lo jondo expresada en el flamenco. Encontramos en ella un continuo viaje hacia los ínferos del alma como un proceso continuo de abandono, al modo en que lo hacen las cantaoras y las bailaoras flamencas. Llega a delirar en una suerte de indecible imposibilidad. Y así, no dudará en hablar del “delirio” como un estado que alcanza tras la muerte de su madre en busca de la verdad en su esqueleto(6). Pero también conocerá el fuego que provoca el silencio, en parecido efecto al éxtasis de la mística sufi que tanto comparte con el flamenco. María conoce los estados de abandono a los que solo se puede acceder por la comprensión completa del quejío del alma, y así lo describe en Hacia un saber sobre el alma “me fui volviendo oído y al volver para mirar, nadie me escuchaba. Sin recinto sonoro, y aunque hubiese aprendido a escribir no podría hacerlo; criatura del sonido y de la voz de la palabra que llega un instante y se va a visitar quizás otros nidos(7)”. Tan hondo es el descenso hasta llegar al “abismo donde todo latido, toda vibración, entra para pasar a ser vida”, continuará diciendo.
Una vida que, al ser encarnada en su cuerpo de mujer, adopta unas connotaciones especiales; el delirio pasará por su cuerpo sexuado alcanzando a los ínferos, que después será revelación, luz, hasta al fin desvelar el misterio y nombrarlo: “la vida de la mujer es la vida del alma (8)”. Alma entregada a la gracia de lo jondo, de lo remoto, de lo eternamente operante. Una evidencia que, como escribe en La confesión, género literario, "muestra algo que ya estaba. Se trata de redescubrimiento. No es una verdad nueva, sino una forma que toma algo que ya se sabía, y que ahora penetra en la vida moldeándola; es algo que antes no operaba y que ahora se ha vuelto operante (9)”.
Notas
(1)María Zambrano, El hombre y lo divino, Madrid, Siruela, 1991, p. 245.
(2) María Zambrano, Delirio y destino. Los veinte años de una española, Centro de Estudios Ramón Areces, Madrid, 1998, p. 79.
(3)María Zambrano, Claros del bosque, Cátedra, Madrid, 211, p. 223.
(4) María Zambrano, Notas de un método, Tecnos, Madrid, 2011, p. 62
(5)Carta a Rosa Chacel, edición de Ana Rodríguez-Fisher, Cátedra, Madrid, 1992, pp. 42-43.
(6) Idea que recoge en la edición de Delirio y destino, editorial horas y HORAS, Madrid, 2011, p. 7.
(7) María Zambrano, Hacia un saber sobre el alma, Alianza Literatura, Madrid, 2008, p. 222.
(8) Expresión de María Zambrano recogida en su artículo titulado “Eloisa o la existencia de la mujer”, publicado en 1945 en la revista Sur.
(9) María Zambrano, La confesión género literario, Siruela, Madrid, 1995, p. 35.