Tecnología
Solo quedan máquinas de follar chocando entre sí

Probablemente, en pocas épocas de la humanidad ha existido la posibilidad de tener tan poco contacto humano auténtico con otros congéneres como en la nuestra.

La historia es carne de prensa sensacionalista. Lily Phillips, una joven británica de 23 años productora de contenido erótico, se propuso acostarse con 100 hombres en un solo día y documentar la jornada en vídeo para comercializarla. En el momento de escribir estas líneas, el mediometraje en YouTube —que no contiene escenas explícitas— cuenta con más de 8 millones de visualizaciones. A diferencia de la mayoría de los medios de comunicación, el digital alemán Overton publicó a comienzos de enero un artículo de Stephan Schleim en el que se recogían otras cifras que iban más allá del titular. Así, leemos que Phillips tiene una página de Only Fans con la que ganó 13.000 dólares durante el primer mes de actividad, que cuenta con unas 3.500 fotografías y 400 vídeos en su catálogo y emplea a nueve personas. Además de su página de OnlyFans —en la que ofrece también servicios personalizados previo pago—, la modelo también tiene una cuenta en PornHub, otra en Instagram (683.000 seguidores) y una tercera en X (848.000 seguidores).

Schleim describe desapasionadamente la jornada como sigue: “El rodaje estuvo acompañado de agentes de seguridad, que no quisieron ser enfocados por las cámaras y cuya profesionalidad es elogiada por la asistenta personal de Phillips […]. Todo el evento duró cerca de 14 horas. Se habían calculado cinco minutos por hombre, para lo que hubiesen sido suficientes 8,5 horas, pero también se habían de calcular las pausas para ducharse o comer algo entre medias. Una vez terminado el trabajo, la modelo aclaró al director con toda profesionalidad su procedimiento. Cada participante fue saludado del mismo modo: ‘¿Cómo te llamas? ¿De dónde vienes? Estupendo que hayas venido. Puedes colgar aquí tu ropa. ¿En qué posición habías pensado?’ La jornada, con todo, no avanzó sin problemas, ya que algunos hombres se quejaron de contar solamente con dos o tres minutos para el coito, lo que no les alcanzaba para la eyaculación”.

¿Por qué un negocio multimillonario como el de las aplicaciones de citas iba a permitir que sus clientes encontrasen una pareja estable y lo abandonasen?

Más allá de la obvia cosificación de la mujer, en esta narración aséptica que ofrece el digital alemán resulta cuando menos chocante la idea de sexo maquinal, la idea de sexo como algo así como una cadena de producción taylorizada. De un sexo sin amor y sin erotismo —“cuando nos metemos en la cama hay una rutina de cómo íbamos a hacerlo y a veces te disocias porque no es como sexo normal”, confiesa Phillips—, y quizá incluso sin interés pornográfico, como espectáculo olímpico del rendimiento humano, como titular de shock que otorga los proverbiales cinco minutos de fama de Warhol —quizá algo más, gracias a las redes sociales— y nada más. De los 100 hombres con los que acostó, según recoge el artículo de Overton, Phillips asegura que sólo se acuerda de unos diez.

Quizá este episodio sea signo de los tiempos. ¿Qué hubiesen relatado J.G. Ballard o William Burroughs de un suceso como éste? ¿Qué hubiera escrito Jean Baudrillard, que tanto reflexionó sobre la hiperrealidad, el fenómeno por el que las experiencias simuladas comienzan a ser percibidas como más reales que las reales mismas? Phillips ya ha adelantado su intención de superar este récord y acostarse en los próximos meses con un millar de hombres en 24 horas, para lo que ya ha iniciado una campaña de búsqueda de candidatos, a los que se requiere que envíen su fotografía junto a un documento de identidad personal para verificar su autenticidad. Lo que equivaldría, según el cálculo del autor del artículo para Overton, a unos 1,5 minutos por cada hombre (siempre y cuando se acueste con uno y no dos o varios a la vez).

A pesar de haber manifestado que haberse acostado con 100 hombres en un sólo día la había dejado psicológicamente exhausta, la modelo ya ha declarado a la prensa británica que se está “entrenando” (sic) para superar la anterior marca: “Intentaré estar con el millar tan rápido como sea posible, esperando que me lleve unas 15, 16 ó 17 horas”.

Quemados por las aplicaciones de citas

“Todo lo sólido se desvanece en el aire”, constataban en 1848 Karl Marx y Friedrich Engels en El manifiesto comunista al hablar de las relaciones sociales y las relaciones de producción bajo el dominio de la burguesía. Como es notorio, esta frase es citada cíclicamente —quizá demasiado— y siempre parece tener más fuerza que la última vez.

Probablemente, en pocas épocas de la humanidad ha existido la posibilidad de tener tan poco contacto humano auténtico con otros congéneres como en la nuestra, en especial allí donde se concentran más personas, como es en las grandes ciudades. Uno puede vivir perfectamente en un apartamento solo, levantarse, consultar las noticias o escuchar la radio en su teléfono móvil, seguir enganchado a él mientras se desplaza en transporte público aislándose del resto de viajeros con unos auriculares, trabajar en una oficina frente a un ordenador —quizá también sin separarse de los auriculares para aislarse así del resto de compañeros de trabajo—, comer en restaurantes de comida rápida en los que el pedido se hace en una pantalla táctil y se recoge en un mostrador, o hacérselo entregar en el trabajo, o en casa. Uno puede tomar un par de libros prestados de la biblioteca con el sistema de código de barras y comprar en las cajas rápidas del supermercado antes de volver a casa para cenar, ver una serie de televisión en una plataforma de televisión por suscripción e irse a la cama a dormir. En una vida así, un encuentro o una conversación casual resulta casi una pérdida de tiempo —un tiempo que únicamente puede destinarse a la producción y el consumo— y una fuente de frustración. Los espacios y organizaciones comunitarias aparecen casi como reliquias del pasado.

Poco sorprendentemente, en esta realidad en la que las relaciones sociales están mediadas de manera abrumadora por el capital se han multiplicado desde hace unos meses los artículos que recogen una sensación generalizada de “fatiga” por el uso de las aplicaciones de citas. El uso de estas aplicaciones, afirmaba Natasha McKeever, una investigadora de la Universidad de Leeds, en un artículo reciente publicado por el diario británico The Guardian, “se vuelve tedioso, te sientes como si estuvieses haciendo de administrador de un sistema”. Usándolas, continuaba McKeever, “sientes que no conectas […], comienzas a verlo menos como hablar con gente real, individual, y más como si fuesen cartas en una baraja”.

La investigadora también apuntaba a que esta sensación de desconexión —máscaras hablando entre sí en decenas de miles de conversaciones cacofónicas que se producen de manera simultánea— es la que hace que muchos usuarios se sientan cómodos a la hora de enviar mensajes abusivos, ya que no experimentan temor a las repercusiones a las que tendrían que hacer frente en una conversación cara a cara. Luke Brunning, otro investigador de esa misma universidad, añade en el artículo que “la naturaleza de este negocio es un reflejo de la experiencia de un usuario informático hoy día: tienes la ilusión de la abundancia de elección, pero en realidad nada parece diferente y nada parece real”.

Para Nancy Jo Sales, “nos hemos convertido en ratas de laboratorio” y “en productos” del capital tecnológico, ya que “estamos proporcionando datos valiosos de manera constante a gente que está obteniendo dinero de nosotros”

En efecto, ¿por qué un negocio multimillonario como el de las aplicaciones de citas iba a permitir que sus clientes encontrasen una pareja estable y lo abandonasen? Uno de los fundadores de Tinder —entretanto propiedad del Grupo Match, al que pertenecen decenas de aplicaciones similares, entre ellas OKCupid o Hinge, y con unas ganancias superiores a los 3.000 millones de dólares en el año 2023—, Jonathan Badeen, reconoció en 2018 que el mecanismo de selección de la aplicación conocido como swipe está basado en los experimentos del psicólogo estadounidense conductista B.F. Skinner con animales. En uno de estos experimentos, Skinner condicionaba a las aves a creer que la comida que se les proporcionaba a través de un comedero con una periodicidad aleatoria respondía en realidad a su picoteo, de manera que las palomas comenzaron a picotear más a menudo esperando así recibir más comida.

“En eso consiste todo el mecanismo de swipe”, afirmaba la periodista Nancy Jo Sales en el artículo de Vox arriba citado, “haces un swipe, puede que obtengas un match o puede que no, pero estás igualmente excitado de jugar a este juego”. Para esta periodista, “nos hemos convertido en ratas de laboratorio” y “en productos” del capital tecnológico, ya que “estamos proporcionando datos valiosos de manera constante a gente que está obteniendo dinero de nosotros”. “En cierto sentido nos hemos convertido en jornaleros de personas a quienes no les importa si nos enamoramos o no, si nos casamos o nos ocurre cualquier otra cosa: quieren nuestros datos, quieren nuestro dinero”, concluye. Mutatis mutandis, lo mismo puede decirse de las redes sociales, catalizadores con demasiada frecuencia de algunos de los peores sentimientos humanos. Lo que es bueno para el negocio, cabría por desgracia añadir.

Si Pasolini dejó dicho en su última entrevista, muy poco antes de ser asesinado en una playa de Ostia, que “la tragedia è che non ci sono più esseri umani, ci sono strane macchine che sbattono l'una contro l'altra” (La tragedia es que ya no quedan seres humanos, solo extrañas máquinas chocando entre sí), viendo el giro de los acontecimientos en la esfera política y social aún habría que añadir quizá a otro italiano, de signo político opuesto, que afirmó que “el futuro es lúgubre, como un camposanto lleno de tumbas que ya se han cavado y esperan que las ocupen los cadáveres.” (D'Annunzio)

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