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Análisis
Trussonomics: desigualdad e inseguridad
El artículo presentado a continuación perfila el cuadro en el que se ha producido la propuesta del primer paquete de medidas económicas de la nueva primera ministra conservadora británica Liz Truss, ahora modificado parciamente por la ola de protestas suscitada en amplios los sectores de la sociedad británica, las acusaciones del Partido Laborista y la revuelta de una parte del Partido Conservador, incluidos antiguos ministros o altos cargos conservadores (Gove, Schapps) y la propia bancada conservadora, y por la malhumorada respuesta de los mercados financieros durante la pasada semana ante la percibida inconsistencia de sus planes económicos, que han tenido una dura traducción en la cotización de la libra y en su situación en el mercado de divisas.
El artículo explora igualmente la lógica agresiva contra las clases trabajadoras característica del Partido Conservador británico, que explica cabalmente la propuesta de Truss y de su ministro de Economía y Finanzas [chancellor of Exchequer], Kwasi Kwarteng. La controvertida medida contenida en el primer documento financiero importante aprobado por el gobierno de Truss y ahora retirada consistía en la supresión del tipo marginal máximo del 45 por 100 del impuesto sobre la renta, que suponía un neto beneficio fiscal para los perceptores de ingresos superiores a las 150.000 libras, que coinciden con 1 por 100 más rico de la población británica, y cuyo coste habría sido equivalente a 2 o 3 millardos de libras anuales. Esta retirada de la propuesta ha apreciado ligeramente la libra a final de la mañana del 3 de octubre y disminuido levemente el coste de la deuda pública británica. El documento presupuestario de Truss contiene, no obstante, otras medidas regresivas como la reducción de las cotizaciones a la seguridad social por valor de 13 millardos de libras, que beneficia especialmente a las rentas altas, y la propuesta de revertir por un importe de 17 millardos de libras el incremento de la presión tributaria en el impuesto de sociedades.
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El 6 de septiembre Liz Truss fue nombrada primera ministra del Reino Unido, tras la consabida contienda por el liderazgo del Partido Conservador caracterizada notablemente por la ausencia cuasi total de referencias a la calamidad social conocida como la crisis del coste de la vida. Mientras el partido gobernante se pasó el verano denunciando la “cultura woke” y alabando la teoría del goteo, el Partido Laborista de Keir Starmer lanzó una nueva iniciativa de improviso, exigiendo un impuesto sobre los beneficios extraordinarios obtenidos por las empresas energéticas, lo cual le concedió una ventaja en las encuestas, que podría conducirle a Downing Street. Mientras tanto, una oleada de huelgas y protestas, centradas en los precios al consumo y los salarios reales, ha dado un impulso a la izquierda radical, que aún está saliendo de la situación de estancamiento producida por la defenestración de Corbyn. Don't Pay UK, que pretende concitar el apoyo para el impago masivo de las facturas de consumo de energía tras la subida del 56 por 100 aplicada en abril y el 80 por 100 prevista para octubre, ha acumulado una lista de apoyo de casi doscientas mil personas que se niegan a pagar.
Durante este periodo, el límite impuesto sobre los cambios en los precios máximos de la energía doméstica decretados por la Office of Gas and Electricity Markets (Ofgem) —el inofensivo regulador del sistema energético privatizado británico— desató un creciente descontento. Esta no era la intención del gobierno de Theresa May, cuando introdujo el tope energético en 2018 en un intento de aplacar la presión de los laboristas de Jeremy Corbyn (la propia propuesta de tope se remonta a la época en la que Ed Miliband era líder del Partido Laborista). Sin embargo, cuando los precios del gas natural al por mayor se dispararon en toda Eurasia durante 2021 y luego alcanzaron su cénit tras la invasión rusa de Ucrania, Ofgem continuó elevando su techo de precios a alturas sin precedentes, obligado por la legislación que estipulaba la garantía de un beneficio del 1,9 por 100 a los distribuidores minoristas, lo cual trajo aparejada la posibilidad de que se produjeran huelgas en todo el país y se optara por la desobediencia civil masiva. Así pues, en el segundo día del mandato de Truss, el gobierno se comprometió a una congelación no demasiado ambiciosa de las facturas (la factura típica subirá 600 libras en lugar de 1.600) durante el período políticamente significativo de los próximos dos años, que es el lapso de tiempo máximo en el que han de celebrarse las próximas elecciones generales. Esta ha sido la mayor intervención económica en la historia británica en tiempos de paz, empequeñeciendo el coste final del plan de permisos retribuidos implementados como consecuencia de la pandemia de la covid-19.
Hay un precedente obvio de la limosna de Truss. Cuando Thatcher se convirtió en primera ministra en mayo de 1979, aceptó inmediatamente la recomendación de la Comisión Clegg, creada por Callaghan tras el denominado invierno del descontento (1978-1979), de conceder un aumento salarial medio del 25 por 100 para el sector público, lo cual suponía aproximadamente un incremento que duplicaba la tasa de inflación. Ello provocó la reacción de la nueva generación de monetaristas de línea dura, pero Thatcher reconoció que asegurar la paz industrial era más importante que apaciguarlos. Como informó The Economist en su momento, Thatcher accedió a su cargo con la clara intención de comprar a los sectores más fuertes del movimiento obrero organizado, mientras se enfrentaba y derrotaba a los más débiles. El Plan Ridley de 1977 lo describió como la táctica del “salchichón”: “una loncha fina tras otra, pero al final la pieza ha desaparecido”. A corto plazo, escribió Ridley, el gobierno no tendría más remedio que “pagar lo pedido” por los sindicatos “que tienen a la nación atrapada por la yugular”.
Parece que los tories de hoy —incluso (o quizá especialmente) sus ideólogos más comprometidos— están de nuevo dispuestos a “pagar lo pedido”, si ello les permite ganar la guerra de clases. Y no nos engañemos: el minipresupuesto del ministro de Economía y Finanzas [chancellor of the Exchequer] Kwasi Kwarteng, anunciado el pasado 23 de septiembre, demuestra que la guerra de clases está en marcha. Su denominado “acontecimiento fiscal” ha sido el anuncio más drásticamente regresivo realizado por un gobierno desde hace tiempo: ha recortado 4.500 libras en impuestos a las quinientas mil personas más ricas del país, al tiempo que ha endurecido aún más el mísero sistema de prestaciones sociales de Gran Bretaña.
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Este robo por alunizaje en nombre de los más ricos debe situarse en el contexto de las recientes perturbaciones mundiales: el cambio en el equilibrio de poder internacional, las guerras comerciales, la covid-19, la invasión rusa de Ucrania y el empeoramiento de las crisis ecológicas. Dada la incertidumbre que rodea al crecimiento producto de estas turbulencias, pero con una demanda de beneficios todavía fuerte, los niveles de vida de la clase trabajadora y de la clase media están en peligro. Estamos entrando en una era de capitalismo de suma cero, aún más despiadada que la de principios de la década de 1980.
En esta coyuntura, las viejas reglas de la gestión estatal ukaniana, según las cuales las cuentas del Tesoro deben estar equilibradas y el libre mercado debe gozar de total primacía, parecen haberse reescrito. Los tories de la era de Cameron-Osborne han desaparecido; en su lugar, tenemos a Johnson, que se mostraba escéptico ante la austeridad, seguido de Truss, que lo es del déficit. El exministro de Economía y Finanzas Rishi Sunak ha visto cómo sus monótonos cálculos minuciosos han sido rechazados por los miembros del Partido Conservador, mientras Truss se muestra dispuesta a embarcarse en un frenesí de endeudamiento de más de 150 millardos de libras. Revertir la subida de las contribuciones al seguro nacional [national insurance contributions, NIC], recortar las tasas verdes presentes en las facturas energéticas domésticas y revertir la subida del impuesto de sociedades prevista por Sunak fueron las prioridades que enumeró durante la campaña para optar a la dirección del Partido Conservador, cuyo coste total podría alcanzar fácilmente los 30 millardos de libras. Estos no son los conservadores de antaño: ni las homilías de Thatcher sobre los presupuestos domésticos ni su repetición por parte de Cameron y Osborne encuentran acomodo en este nuevo planteamiento.
Los trusketeers prevén una importante intervención estatal y grandes déficits en parte para dar cobertura política a sus planes a largo plazo
Teniendo esto en cuenta, merece la pena considerar el fascinante estudio sobre la “Trussonomics” publicado en The Spectator, basado en entrevistas efectuadas con sus tres principales economistas de referencia, para intentar comprender hacia dónde se dirige la derecha conservadora británica. En él, los partidarios de Truss, que prefieren ser conocidos, ¡ay!, como “trusketeers”, esbozan un programa que se desvía significativamente de la perspectiva conservadora tradicional. Julian Jessop, antiguo economista jefe del Institute of Economic Affairs, el think tank neoliberal ligado a la derecha neoconservadora, afirma ahora que la austeridad de la década de 2010 fue un error: “Cuando los hechos cambian, yo cambio de opinión […]. Hace diez años habría sido mucho más convencional en mi reflexión de que hay que reducir el déficit presupuestario lo antes posible. Pero está claro que eso no está funcionando”. Patrick Minford, uno de los primeros partidarios de Thatcher, vuelve a desempeñar ese papel, pero ha dado un giro de 180 grados al analizar la obsesión del Tesoro por el equilibrio presupuestario: “Tenemos políticas que aumentan los impuestos, que dañan el crecimiento para satisfacer las restricciones de endeudamiento a corto plazo propuestas por el Tesoro”.
En cuanto al monetarismo que Minford defendió en su día, caracterizado por su insistencia en la estricta separación entre las autoridades monetarias y el gobierno, así como por la propuesta de objetivos mecánicos de crecimiento monetario, Gerard Lyons, señalado como miembro del todavía no desvelado Consejo de Asesores Económicos de Truss, afirma que quiere “reexaminar” las directrices de actuación del Banco de Inglaterra “para asegurarse de que son adecuadas para lograr sus objetivos”. Por otra parte, Kwarteng defiende de boquilla la idea de la independencia de los bancos centrales al tiempo que promete que “la política fiscal y la monetaria deben estar coordinadas”; la voz pasiva disimula felizmente quién, exactamente, debería encargarse de la coordinación.
Si reunimos todos estos elementos, el parecido familiar no es tanto con el thatcherismo, con sus compromisos retóricos de “moneda sólida” y contabilidad equilibrada, sino con la reaganomics, caracterizada por el desmesurado crecimiento del déficit estadounidense durante el mandato de Reagan, que se disparó a niveles sin precedentes gracias a los recortes tributarios concedidos a los ricos y a los enormes incrementos del gasto militar. (Truss ha prometido aumentar el gasto militar del Reino Unido hasta el 3 por 100 del PIB en 2030, lo cual tiene un coste estimado de 157 millardos de libras).
Estas soluciones se presentan por supuesto como soluciones a corto plazo: se trata de un desvío necesario pero temporal del verdadero camino de la desregulación y la “moneda sólida”. Minford ha indicado que un tipo de interés del 7 por 100 podría ser, en última instancia, más apropiado para la economía británica, mientras que Jessop ha sugerido relajar las restricciones que pesan sobre los servicios financieros, la “edición genética” y la protección de datos. Pero todo esto se verificará en un momento u otro del futuro. Por ahora, los trusketeers prevén una importante intervención estatal y grandes déficits en parte para dar cobertura política a sus planes a largo plazo.
¿Funcionará todo esto? La mayoría de los economistas dirían que no. Martin Wolf, editorialista-jefe de asuntos económicos del Financial Times, afirma que es una “fantasía” creer que los recortes del impuesto de sociedades y la desregulación mejorarán el crecimiento, mientras que Jonathan Portes afirma que el gasto financiado mediante el endeudamiento avivará la inflación. Pero aquí podríamos hacer una pausa. Dado que la inflación se halla impulsada en gran medida por factores externos —la invasión de Putin, el colapso medioambiental, los problemas de suministro relacionados con la pandemia—, los modelos económicos convencionales utilizados para explicar por qué suben los precios, que se centran en el exceso de demanda, no logran ofrecer una explicación plausible del fenómeno. Quienes todavía los utilizan para explicar los riesgos inflacionistas derivados del aumento de los déficits públicos, probablemente se equivocarán. Merece la pena, pues, intentar una evaluación sensata de las perspectivas económicas de Truss más allá del habitual marco neoclásico estándar, identificando sus puntos fuertes y débiles a tenor de los términos que se ha fijado su programa.
La disminución del valor de la libra, que actualmente está alcanzando un punto mínimo frente al dólar no conocido prácticamente en los últimos cuarenta años, indica la posibilidad de problemas de financiación en el futuro
El reto más acuciante para la economía británica es actualmente el aumento del precio de los bienes esenciales, que hace que los hogares gasten menos en cosas deseables como pubs, restaurantes y tiendas locales y más en cosas indeseables como las empresas de combustibles fósiles, lo cual significa que el apoyo del gobierno, tal y como ha sido prometido por Truss, será necesario para sostener la demanda. Contrariamente a lo que piensan sus detractores, es poco probable que ello tenga un efecto inflacionario significativo. Si el gobierno se endeuda para reducir las facturas energéticas domésticas, el Institute of Public Policy Research estima que el 3,9 por 100 se eliminaría del cálculo de la tasa de inflación general efectuado por la Office for National Statistics, lo cual constituiría un beneficio para todos, haciendo la vida más fácil a los hogares y reduciendo la presión sobre el Banco de Inglaterra para aumentar los tipos de interés.
Si el resto de factores no se modifican —la cláusula de escape de los economistas— el plan de Truss de aumentar masivamente el endeudamiento del gobierno también tendrá algún impacto en el crecimiento, aunque sólo sea porque es difícil pedir prestado y gastar más de 150 millardos de libras sin hacer que ocurra algo. Si ello es útil a largo plazo es una cuestión diferente: entregar 30 millardos de libras más a las empresas, que ya acumulan un tesoro de 950 millardos de libras en sus cuentas bancarias y que no muestran una gran inclinación por invertir, no es un uso eficaz del sistema fiscal. Por otra parte, si las empresas no gastan su inesperada ganancia caída del cielo en Gran Bretaña, es menos probable que se generen presiones inflacionistas aquí.
Así pues, cuando se trata de sostener la demanda, limitar la inflación y estimular el crecimiento inmediato, la trussonomics no será tan abortiva como predicen los economistas ortodoxos. Y Truss sólo necesita dos años, como máximo, para demostrar algo parecido a su competencia antes de enfrentarse a las correspondientes elecciones generales. Sin embargo, puede haber otros frentes en los que su plan doméstico podría fracasar. Por un lado, la situación internacional es hoy más incierta que en la década de 1970 y la posición global de Gran Bretaña se antoja mucho más débil. El Reino Unido conserva inmensos privilegios en tanto que economía desarrollada dotada de mercados de capitales profundos y líquidos y de instituciones venerables, pero también está experimentando un cambio radical por mor del Brexit en sus relaciones con el resto del mundo en un momento de aguda tensión social. Esto inevitablemente perturbará la base de apoyo tradicional de los conservadores en el gran capital y las finanzas, mientras que la disminución del valor de la libra, que actualmente está alcanzando un punto mínimo frente al dólar no conocido prácticamente en los últimos cuarenta años, indica la posibilidad de problemas de financiación en el futuro.
Todo ello se ve agravado por la dependencia británica de la importación de energía y alimentos. En la última verdadera crisis monetaria a la que se enfrentó un gobierno conservador, el miércoles negro de 1992, Gran Bretaña presentó un pequeño déficit en su consumo de energía, que pronto desapareció cuando la producción de gas alcanzó su punto máximo en 2000, siendo autosuficiente en el 70 por 100 de su consumo de alimentos. En la actualidad, importa aproximadamente la mitad de su gas natural consumido y el 45 por 100 de sus alimentos. La crisis del miércoles negro estalló, porque el gobierno británico no pudo defender el valor de la libra frente al marco alemán en el seno del Mecanismo de Tipos de Cambio europeo, precursor del euro. Hoy, Gran Bretaña está fuera de la UE y la libra flota libremente, pero la crisis monetaria podría ser aún más crucial, si el país se ve obligado a pagar sumas más elevadas por los productos básicos en una moneda en declive.
Aunque Truss —tomando prestado el manual de instrucciones de Anthony Barber, ministro de Economía y Finanzas de Heath en 1970— consiga desencadenar un breve impulso del crecimiento al principio de su mandato, éste será difícil de mantener. De hecho, es posible que ya se haya evaporado, cuando se vea obligada a enfrentarse a Starmer en las urnas.
Truss también alberga esperanzas poco realistas de desbloquear el crecimiento a través del rediseño de las leyes de empleo tras el abandono de la UE, amenazando con la eliminación de los derechos sobre el tiempo de trabajo y, en un tropo familiar, invocando el espectro de la militancia sindical. Sin embargo, aunque el reciente aumento de la afiliación y la actividad sindical es positivo, las huelgas en Gran Bretaña siguen siendo escasas y el número de paros anuales sigue estando cerca de los mínimos históricos de la última década. La introducción de nuevas restricciones a la organización sindical no se traducirá milagrosamente en la mejora de la productividad. Tampoco quedan demasiados costes en los mercados laborales británicos, peligrosamente neoliberales, susceptibles de ser eliminados sin que el nivel de vida se resienta todavía más. Si Truss quiere seguir adelante con estas reformas, es probable que tenga que endulzar la píldora o comprar el descontento con más dádivas temporales, lo que puede suscitar la oposición de la bancada conservadora.
Pero donde es más probable que la trussonomics fracase por factores internos es en su incapacidad a la hora de superar la resistencia del Tesoro. Los rumores de que el nuevo plan energético implicaría la imposición de préstamos a diez años a los hogares indican la presencia persistente del cerebro del Tesoro (recordando el plan de préstamos forzados igualmente necio que Sunak preparó para las facturas energéticas domésticas la primavera pasada). El hecho de que se haya evitado este paso en falso sugiere que alguien, en algún lugar del gobierno, está dispuesto a dar prioridad a la estrategia política sobre la racanería presupuestaria practicada por Sunak. Sin embargo, el hecho de que esta supuesta “congelación de precios” no los congele del todo, aparentemente en deferencia a preocupaciones vestigiales suscitadas por la contabilidad, también evidencia la persistencia zombi de esta última.
Como resultado, la eficacia política de esta política se ha debilitado, abriendo una brecha que el Partido Laborista podría explotar fácilmente. Y ello por no hablar de la evidente hipocresía de poner a disposición de las empresas energéticas 40 millardos de libras en apoyo a la liquidez, mientras se promete sólo seis meses de apoyo al conjunto de las demás empresas, grandes o pequeñas. El despido perentorio por parte de Kwarteng de Tom Scholar, secretario permanente del Ministerio de Economía y Finanzas, después de haber sido vicesecretario permanente del mismo mientras se aplicaban las políticas de austeridad a principios de la década de 2010, fue recibido con gritos de indignación por parte de los sectores liberales de los medios de comunicación. Este cambio revela, sin embargo, la determinación del nuevo gobierno de seguir adelante con su programa contra una oposición concertada. El nuevo ministro de Economía y Finanzas sabe que incurrir en grandes déficits y efectuar ambiciosos recortes impositivos significa anular la posición recalcitrante de su propio ministerio.
Laboral
Carestía de la vida Sindicatos, laboristas y clase trabajadora miden sus fuerzas contra el Gobierno del Reino Unido
Siempre fue un error pensar en la austeridad como un programa que los verdaderos creyentes arrobados estaban decididos a imponer al resto de nosotros. Esta determinación puede aplicarse a un pequeño número de incondicionales de Thatcher, que abogaban encendidos en pro de Estados pequeños y el flat tax. Pero, en general, las políticas de austeridad fueron promovidas, diseñadas y aplicadas por un grupo de personas sensatas ideológicamente adaptables, como Scholar, que estudiaban las hojas de cálculo del Ministerio de Economía y Finanzas y del Institute for Fiscal Studies. Ellos fueron quienes infligieron una miserable década perdida al país. En estos momentos, la actual camada conservadora mostrará pocos escrúpulos a la hora de recortar el gasto cuando llegue el momento, pero saben que no deben insistir en ello como prioridad estratégica. Las batallas de clase que se avecinan exigen un enfoque más ponderado. Y si el plan de Truss se queda corto a medida que los precios se disparen, el crecimiento se desintegre y los mercados de capitales comiencen a colapsar, hay muchas fuerzas esperando para entrar en acción: de los militantes de Don't Pay a los trabajadores en huelga, pasando por quienes en su propio partido afilan sus cuchillos para la próxima contienda por el liderazgo de los conservadores.