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Contigo empezó todo
De la ópera al patíbulo (y II)
Santiago Salvador Franch lanzó la bomba del Liceo de Barcelona en noviembre de 1893. Un año después sería ejecutado.
El hombre que cometió el atentado del Liceo de Barcelona, nacido en Castelserás (Teruel), no había tenido una infancia idílica. Dos familiares se habían suicidado cuando era niño, y Santiago Salvador Franch tuvo sus primeros choques con la autoridad cuando, con 13 años, se peleó con su padre por el maltrato al que sometía a su madre. En una tierra sin futuro, con 16 años decidió buscarse la vida en Barcelona. Había logrado escapar de la injusticia en el seno de la familia, pero solo para vivir de primera mano la injusticia de los patrones. Pronto decidió liberarse de ella refugiándose en la ilegalidad.
El contrabando y el robo le permitieron mantenerse sin ser explotado por gente que no merece respeto, pero allí tampoco encontró paz, sino las penurias de la cárcel de Valencia. Al salir, se asentó en Barcelona, donde se casó, tuvo una hija y entró en contacto con grupos anarquistas, forjando una especial amistad con Paulino Pallás, un compañero de aventuras del italiano Errico Malatesta.
No eran los mejores años del anarquismo español. La represión violenta frente a la organización obrera arreciaba y sectores del movimiento veían imprescindible responder con el mismo lenguaje. Se sucedían los atentados, que a su vez fomentaban la intensificación de la violencia del Estado. No obstante, para Franch, marcado por la injusticia y el abuso de poder desde niño, el lenguaje de los comunistas anárquicos le iluminó: cuestionar la autoridad, repartir la riqueza. Si las cosas funcionaran como proponían sus nuevos amigos, el mundo no sería un baño de lágrimas.
Pallás entró en esa guerra a lo grande, marcando involuntariamente el destino de su amigo Franch. Indignado por la extrema dureza de la represión contra la rebelión jornalera de Jerez, durante un desfile militar en septiembre de 1893, Pallás arrojó dos bombas Orsini contra el general Arsenio Martínez Campos, con el resultado de un guardia civil fallecido. El 6 de octubre el anarquista fue fusilado.
A Franch se le vino el mundo encima al conocer la noticia. Desesperado, no le costó mucho decidirse. A Pallás no le habían matado esos soldados, ni siquiera Martínez Campos. Le había matado la burguesía. Y él iba a matar a la burguesía.
Franch, capturado
Al día siguiente del atentado, Franch comprueba su efectividad. La primera bomba causó 20 muertos. La segunda —la suerte de los ricos, piensa— no llegó a estallar. En los días siguientes la cosa se pone fea. Las detenciones en los ámbitos militantes de Barcelona se multiplican, alcanzando como es costumbre hasta a personas que rechazan la violencia como Josep Llunas. Se aplica la ley marcial y los derechos y libertades son suspendidos. Franch tiene claro que su final será el mismo que el de Pallás, pero tampoco hay por qué acelerarlo. Se marcha a su tierra aragonesa originaria.
El 1 de enero de 1894 es finalmente localizado en Zaragoza. Asumiendo lo inevitable, cuando van a arrestarle intenta quitarse la vida con un arma y veneno, pero los guardias se lo impiden.
En el interrogatorio, Franch explica las motivaciones de su bomba, mezcla de deseo de venganza, desesperación e ingenuidad: “Mi deseo era destruir la sociedad burguesa, a la cual el anarquismo tiene declarada la guerra abierta; y me propuse atacar la organización actual de la sociedad para implantar el comunismo anárquico. No me propuse matar a unas personas determinadas. Me era indiferente matar a unos o a otros. Mi deseo consistía en sembrar el terror y el espanto”.
En la cárcel, se entrevista con su mujer y vuelve a ver a su niña, de 14 meses de edad. Quizá marcado por este encuentro, los acontecimientos dan un nuevo giro. Franch habla con un sacerdote, abjura de sus principios y proclama su regreso a la fe católica. Incluso llena su celda de crucifijos y estampillas cristianas. La cosa parece funcionar, porque grupos católicos emprenden una campaña para conmutarle la pena capital. Al poder le da lo mismo y, cuando se confirma la sentencia, Franch se reafirma en sus ideales de siempre, para desgracia de sus nuevos defensores.
El 21 de noviembre, sentado en la máquina del garrote vil, ve acercarse al verdugo. Siempre ha pensado que hay dos tipos de verdugos. El primero son los crueles y sádicos, y el segundo son los sádicos y crueles. Curiosamente, en la cara del que le ha tocado observa una extraña expresión cordial.
Antes de morir, Franch pasea su mirada por el público. Es increíble que tanta gente pueda convertir en un espectáculo la muerte de un hombre. Le causan el mismo terror y espanto que él pretendía generar con sus bombas. Casi siente alivio cuando nota el punzón rozar su cuello.