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Coronavirus
La vida de nosotros (presagios de barbarie)
Sometamos al chivato de balcón a un análisis de clase. Podremos calibrar cuán cerca estamos de la barbarie
Las crónicas del confinamiento dan para mucho, de los encierros obligatorios han salido desde las obras de mayor enjundia (Gramsci) hasta la prefiguración de una guerra (“Mein Kampf”). Mientras dura, la propaganda nos obsequia una navidad extemporánea. Un bombardeo de buenas intenciones trufadas de arengas bélicas mezcladas en un merengue sentimental con esteroides, que se sirve a las ocho de la tarde sota aplausos y con el himno de los nacionales españoles de fondo. Y es que no hay nada como las conmociones colectivas para clamar a la “unidad”. Una unidad casi cosmogónica, muy sobrevalorada (como si las divisiones sociales fuesen algo voluntario o pueril) y cuya invocación convierte a más de uno en plus royaliste que le roi. En semejante caldo de cultivo ocurre la puesta de largo de un personaje poco conocido por las mayorías: el chivato de balcón.
Es el sujeto devanado en virtudes cívicas, al que las ganas de congraciarse con la autoridad convierten en kapo (“kamaraden polizei”: “policía de sus compañeros”) y que podremos localizar fácilmente en nuestra empresa, en nuestra calle o avecindado a nuestros tabiques. En el trazo de los grandes hechos, Naomi Klein dejó claro en La doctrina del shock que los poderes aprovechan o procuran situaciones de conmoción cuando desean un estado de cosas más favorable a sus pretensiones. Pero, a pie de calle, esos grandes pescadores en río revuelto usan una cesta trenzada con juncos delgados, sujetos puntuales disueltos en la cotidianeidad que forman masa crítica en tales momentos y aprovechan para alcanzar el beneficio espurio de sentirse autoridad, ya que no pueden ser otra cosa. Llevado al análisis de clase, el chivato de balcón retrata al desclasado de siempre: el lansquenete reclutado en los burdeles para aplastar la Comuna en 1871, el Camelot du Roi paseando por París con una cachaba al hombro en busca de sindicalistas, el que integró los Freikorps y de ahí pasó a la Sturmabteilung. En definitiva, el plebeyo con ínfulas de poder y presto a significarse como matón tabernario, confidente, somatén o esquirol para hacerlas reales. Y es que esa desocialización que vivimos con la cuarentena no se resuelve necesariamente (In šāʾ Allāh!) en indiferencia por los otros, sino que anuncia el estado de cosas que Marx auguraba como alternativa al socialismo: la barbarie. Una barbarie “de todos contra todos” y “de todos contra el otro”. Tengámoslo claro: el chivato de terraza no suelta denuestos sobre los paseantes en un arrebato de responsabilidad, sino por agravio comparativo. Viene a decir: “si yo estoy encerrado, debe de estarlo todo el mundo”. Al saltarse el confinamiento, el sujeto ambulante desata en él el sentimiento de que “alguien está jugando con ventaja a costa suyo”. No tiene nada que ver con un pálpito de indignación ante la injusticia. El chivato no grita “en nombre de la salud pública”, ni siquiera “en nombre del vecindario”. No admite más sociedad que una sociedad jerarquizada donde existan grupos sobre los que descargar sus frustraciones.
Su bramido es la llamada de quien contempla al prójimo con desconfianza y que es perfectamente audible en tesituras muy concretas. Por ejemplo, frente a la posibilidad de una renta mínima universal, por magra que sea, le oiremos proferir invectivas en contra echando mano del sempiterno “imaginario de los abusos” según el cual, cualquiera que disfrute de ventajas sociales por su situación precaria es tan sospechoso como el paseante que conculca la cuarentena. Y más allá: llega a barruntar que todo colectivo desfavorecido (inmigrantes, desempleados, mujeres separadas, etc) por su propia naturaleza frecuenta una picaresca que, por supuesto, va en detrimento de su peculio. Indefectiblemente, el desarrollo de este paradigma termina en un picado en barrena de suspicacia generalizada incluso entre quienes tendrían algo ganar en una hipotética redistribución reformista.
Históricamente se les ha conocido como “gentes de orden”, vinculadas con las clases medias en trance de proletarización y artificialmente infladas que terminan desarrollando un fuerte recelo ante los más desfavorecidos. Y en un modelo productivo como el actual, competitivo y que insta con denuedo a la conversión de los asalariados en “empresarios de sí mismos”, tal recelo se exacerba. No es que se niegue la pertinencia de ayudas a cargo de la res publica, en absoluto: pero se piensa que deben ir a la “sociedad activa”, a los “creadores de riqueza”. Algunos lo llaman “aporofobia”, pero ningún helenismo es tan grande como para poder ocultar que se trata de la lucha de clases de siempre. Ni que decir tiene que todo esto posee implicaciones políticas bastante arriesgadas. Porque, como se viene indicando, otra de la características de las clases medias en crisis es lo que Nicos Poulantzas llamaba “fetichismo de la autoridad”, una disposición sumisa, pero no desinteresada, frente al poder efectivo (identificado con policía, mandos militares, empresarios, “expertos”, etc), que se contempla como la última salvaguardia de sus intereses frente a los “parásitos sociales”.
Cuando amplias capas de la sociedad que asumen que pertenecen a la clase media no pueden cumplir los requisitos económicos que la definen, la resultante política es siempre un salto autoritario al vacío. No es una casualidad que el discurso neoliberal del desmantelamiento del Estado arraigue en especial en este segmento. La promesa de menos impuestos a costa de una reducción de gastos sociales corrientes es posible que seduzca a la pequeña burguesía más estable. Pero para contentar a legión de los que fracasaron en el intento, a los que a duras penas mantienen un negocio o a los que no quieren admitir que viven la misma precariedad que un obrero al uso, la víctima propiciatoria no puede ser otra que la política. El desguace de la ya capona democracia formal que padecemos hasta que termine desapareciendo en las tinieblas de un revivalismo neofeudal. Además de los marxistas, hay otros teóricos que nos ponen sobre aviso. El propio Amando de Miguel alertaba contra el peligro que suponían unas clases medias infladas: es su exceso y prepotencia lo que ha dado lugar a fenómenos como el caciquismo y el militarismo, de cuya mezcla resultó el franquismo (“El franquismo sociológico: el apoyo de las clases medias” en Historia del Franquismo, Tomo I. Diario 16. 1986.) Pueden sacrificar las libertades públicas y vivir sin democracia, pero no sin una perspectiva imaginaria de beneficio, siempre que existan ilotas a los que culpar de que sus sueños no se cumplan. Y como sus visos de enriquecimiento son improbables, el descontento está servido. Un descontento que, la historia nos lo enseña, ha sido empleado más de una vez como excusa para debilitar o erradicar los derechos de la ciudadanía en general.
Los chivatos de balcón, los que andan apercibiendo a sus convecinos que trabajan en hospitales o supermercados para que busquen otra vivienda mientras dura la pandemia o quienes vituperan como vagos a los menesterosos son el síntoma de una barbarie presente en la que apenas si se repara porque quizás la esperábamos de otra manera. La vida de los otros, película de 2006 dirigida por Florian Henckel, relata un drama sobre el oscuro fondo del sistema de control de la población arbitrado por la Stasi en la República Democrática Alemana. Del visionado del filme salimos con la amarga sensación de que un Estado cualquiera puede llegar a instituir una tupida y ubicua red de informantes. Catorce años más tarde, justo los mismos que hay entre la fecha de la caída del Muro de Berlín y la película, contemplamos con asombro que no se requiere un servicio secreto del bloque del Este ni un “big brother” tecnológico para tender una red semejante, que la vida de nosotros, cuando paseamos, cuando reivindicamos nuestros derechos o cuando percibimos algún subsidio, puede estar siendo fiscalizada gratuitamente por una legión de perros del hortelano de lo más banal. Esperemos que no encuentren dueño.