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La semana política
En el ciclo de los nervios
En lo único en lo que habrá una mayoría de acuerdo es en que la crónica que nos merecemos la debería estar escribiendo el redactor de El Confidencial Carlos Prieto. Nadie como él sabe sacarle punta a la chufla, al sainete, y solo una persona ha dicho weah! con más arte. El reparto de este astracán incluye a dos carlistas más de derechas que un bigote fino, a la presidenta del Congreso buscando un sitio donde meterse, a una ministra cariacontecida mirando de reojo a García Egea celebrando el resultado con más ahínco que el gol de un señor a Malta, y a una estrella invitada de Cáceres que apretó todos los botones equivocados y terminó la sesión mirando a una cámara como diciendo “la que he liao, pollito”. Faltaban la que fuera una tarde máxima autoridad del PSOE, el camarero-coraje del bar Prado, tres señores de Murcia, el alcalde de Vigo prendiendo el Congreso con ocho millones de linternas led, y ya hubiera estado condensado el momento político español. Imposible de explicar a nadie sin reír, llorar, partirse la camisa o invadir el peñón de Perejil a lomos de un cerdo de macrogranja. Weah!
La opción menos guay es optar por la gravedad. Bajar la cabeza y relatar cómo, un inopinado jueves de febrero, se pudo ir al garete el Gobierno de coalición. Enumerar los fallos de ese proyecto, la insuficiencia de los cambios propuestos, el error de confiarlo todo a generar una apariencia de estabilidad que contrasta con la implosión alcanzada en el núcleo del sistema. Para eso sería necesario remontarse a 2008, el momento en el que se derrumbó el castillo de naipes. Cuando todo el modelo basado en la triangulación entre la especulación inmobiliaria, el crédito barato a través de las cajas de ahorro y el poder político se deshizo en el tiempo que tarda en decirse la palabra burbuja. Y cómo esa marea de corrupción alcanzó playas hasta ese momento vírgenes: la cúpula de un partido político, la jefatura del Estado, los servicios secretos, la judicatura. Una prueba del impacto de esa crisis es que, el mismo día en que se aprobaba, por los pelos, la reforma laboral, Gobierno y oposición se ponían de acuerdo para sumar más de 35.000 millones a la deuda pública para tapar el pufo de la Sareb.
El entusiasmo con el que Yolanda Díaz presentó su reforma laboral como “histórica” contrastó con el esperpéntico final del pleno
Era un fenómeno global. No exactamente un drama, sino más bien un culebrón. En todo el mundo caían los gobiernos de lo que Tariq Ali llamó el “extremo centro”. La socialdemocracia —el socioliberalismo— se llevó la peor parte. Borrado del mapa en Grecia, sentenciado en Francia, desaparecido en el combate de Italia. En España no pasó eso. La implosión se llevó por delante la confianza en las instituciones en mayor medida que en los partidos. En el lapsus y el confuso rectificado de Meritxell Batet el pasado jueves —presidenta de la tercera institución en el nivel jerárquico del Estado— se concentran esas dudas de un sistema que derrama inestabilidad a una sociedad que se afana por recuperar la seguridad vital.
Las palabras de Boric
Esta semana, el presidente electo de Chile, Gabriel Boric, fue entrevistado en el podcast La Base, conducido por Pablo Iglesias. El problema que afrontará Boric a partir de su investidura tiene algunas características similares a las que se dan en España. El poder en Chile no está acostumbrado a tener que ceder, no ante las clases trabajadoras y menos todavía ante los otros pueblos que cohabitan en el territorio. Preguntado por cuáles serán las guías de su acción política bajo la amenaza de ese poder que fue omnímodo, Boric se largó un verso del poeta Vicente Huidobro: “El adjetivo, cuando no da vida, mata”.
A partir del 12 de marzo serán las chilenas y los chilenos quienes tendrán la oportunidad de testar si el mandato de Boric se extravía en los adjetivos o si tiene la capacidad de cambiar los sustantivos. La experiencia del Gobierno de coalición en España dice que los adjetivos están incumpliendo su misión. El entusiasmo con el que Yolanda Díaz presentó su reforma laboral como “histórica” contrastó con el esperpéntico final del pleno. Lo histórico del día fue la bronca que se montó; lo más recordado será el desasosiego que supone que, con cada vez mayor frecuencia, se produzcan episodios en los que la democracia se nos presenta como algo a punto de romperse. Cuando la acción legislativa es, antes que otra cosa, un escenario para el chalaneo. El lunes en Lorca, el jueves en Madrid. Capítulos diferentes de un mismo culebrón.
Reforma laboral
Crónica Yolanda Díaz convalida la reforma laboral con suspense y por el voto equivocado de un diputado del PP
El Partido Popular y Vox ya han anunciado que recurrirán la votación del decreto de la reforma laboral. En condiciones normales, el Tribunal Constitucional no admitirá el recurso. En condiciones normales, el Constitucional no hubiera resuelto en contra de los decretos de estado de alarma. En condiciones normales, el diputado Alberto Rodríguez habría votado ayer en el Congreso.
Estamos en el ciclo de los nervios, continúa el poema de Vicente Huidobro. Próxima estación, las elecciones de Castilla y León, un escenario propicio a priori para que el Partido Popular y la extrema derecha hagan palanca para desalojar al Gobierno de Sánchez. La estación terminal tiene como premio la gestión del grueso de los fondos europeos, verdadero motivo detrás de las prisas por quemar la legislatura.
Inventa mundos nuevos y cuida tu palabra, dice el mismo poema. La reforma laboral de Yolanda Díaz no inventa un nuevo mundo, quizá ese fue el problema desde el principio. Era un intento de preservar lo que queda de estabilidad en la política española, el factor predominante: los hombres de negro de la Unión Europea. En un Estado no nervioso hubiera tenido lugar el debate sobre si es suficiente que el decreto recupere la ultraactividad de los convenios, si el hecho de que se persiga el fraude en la contratación temporal o se priorice la contratación indefinida es suficiente para subvertir la precariedad aprendida en 14 años de crisis encadenadas. Se habría resaltado que, como denunciaron en el Congreso los principales apoyos del Gobierno de coalición, se trata de la primera reforma del mercado de trabajo que no toca la indemnización por despido. En fin, algo mejor que lo que pasó.
Ha sido un golpe para la frágil mayoría de investidura y presupuestaria, pero la reforma de Díaz y su capítulo final en el Parlamento es, antes que otra cosa, un indicativo de los problemas para crear una atmósfera de tranquilidad que permita la discusión sobre el futuro dentro de un país desquiciado, que solo encuentra en la carcajada histérica una válvula de escape de lo que está pasando.