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La semana política
Moral de victoria
Hay cierto desajuste entre los discursos que se emiten en el eje atlántico y en Europa respecto a la guerra en Ucrania. Una serie de señales emitidas por algunos de los medios más influyentes de Estados Unidos y Reino Unido (The Guardian, The New York Times) han mostrado una nueva narrativa que cambia los tonos coloreados hasta ahora: la fatiga creada en torno a la guerra, dice uno de los columnistas de Financial Times puede arruinar el esfuerzo que está haciendo el Gobierno de Ucrania.
La UE teme estar perdiendo la batalla por el relato de la guerra de Ucrania, es un titular literal de La Vanguardia de ayer, 3 de junio. La frialdad con la que los países africanos, asiáticos y latinoamericanos están tomando la batalla de las ideas que se ha planteado en la Unión Europea, dice el artículo, preocupa al Servicio de Acción Exterior Europea, que tiene previsto redoblar la batalla comunicativa en las próximas semanas.
Más allá del relato, empieza a ser necesario desbrozar qué es la victoria, no la victoria simbólica sino el triunfo político y militar, y aclarar cómo y cuándo puede acabarse una guerra que aun se presenta larga.
Pasados los primeros cien días de guerra, la idea de una derrota sin paliativos de Rusia “como la de la URSS en Afganistán” debe ser cuestionada: entre 600.000 y un millón de civiles afganos murieron como consecuencia de la guerra hasta que se produjo esa derrota, que costó 20.000 vidas de soldados rusos. Nadie en las sociedades europeas quiere para Ucrania una victoria como la de Afganistán.
El sí en el no a la invasión
Es importante recordar el ‘sí’ dentro de la razón que hizo que las sociedades europeas y occidentales se opusieran con firmeza a la invasión por parte de Vladimir Putin. Es un homenaje debido a quienes han muerto o han sido violadas por el brutal ataque, a quienes se han visto desplazados, a los pueblos que han perdido sus libertades en el transcurso de estos cien días.
Y sin embargo, el mejor homenaje es encontrar la vía para el alto el fuego, aunque esta vía tenga que descartar propuestas maximalistas como que Putin sea juzgado en el Tribunal Penal Internacional, que el presidente ruso abandone el poder o incluso exigencias mínimas como que las fronteras de Ucrania vuelvan a ser las que eran —al menos oficialmente— antes del 24 de febrero.
Para que aparezca esa vía es imprescindible que los objetivos estén claros. Los de los combatientes son los más difíciles de compatibilizar, pero no es imposible hacerlo. El Gobierno ucraniano insiste en que la guerra no terminará con una pérdida del territorio internacionalmente reconocido bajo su soberanía; más adelante Kyiv necesitará garantías de no repetición, pero la clave será llegar a un acuerdo con una reafirmación de su identidad, su autonomía política y su cultura y que esta sea aceptada por el poder ruso, aun a costa de la pérdida de identidad rusófona en distintos enclaves en Ucrania.
El jueves, el propio Biden abría la puerta a una posible compra de petróleo ruso aprovechando la necesidad del Kremlin de vender, dado que la UE aprobó el martes un veto parcial al combustible ruso
El objetivo fundamental del Kremlin es no perder la batalla de la opinión pública en el interior de Rusia. La apuesta de Putin por una fascistización de la sociedad rusa por medio de la negación de la idiosincrasia ucraniana ha chocado, y parece haber sido el primer y más grave error de cálculo, con la determinación de la UE de reconocer la occidentalidad —la posibilidad de ser “como nosotros”— de Ucrania. Al contrario de lo que ocurrió con Georgia en 2008, la primera respuesta a la ambición del Kremlin —simbolizada en el hundimiento del Movska y el asesinato de 12 generales rusos— ha supuesto un problema inesperado para Putin. La posibilidad de que su pueblo lo considere un inepto.
Rusia
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Estados Unidos ya ha cumplido con creces sus objetivos en el apoyo dado a Ucrania. La anexión de Suecia y Finlandia a la OTAN, tras décadas de neutralidad, es la principal muestra de la importancia que ha recobrado la Alianza Atlántica a raíz del resurgimiento de la amenaza rusa.
Pero la guerra está teniendo una serie de efectos sobre la economía de Estados Unidos que merman las opciones de los demócratas en las elecciones del midterm que tendrán lugar en noviembre. El aumento del precio del petróleo que, según las previsiones de un capitoste de JPMorgan, alcanzará los 175 euros por barril, es un factor determinante en la urgencia por pasar a una nueva siguiente fase. En un giro de los acontecimientos, el jueves, el propio Biden abría la puerta a una posible compra de petróleo ruso aprovechando la necesidad del Kremlin de vender, dado que la UE aprobó el martes un veto parcial al combustible ruso.
Esta semana, en una carta publicada en The New York Times, Biden renunciaba explícitamente a uno de los objetivos de máximos que algunos de sus halcones se marcaron al comienzo de la invasión rusa: la deposición de Putin. Además Biden dice que “no presionará” al Gobierno de Volodímir Zelensky para que conceda territorio bajo soberanía ucraniana a Rusia pero no indica que Estados Unidos vaya a presionar para que no se conceda. Se extiende sobre Kyiv la sombra de Kissinger y sus consejos sutiles a Ucrania desde el Foro de Davos sobre que no es posible esperar que la guerra termine sin una cesión de territorio.
La cumbre de la OTAN de los próximos días 29 y 30 de junio es el momento propicio para que Estados Unidos pueda compartir con sus socios la necesidad de buscar una salida digna —y esta solo podrá ser negociada— a la guerra. Ojalá.
Aterriza como puedas
Los objetivos de la Unión Europea son más difíciles de concretar. El primero —da igual en que siglo leas esto— es detener el expansionismo de Moscú o, expresado en términos existenciales, conjurar el viejo problema ruso. El segundo, relacionado con el anterior, encajar las necesidades de seguridad de los países hostiles a Rusia con las necesidades energéticas y comerciales de las potencias hegemónicas del continente. El tercero, sostener la imagen de unidad y propósito común que la invasión rusa ha proporcionado a la Unión Europea, una imagen que ha propulsado la concepción de la OTAN como una empresa compartida, casi una idea europea a falta de otro proyecto geopolítico.
En cualquier caso, otro objetivo de la gobernanza de la UE ha sido superado exitosamente. Han quedado arrinconadas todas las voces críticas con la Alianza Atlántica. Las voces cualificadas de Europa —como la del comisario de Exteriores, Josep Borrell— han obtenido una victoria rotunda sobre aquellas que reclamaban una propuesta de tercera vía. A falta de una narrativa política en clave de paz, la Unión Europea ha sostenido un relato duro, efectivo y convincente, pero inútil si el plan es que termine la guerra.
En el caso de España, la posición de Pedro Sánchez respecto a la guerra ha servido, en última instancia, para seguir caminando en la consecución de un objetivo de tipo interno: la desaparición de Podemos. La última polémica sobre la participación o no de Unidas Podemos en la cumbre de Madrid y, más allá, la indignación del PSOE después de que un portavoz de la formación morada recordase que el contrato para la celebración de la cumbre de la OTAN en Madrid se ha adjudicado a Ifema a dedo, ha sido útil para seguir cavando la tumba del partido morado, que transita sin aliados por la difícil senda del envejecido “no a la guerra”.
Sin una sociedad civil que haya marcado línea para desbrozar preguntas tan fundamentales como ¿qué significa ganar una guerra?, la partida estaba perdida para cualquier fuerza política que se opusiera a la solución dada, que no es otra que más OTAN. La antipatía que genera Podemos en este momento y el deseo de marcar distancia de sus compañeros de viaje en el Ejecutivo, Alberto Garzón y Yolanda Díaz —mucho más habilidosos a la hora de ponerse de perfil y con la virtud a ojos del establishment de no ser de Podemos— han hecho de la posición legítima de disidencia a la OTAN un pasaporte a la marginación política.
La esperanza pasa, paradójicamente, porque la cumbre de Madrid sirva para comenzar a pasar el capítulo de Ucrania, es decir, que EE UU quiera cerrar esa carpeta y la UE acople la defensa de sus valores a esa orden. Si es así, Putin tendrá la escapatoria que necesita para detener la escalada militar en Ucrania y, aunque no será juzgado en La Haya (ese tribunal donde solo van a parar los dirigentes de Estados parias), el resto de las poblaciones europeas podrán vivir más tranquilas. Como recuerdan los más firmes partidarios de seguir dando la batalla de ideas, puede ser que eso no sea suficiente y que Putin mantenga el pulso, pero tendría sentido intentar abrir esa puerta para que el sátrapa se retire tras una invasión que, aunque ha sido fallida, puede prolongar mucho más tiempo del que la propaganda más optimista asegura.
Independientemente de que ese deseo se cumpla, quedará consagrado el 2% del presupuesto militar. Hasta para llegar a ese punto hay mejores y peores fórmulas. Si, en el caso de España, el aumento se produce incluyendo en el presupuesto de Defensa algunas de las partidas que se han incluido tradicionalmente y de manera fraudulenta en las cuentas de otros ministerios, y si prospera la iniciativa de que ese incremento se lleve a cabo por medio de una reforma fiscal —y no detrayendo los fondos de otras partidas—, el resultado neto del compromiso no será tan desastroso como si el final de este viaje supone que los servicios públicos paguen el coste de pertenecer a la OTAN.
Esta semana, el bot de Ursula K. Le Guin en Twitter publicaba la siguiente frase: “El fin justifica los medios. ¿Pero qué pasa si nunca hay un fin? Todo lo que tenemos son medios”. La moral de victoria flaquea si no hay un momento en el que pueda declararse la victoria. En Estados Unidos ya lo tienen en cuenta, es hora de que en Europa también comience a sonar el mismo discurso.
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