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La semana política
Agua de tres dígitos

Relevo generacional en la cúpula de Inditex, la compañía española con mayor capitalización bursátil.
Pablo Elorduy
4 dic 2021 05:24

En una escena de la tercera temporada de la serie Succession, dos personajes cenan en un establecimiento típico de las ficciones americanas: jarras de café, hamburguesas con queso, tartas de cereza. Lo que convierte en anómala la escena con respecto a otras similares es que los protagonistas no suelen parar en lugares así. Succession (Jesse Armstrong, 2018) trata de una familia y una serie de directivos que posee la mayoría de acciones y controla el consejo de administración de un importante grupo de comunicación estadounidense. Pertenecen a eso que desde 2011 se ha resumido como el 1% de la población, el gran capital, la alta burguesía, los mandarines, los putos amos. Los ultrarricos. Uno de los protagonistas de esa escena ha elegido acudir al establecimiento porque supone que es el tipo de comida que se sirve en las cárceles y, ya que se presenta como el chivo expiatorio de una investigación criminal que atañe a la empresa, pretende acostumbrarse a comer así antes de ir al trullo.

Es uno de los escasos momentos en los que los protagonistas de Succession aparecen en lo que la mayoría consideramos el mundo real. En la serie aparecen deliberadamente omitidos los momentos y las personas que permiten que esa vida muelle se reproduzca. No aparece, pero se intuye, la presencia de las cocineras, las nanis, las limpiadoras, figurantes invisibles del mundo de los ultrarricos. No se trata de la propuesta de entendimiento de Arriba y abajo —o su versión 2.0 Downton Abbey— ni del enfrentamiento con colmillo retorcido de Parásitos (Bong Joon-ho, 2019). En esta serie no hay interés en establecer diálogo, alianzas o conflicto entre la servidumbre y el poder. No hay una lucha explícita, por incomparencia de las clases ajenas al poder, pese a que toda la narración se centra en el antagonismo entre estos ultrarricos y el resto de la sociedad.

En abril de 2022 Ortega, hija del fundador Amancio Ortega se convertirá en la mujer al frente del primer grupo textil del país, la empresa “española” con mayor capitalización de mercado

El pequeño reparto de personajes —nada que ver con series corales del tipo de Los Soprano o The Wire— se mueve a lo largo del mundo en primera clase, veranea en yates de lujo, acude u organiza selectos actos de sociedad, a cacerías o a retiros en los que no falta ninguna clase de comodidad, ni bebercio del más fino, ni una fuente con lo que parecen langostas y bogavantes al final de un breve paseo por la playa. Como los dioses de la mitología griega son idénticos a la humanidad en cuanto que su vida es plena exclusivamente en inseguridades, absurdos, miedos y traumas. Como los dioses del Olimpo, a pesar de esas faltas que conocemos bien, no se nos presentan como seres humanos corrientes, sino como otra cosa. Seres de los que es posible esperar dádivas, no responsabilidades.

El mayor valor de Succession es que supone el acercamiento más crudo y antipático a las vidas de las élites que se ha dado en la ficción americana contemporánea. Los creadores de la serie no escatiman en recursos para establecer la diferencia radical entre entre ese poder y el resto del mundo, sobre el que influyen decisivamente “votando todos los días” en lugar de cada cuatro años como dice la frase atribuida a George Soros. 

La sucesión

El martes 30 de noviembre, Inditex anunciaba la próxima llegada a la presidencia del grupo de Marta Ortega, la hija de Amancio Ortega, el sexto hombre más rico del mundo. En abril de 2022, Ortega se convertirá en la mujer al frente del primer grupo textil del país, la empresa “española” con mayor capitalización de mercado y, últimamente, un verdadero transatlántico del negocio inmobiliario a través de Pontegadea, vehículo de inversión de Ortega padre, con el que controla la mitad de Inditex.

En 2006, dos periodistas de El Mundo publicaron un libro Los herederos del gran poder, que funcionó a modo de bienvenida para una nueva generación. Quince años después esos herederos de antaño han tenido otros herederos. Otro artículo en el mismo periódico —que arrancaba con una declaración probablemente tomada de una cuenta de Instagram: “Yo sólo bebo agua que cuesta tres dígitos”— trataba de contornear los perfiles de este relevo generacional.

Oficialmente, ellos y ellas, sus padres, madres y abuelas, sus tíos, sus ex y sus yernos suman 701 en toda España. Son el 0,01% de la población que tienen más de 30 millones de euros. Dos de cada tres no pagan un solo euro en concepto de impuesto de patrimonio. Los apellidos pueden ser recitados por cualquiera que alguna vez se haya topado con el poder en España. El mayor afán de los ultrarricos de tercera o cuarta generación —en España no es una convención empezar a contar desde la imposición del Franquismo— no es pasar desapercibidos por la calle, es no pisar el suelo de las calles en las que se desarrolla la vida del resto. El anhelo de invisibilizarse, de retirarse voluntariamente a urbanizaciones amuralladas, es relativamente nuevo, ajeno a la vieja ostentación de poder del capitalismo de siglos anteriores.

Como en la ficción, es interesante ejercitar algún músculo olvidado para observar lo que no aparece en los reportajes que dan la bienvenida a los nuevos herederos del poder. En el caso de Inditex, lo que queda fuera del relato del éxito son varias capas de explotación. La primera se remonta a los años 80 y 90, los tiempos de la subcontratación y las cooperativas de costureras en Galicia, que permitieron al grupo dar un primer salto. La segunda, al año 2005, en la que se expandió la red de externalización de la producción al norte de África, a distintos puntos del sudeste asiático y a China. La tercera, a la red que a partir de la crisis de las subprime ha convertido a Inditex en un grupo emancipado fiscalmente de España, a través del paraíso fiscal de los Países Bajos.

“Estamos lejos de su hogar en España, pero sentimos cierta cercanía con usted después de haber pasado la mayor parte de nuestra vida adulta haciendo su ropa con nuestras manos”, escribía un grupo de trabajadores de las maquilas de Myanmar en una carta enviada a Amancio Ortega. “Saber que su avión privado de 45 millones podría pagar 41.000 veces nuestros salarios anuales es tranquilizador. Seguramente un hombre con tales riquezas no necesita beneficiarse de la pandemia global aplastando a nuestros sindicatos”. 

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El grupo de Amancio Ortega se salta el acuerdo con los sindicatos y fuerza la salida de cientos de trabajadoras, a la vez que recorta los derechos laborales de la plantilla.

Son ecos que permiten recordar que alguna vez los Ortega tuvieron contacto con las leyes de los seres humanos. Todo aquello sucedió antes del “desanclaje financiero, económico, político, cultural, moral y residencial de las élites” respecto a las sociedades en las que se desarrollan sus negocios, que analizaron los sociólogos Joan Romero y Antonio Ariño en un libro llamado La secesión de los ricos (Galaxia Gutenberg, 2016).

El 8 de febrero de este año, un incendio en un taller clandestino de Tánger terminó con la vida de 28 personas. Las investigaciones policiales refirieron a la prensa marroquí que en el lugar de trabajo se habían hallado etiquetas de Pull And Bear y Bershka. En algunas calles de la antigua ciudad internacional era vox pópuli que el taller trabajaba para Inditex. Si hay alguna investigación o proceso abierto, este es particularmente discreto, como esos perfiles de Instagram que tienen el candadito puesto, de los que podemos imaginar que están repletos de todo tipo de exhibiciones de humanidad y lujo. Un mundo entero poblado por solo 701 personas. 

Descanso
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