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La semana política
La vida alegre
Es un mundo que hoy cuesta reconocer. En el centro de ese pequeño mundo, el Teatro Español, en la Plaza de Santa Ana de Madrid. En primer plano, el homenaje a la cómica Verónica Forqué, fallecida esta semana. Su capilla ardiente se instala en el Español. Al fondo de la memoria, lo que era la plaza hace treinta años. Un recuerdo completamente borrado. Para situarse, sirve un vídeo raro de una visita de David Bowie y Peter Frampton haciendo el ganso por el centro de la ciudad, buscando una taberna carismática. Cambian los coches, la ropa, el diseño de los columpios. Cuesta imaginar que las vecinas de entonces sigan de alguna forma en la plaza de hoy, en la que abundan los apartahoteles, los pisos turísticos, lo itinerante. La plaza no es tan distinta de lo que es hoy, pero pertenece a un mundo que ya no es el mismo.
Quedan las películas, unas cuantas protagonizadas por Forqué. Sé infiel y no mires con quién (Trueba, 1985), La vida alegre (Colomo, 1987), ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (Almodóvar, 1984), Bajarse al moro (Colomo, 1989) son los títulos pero también son frases que definen una época, una serie de costumbres. En el centro, decíamos, la Plaza de Santa Ana, que durante ocho años vio crecer un mercadillo de artesanos y una leyenda asociada a la bohemia y al peligro quinqui. Los tirones de bolso y la creatividad se sucedían en un continuo. Quizá no fuera tan peligrosa, ni tan creativa, pero hoy el mito es que lo fue. Hay una jeringuilla en el lavabo, carricoches de miga de pan en el puesto del rastro y un cheque con firmante socialista cada vez que se oye la palabra cultura.
Un año antes de la limpieza de Santa Ana, ordenada por el Partido Popular del concejal Ángel Matanzo —un hombre de otro tiempo— había muerto asesinado José Luis Fernández Eguia, ‘El Pirri’, de 23 años, compañero de Verónica Forqué en algunas de aquellas películas. En la belle époque podía suceder que un camello matase a aquel chico que salía en la tele. Noticias de sobredosis. Tirso de Molina, la plaza del 2 de mayo, Benavente. Plazas de esa ciudad de provincias insertada en la corte llamada Madrid.
Lo pintoresco, las partes más auténticas de esa cultura de los 80 han quedado aplanadas por el rodillo de la Cultura de la Transición, pero también por la negación de esa cultura de Estado
Los 90 verían la primera remodelación de la plaza. Fue diseñada por Esperanza Aguirre, entonces concejal de Medio Ambiente de la capital. Salieron antes los bohemios que los coches. Pronto se olvidó el compromiso de que la expulsión de los artesanos no iba a ser en beneficio de las terrazas de los hosteleros. Fueron desfilando vecinos y vecinas con rentas y ropas antiguas. Hoy Santa Ana es uno de los más insignes “no lugares” de la capital. Una plaza dura y con el discreto encanto de ser parada del tipo café a 4,5 para el turismo, cerrada por el Teatro Español, sin rastro —porque ya no sucede— de esa mezcla extraña entre lo yonqui, lo cool, lo arrastrado y lo floreciente que pudo tener lugar en España antes del triunfo de un modelo cultural específico. Y de su total desmoronamiento.
El declinar de lo progre
Si la creación de una nueva cultura es siempre errática y contradictoria, su éxito final se plasma en que aporta cohesión a la sociedad sobre la que opera, incorpora nuevas formas de pensar, que se hacen carne gracias a la entrada de nuevos roles en el imaginario y, de esta forma, en la vida corriente. El principal aporte de Forqué a la cultura de su tiempo fue seguramente favorecer que se extendieran esas otras formas de ser mujer, desvinculadas del mandato que era habitual hasta entonces.
Pero esto no es un obituario. Este texto trata de barruntar qué nexos quedan entre esa cultura de los 80 y lo que hoy ocupa o deja vacante ese espacio. El aterrizaje patoso en la modernidad del que se burlaba taimadamente Bowie en ese vídeo concluyó con una versión menos plural de lo que aquel tiempo prometía. Esa Cultura de la Transición se fue formando en los 80 y llegó a su gran momento en los 90, cuando se desplegó la industria publicitaria, el marketing y lo que hoy llamamos la marca personal.
El rotundo triunfo de esa cultura no permite ver matices como la explosión y expulsión de lo quinqui y, a menudo, se convierte en un ejercicio de resentimiento hacia los exponentes o representantes de ese tiempo marcado por la cultura de progre. Lo pintoresco, las partes más auténticas de esa cultura de los 80 han quedado aplanadas por el rodillo de la Cultura de la Transición, pero también por la negación de esa cultura de Estado.
El asunto principal hoy es, no obstante, que esa cultura no ha sido sustituida por otra —más bien, “lo facha” ha entrado como la némesis de “lo progre”— sino que se han terminado las maneras unívocas de percibir y programar la cultura. Ese pequeño mundo de las películas de los 80, la moda juvenil y la resistencia de los artesanos se ha roto otra vez esta semana.
El lunes 13 de diciembre corre por los grupos de Whatsapp la noticia. Leo un mensaje que pretende explicar algo pero solo genera más preguntas: “Se habrá cansado. 66 años”. En la vida del presente, la trágica muerte de una cómica se transforma después en clics, en impresiones, en sentidos homenajes, bienintencionados e innecesarios panegíricos, en un montón de ruido y en aceleradas respuestas y explicaciones. Y el sábado la noticia ya está amortizada. Dicen que la sobredosis de ansiedad generada por una nueva fase de exposición pública pudo influir en la decisión de Forqué de quitarse la vida. Como siempre que se habla de un suicido, las respuestas son menos importantes que el silencio que se abre después.
Salud mental
La noticia no es el suicidio
Este artículo solo añade un poco más de ruido pero no es un obituario, pretende ser un recuerdo de aquel mundo que hoy ya no se encuentra. Todo estaba a medio construir —la plaza de Santa Ana estaba a medio destruir—. Existía la comedia y la violencia, como en nuestro mundo. Pero el código era más fácil de descifrar, o eso nos parece hoy. La muerte trágica de una cómica puede servir, eso sí, para recordar cómo era aquella vida alegre, para celebrar que existió. Para quedarnos con lo más luminoso y lo más afilado de aquel tiempo.
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Gracias por la crónica
y por las referencias.
Personalmente es un ritual tocar el bronce de la estatua de Federico cuando atravieso la plaza.