Opinión
Paseo río arriba

Decidí volver de paseo a casa, de esos que duran un par de horas, de los que cansan las piernas y abren los ojos, y el cansancio se vuelve como una especie de droga alucinógena que abre los sentidos y la elocuencia. Como cualquiera, no tengo costumbre de dar paseos así, pero cuando los doy, disfruto infinitamente de mi soledad. Esta vez, no iba sola, porque el río me acompañaba, me iba pisando los pasos.
Me gusta el tópico literario del paseo. Robert Walser me cautiva: se ríe de la ciudad, de sus convencionalismos sociales absurdos, de los mercaderes, de los transeúntes, y acaba saliendo de la urbe y adentrándose en un bosque mágico. Recién leí Entre visillos y sus protagonistas se pasean inacabablemente, dando vueltas y vueltas a la ciudad de provincias tantas veces recorrida, por las mismas calles, del portal de una casa al Puente al Instituto a la Catedral a la Pensión. Y como ellos, mil más.
¿Desde hace cuánto no me paraba a escuchar el río?
En un momento dado, tras el primer kilómetro o así, me detuve. ¿Desde hace cuánto no me paraba a escuchar el río? Me quedé quieta, sostenida, de pie con los brazos cruzados, con los cascos puestos. Contemplaba los destellos del río. La luz del sol poniente reflejaba oblicuamente, y por eso me cegaba los ojos, tan intensa era aquella luz. El río se quemaba desde abajo, en pequeñas llamas que se dejaban llevar por la corriente a la par que no se movían de sitio, se regeneraban unas a otras en el mismo punto, mientras las que se transportaban se extinguían o cesaba un poco su brillantez. En mis oídos sonaba una canción que decía: “no sé cuánto dura esto”, y era una interrogación retórica, yo me preguntaba lo mismo, ¿cuánto duraría aquel momento? Me sentía en trance, sin ganas de irme. Solo de seguir contemplando.
Estos reflejos de luz son irrepetibles, temporal y espacialmente. El flujo del río es poco profundo y turbulento; no hay dos reflejos iguales. Considero que los dos grandes misterios de la vida son la luz y el agua, y en este momento estaban regenerándose mutuamente, estrechando sus lazos de parentesco.
Paseo río arriba 2 Un poco más arriba, me acerqué a la baranda: había un salto fluvial en la sombra. Ahora ocupaban toda mi mente la espuma y el sonido. ¿Desde hace cuánto no me paraba a escuchar el río? Y sin embargo, eso es lo que más me desconcertaba: todo este tiempo el río estuvo corriendo, hablando, y produciendo sus infinitos reflejos, aunque no estuviera yo para escucharlos, aunque no hubiera nadie que escuchara. En esto el río es algo suprahumano, nos supera: no necesita interlocutor.
Ya el río no le importa a nadie, solo a los que viven cerca y se lo pueden permitir, pasear
Siempre he considerado ése el mayor misterio de la naturaleza. Se oyen lejanos cantares, balbuceos, pasos, de gente que está un poco más allá, más arriba el río, o de gente que pasó por aquí. Pero el río es el lugar que amortigua todos los ruidos. Parece que todo, a la orilla del río, se silencia, se vocea, permanece tan quedo como al inicio de los tiempos.
Este retrato poético del río solo pretende mostrar una cosa, a través de la intimidad de mi contemplación del mismo: que hemos desplazado la naturaleza de nuestro día a día de un modo total. Ya el río no le importa a nadie, solo a los que viven cerca y se lo pueden permitir, pasear. Por este puente romano, y como este el Tormes, el Miño, el Tajo, el Ebro, el Segura, el Guadalquivir, y todos sus afluentes, lo que más pasan son coches; en su interior los pasajeros ya no asoman por las ventanillas, los niños ya no gritan igual ¡el río!
Y se va haciendo más tarde, hay más ondulaciones en su superficie porque se ha levantado algo de viento, ya paso por los diques que más me conozco porque por aquí he pasado otras veces. Escucho los grititos pequeños de un pato buscando a su madre. No sé cuánto dura esto. Siento cierta pesadumbre, por no volver a ver el río más a menudo con lo bien que sienta.
Y entro en mi barrio, y ya el río tiene tonos de la paleta de los ocres, de los verdáceos, de la tierra; ha perdido el río los colores brillantes del atardecer, pero no sus matices. Y cuando llego a casa, me quito los zapatos, me siento a escribir esto, poseída por el río, y quién sabe por cuánto tiempo, me digo: “la Naturaleza sigue ahí”.
Hemeroteca Diagonal
El aprendiz de río que escondía un tesoro (y el váter de una ciudad)
Radiografía de 92 kilómetros del cauce que cruza, además de la ciudad de Madrid, un coto de caza reservado a la Corona, un parque nacional y dos regionales.
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