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La mirada rosa
Deseable, no obligado
Hace unos días un buen amigo me hizo una pregunta que parecía muy fácil de responder: ¿qué pienso sobre la crítica hacia los hombres gais que son considerados «normativos»? No supe contestarla como me hubiera gustado, quizá porque quienes de una u otra forma tenemos vínculos con los discursos reivindicativos más organizados nos hemos acostumbrado a la inercia de sus innovaciones ideológicas. Aceptamos sin darle demasiadas vueltas cada planteamiento que comienza a difundirse por los círculos del activismo y rara vez se nos ocurre someterlo a un juicio debidamente razonado antes de compartirlo e incorporarlo definitivamente a nuestro propio conjunto de ideas fundamentales sobre las que asentamos nuestro propio discurso político.
Durante esta última semana he querido detenerme a revisar la cuestión y, para empezar, me aventuro a reformular la pregunta. En primer lugar, creo que no hemos de pensar tanto qué tiene de bueno o malo que existan gais «normativos», sino cuál es el problema de la «normatividad» en sí misma y, más allá, de qué hablamos cuando hablamos de «normatividad». El tema se ha trabajado ya en innumerables ocasiones y la respuesta es conocida: la norma de cómo hemos de comportarnos para alcanzar un mínimo de respetabilidad no deja una simple evolución —a veces ni siquiera— del mismo discurso que viene coartando nuestras libertades desde hace siglos. Como consecuencia, y para intentar evitar que siga prevaleciendo esa forma de pensar que tanto daño nos hace, es necesario que tratemos de erradicar esa forma de comportamiento, más aún entre quienes son sus potenciales víctimas.
Pero, sin entrar a fondo en el problema de definir la «normatividad» y catalogar qué comportamientos son deseables y cuáles no lo son —y sin olvidar que la «normatividad» también puede ser algo que debamos conquistar y transformar—; es posible dar paso a un segundo nivel de reflexión, donde realmente radica el problema sobre el que hoy quiero pararme a pensar. Podemos preguntarnos hasta qué punto es legítima la crítica hacia quienes siendo gais perpetúan esa maldita norma cisheterosexual que tanto daño nos hace o, lo que casi viene a ser lo mismo, hasta qué punto es exigible que los varones gais se comporten de una forma «no normativa», por mucho que consideremos que es la forma más adecuada de comportarse.
Hasta qué punto es exigible que los varones gais se comporten de una forma «no normativa», por mucho que consideremos que es la forma más adecuada de comportarse
Me planteo, para empezar, que antes de afirmar una postura u otra es importante saber si esa particular manera de existir que consideramos «normativa» es consecuencia de una decisión deliberada o si, de algún modo, es el resultado de la necesaria adaptación al medio que cada cual, a su manera, encuentra más cómoda, más habitable, para hacer de su vida la vida más vivible de la que es capaz. Me planteo, así, si es posible una especie de dolo, de voluntad, en la forma que nos permite existir que sea susceptible de censura. Y me planteo también que dar respuesta a este difícil dilema no solo supone un posicionamiento ético, sino que implica directamente el modelo de reivindicación que defendemos. ¿Hasta qué punto defendemos un movimiento prescriptivo, que nos indique de qué manera han de ser vivibles nuestras sexualidades y que censure las vivencias que se apartan de una nueva «normatividad» que nos parezca ética, adecuada y correcta? ¿No debemos plantear, en cambio, que nuestro activismo debe presentarse como una herramienta de liberación que posibilite otras vivencias de la sexualidad más adecuadas a nuestros postulados y ayude a construirlas a quienes no son capaces de hacerlo?
Me temo que no es posible ofrecer una respuesta sencilla o, al menos, tan sencilla como me gustaría. La única conclusión posible que encuentro es postular las medias tintas, es decir, la tercera vía del ni contigo ni sin ti que siempre resulta más certera pero más difícil de recorrer. Porque, pese a que debamos realizar una crítica seria y bien razonada hacia esos gais «normativos» que siguen reproduciendo esquemas de comportamiento que consideramos perjudiciales, en ningún caso podemos permitirnos un juicio tan severo que aparte a todas esas personas de nuestro ideario. Corremos el riesgo de que, como ya se está produciendo, se alejen de nuestro movimiento y, por lo tanto, de la ética que defendemos. Corremos el peligro de que construyan una pseudoética paralela que ponga en tela de juicio nuestro ideario.
Por eso, por necesidad y estrategia, necesitamos que nuestra opinión sobre los gais «normativos» no sea una crítica de la cancelación sino una crítica de la educación. Necesitamos dejar bien claro que todo análisis y todo posible reproche tiene como intención última la liberación, tanto de quienes pertenecemos a nuestro movimiento social como de quienes no se sienten partícipes de él. Es necesario que afirmemos con claridad que el comportamiento que planteamos es deseable, no obligado. Los gais «normativos» pueden ser criticables, pero en ningún caso descartables, porque necesitamos de su apoyo —y del apoyo del resto de la población— para seguir difundiendo nuestras reivindicaciones. Los gais «normativos» no son nuestro adversario, sino una parte de nuestra militancia potencial a la que aún no hemos sabido convencer de que nuestro comportamiento como seres humanos implica siempre una responsabilidad social que no es posible no tener en cuenta.
Los gais «normativos» no son nuestro adversario, sino una parte de nuestra militancia potencial a la que aún no hemos sabido convencer
Si mi amigo Ramón —curiosa la coincidencia del nombre— volviera a preguntarme hoy qué pienso sobre la cuestión, tendría que decirle que hemos de andarnos con mucho cuidado cuando realizamos determinadas críticas en nombre de nuestro movimiento social. Porque con la misma fiereza con que podemos, en primer lugar, censurar el comportamiento «normativo» de los varones gais, que podemos considerar «contrarrevolucionario», se podrá también criticar a las lesbianas que no se visibilizan o a las personas trans que se someten a la cirugía para acercar sus cuerpos a la «normatividad».
Antes de cancelar a nadie, debemos comprender en primer lugar sus motivaciones para comportarse de uno u otro modo y, entonces, debemos intentar persuadirle de la importancia, de la responsabilidad que conlleva ser una persona LGTB visible. Y, entre unos y otros debates, debemos preguntarnos también si ese instrumento de pensamiento que hemos conceptualizado bajo el nombre de «homofobia» puede llegar a emplearse en perjuicio de quienes eran el objeto principal de protección cuando acuñamos esa idea. Si hacemos obligado lo que solo es deseable, debemos preguntarnos si la homofobia puede acabar siendo homófoba. Y no dejar de preguntarnos, claro, de qué hablamos cuando hablamos de «normatividad».