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Pensamiento
Urge un nuevo relato
Lo que más distingue hoy en día a las derechas populistas de las izquierdas transformadoras es que estas últimas carecen de un relato que confiera sentido a sus propuestas y de mitos que levanten multitudes
Desentonó el atril. Una barra de cinc habría enmarcado mejor el tabernario discurso que Juan Roig pronunció en el Congreso del Instituto de Empresa Familiar. Si ya resultaba puro cinismo el gesto de invitar a hablar en un evento de nombre tan entrañable al presidente de una compañía conocida por el acoso a sus empleados, que a duras penas pueden conciliar la vida familiar con la laboral, Roig se sintió lo suficiente relajado como para amenizar a la adinerada concurrencia con perlas como “hablaremos de empresarios y empresarias porque si no luego te meten en la cárcel […] Entonces todas las empresas y empresos [sic] surgimos de un sueño […]”, o “no nacemos para maximizar beneficios, si no nos tendríamos que dedicar a la droga”.
A pesar de la obscena procacidad de la que hizo gala Roig en su charla “Orgullo de ser empresario”, el público rió a carcajadas con cada ocurrencia. Normal. No solo se encuentran en similares condiciones y se enfrentan a situaciones parecidas, sino que además comparten el mismo relato sobre su papel en el mundo, que puede resumirse, al modo rajoyano, en que “los empresarios hacen cosas”. Y da la casualidad, mantienen, que esas “cosas”, que tan suculentos beneficios les procuran, generarían además una cierta contribución social.
El relato de clase trabajadora no dispone de mitos propios hoy en día
Estos días ha sido recurrente reproducir la conocida frase que encabeza el Manifiesto comunista sobre el fantasma que recorre Europa, ampliado ahora al mundo, para hablar sobre el auge de la extrema derecha. Y sin embargo la paráfrasis no solo se refiere a un muerto que está muy vivo, sino que aparte lo vemos ya alojado en los gobiernos de diferentes países. Mientras seguimos discutiendo de si este fenómeno es o no fascismo, galgos o podencos, su mensaje de odio, emitido bajo la forma de una desvergonzada e insultante charlatanería, se expande por los cuatro confines del globo.
El último debate en el que se han enzarzado las izquierdas es el de la diversidad y de si es una trampa que ha contribuido a fragmentar a la clase trabajadora, pero la auténtica trampa es el propio debate, que contribuye aún más a dividirnos mientras desnuda la orfandad en la que nos encontramos. La diversidad es rica y contribuye a aumentar la pluralidad de un colectivo, que es un factor positivo siempre que exista dicho colectivo, es decir, un conjunto cohesionado por una identidad común. Pero constituye todo un esfuerzo voluntarista decir que tal identidad existe, dado que nos hemos acostumbrado a confundir “clase obrera” con “clase con conciencia de ser obrera”.
Un relato nuevo compuesto de mitos transversales, es decir, con los que puedan reconocerse identidades variadas y que además sean extrapolables a otros espacios y otras épocas, sin que apesten al alcanfor
Toda identidad tiene un relato, y este se compone de mitos movilizadores, como el de que “son los empresarios quienes, de forma abnegada, buscan beneficios para toda la sociedad generando riqueza”, o aquel otro de que “tiene que aparecer honrado ciudadano que emprenda una cruzada para eliminar los privilegios de unas minorías que parasitan una nación uniformemente sana” –sí, son tan semejantes que podrían pasar por ser el mismo mito–. El relato de clase trabajadora no dispone en cambio de mitos propios hoy en día. Más que el desplome de una potencia, la desaparición de la URSS significó la desaparición del mito fundamental de la constitución del poder proletario –cuya certidumbre quedaba corroborada por su doble carácter de esperanza para las clases trabajadoras de todo el mundo y de amenaza para burgueses e imperialistas–, por más que resulten abominables el capitalismo de Estado y otras políticas represivas a que dio lugar. Puntualización: ahora estamos hablando de mitos, no de hechos.
Es un mito compartido universalmente el que facilita la identificación en cualquier parte del mundo, por encima de la nación, género, etnia, preferencia sexual o credo. Como la URSS, lo fue en su momento, aunque a escala más limitada, la efímera Asociación Internacional de Trabajadores fundada en 1864, cuya fama, más que medirla en términos de eficiencia práctica, habría que hacerlo en la parte que tuvo de proyección. Que la ausencia de un mito, con su relato aparejado, haya dado lugar a una atomización de identidades es lógico; como, en el fondo, lo son también el repunte del soberanismo nacionalista o la sustitución del discurso internacionalista por una geopolítica ramplona. No son más que síntomas del mismo problema.
Las izquierdas están armadas de datos y de crítica, pero lo que realmente urge es, para el sujeto de siempre –la clase trabajadora–, un relato nuevo compuesto de mitos transversales, es decir, con los que puedan reconocerse identidades variadas y que además sean extrapolables a otros espacios y –como hicieran Marx y Engels al enunciar que la lucha de clases es el motor de la historia– otras épocas, sin que apesten al alcanfor de una nostalgia manoseada ni de un mecanicismo obtuso.
Por último, y que no se olvide, hay que lanzar también una advertencia a la alegre pandilla, entre sincera y oportunista, de progres y socialdemócratas, liberales con inquietudes sociales y autores a la búsqueda desesperada de lectores: no aspiramos a una redistribución mayor de la riqueza, sino, como clase trabajadora y, por ende, productora de la riqueza, queremos gestionarla directamente. Este podría ser un buen inicio para nuestro nuevo relato.