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Tecnopolítica
Algoritarismos
Recuperar la política pasa hoy por robársela a una tecnología que, lejos de la promesa emancipadora, nos estandariza como parte de su plan de negocio.
Los algoritmos nos aborrecen. Tanto, que nos piden que seamos mejores, que optimicemos nuestros perfiles, que los filtremos y los expandamos, constantemente, a través de apps que les sirven de embudo para alimentarse de nuestros deseos y frustraciones. No les interesamos tal y como somos: impredecibles, diferentes, erráticos, tendentes al equívoco, ambiguos. Su interés radica en hacernos ser lo que no somos, igualarnos en el trazo grueso a través del consumo de nosotros mismos.
A los algoritmos no les interesan las causas, el porqué o el cómo, para ellos somos correlatos del gato de Schrödinger en una caja negra digital. Como si el perro de Pavlov creyera que le ha arrebatado a éste la campana y la tocara incesantemente no ya esperando comer, sino por el placer, por la salivación que tocarla provocan.
Los algoritmos nos aborrecen porque somos adictos a nuestra propia serotonina. Eso les obliga a trabajarse las recompensas, aprender de sí mismos, esforzarse por maquillar de aleatoriedad la pauta. No necesitan aprender de nosotros; simplemente, hacernos predecibles. Lo que es probable para uno, deviene un promedio, una tendencia, cuando sumamos unos cientos, unos miles, millones. Esa seguridad que nos ofrece la grey digital para devenir tendencia y abandonar por unos instantes la incertidumbre de este mundo globalizado, precarizado, para hacernos sentir parte del plan de negocio.
Del “algoritmo activista” a las cercas digitales
Antes, en un pasado mítico, los algoritmos eran sensibles, democráticos, conscientes, activistas, su potencia para emancipar a las multitudes conectadas, como dijo alguien, no tenía parangón en la historia de la humanidad. Los algoritmos nos arrojaron a las calles, hicieron que ocupar las plazas de medio mundo pareciera fácil, ampliaron nuestras luchas, nos dieron voz más allá de los dogmas, liderazgos y de la ortodoxia de siempre. Nos forjaron nuevas identidades a golpe de hashtag, tornándonos virales en una infodemia global sin fin, haciendo multimillonarios a unos cuantos geeks de Silicon Valley, donde no se ocupó ninguna de sus bonitas plazas inspiradas en la arquitectura zen, ninguno de sus parques y jardines de aire oriental.
Lo que llamo algoritarismos, se nutre hoy de una espiral del hackeo que centrifuga los propios principios de la ética hacker, poniéndolos al servicio de una despiadada economía de bolos, sustentada por esclavos vendidos como emprendedores.
Después, recientemente, han comenzado los enclosures, las cercas. El capitalismo no es muy original, ya sabemos. Economía del mínimo esfuerzo, menor coste, mayor beneficio, de ahí la inversión en odio para apuntalar las vallas digitales, siempre en el nombre de la soberanía y la libertad. Es mucho más rentable y menos costoso que invertir en solidaridad, comprensión o empatía, que no venden tanto y tampoco funcionan como coartada de la libertad o la soberanía de unos frente a la de otros. Las multitudes conectadas.
Vallas digitales y esclavos “emprendedores”
Lo que llamo algoritarismos, se nutre hoy de una espiral del hackeo que centrifuga los propios principios de la ética hacker (Manifiesto hacker, McKenzie Wark, 2006), poniéndolos al servicio de una despiadada economía de bolos, sustentada por esclavos vendidos como emprendedores. Así que las supuestas disputas por una Internet sin cercas, a la manera de John Perry Barlow (Declaración de independencia del ciberespacio, 1996) frente a las apelaciones soberanas, la autodeterminación digital proclamada por algunos estados o las murallas, muros y fronteras digitales, como una realidad aumentada del hormigón y las concertinas, sin apenas regulación internacional más allá de obsoletas leyes comerciales y de propiedad intelectual cuyo incumplimiento sienta doctrina en esa espiral, jalean el pulso entre los dos sistemas operativos que dominan el mundo digital y a través de los que circula prácticamente todo lo que hacemos, pensamos y deseamos.
Recuperar lo político en cada uno, implica robarle la política a la tecnología, arrebatarle el privilegio a los bots, como Prometeo le arrebató el fuego a los dioses.
Todo esto podría ser el arranque de una narración distópica, aunque no requiere demasiada imaginación, simplemente dejar un rato de usar el móvil como un espejo que fomenta hedonistamente nuestro narcisismo y observar cómo lo usamos, para qué, durante cuánto tiempo y a quiénes y para qué fines sirve todo ello.
Lo personal es político, enseña el feminismo. Recuperar lo político en cada uno, implica robarle la política a la tecnología, arrebatarle el privilegio a los bots, como Prometeo le arrebató el fuego a los dioses, para compartirlo a los humanos. Solo entonces tendrá sentido hablar de tecnopolítica, ya que por ahora, al hablar de esta solo alcanzamos a atisbar, encadenados a nuestras pantallas, las sombras que produce un fuego digital que avivamos con mentiras.