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La vida y ya
Boletos de la suerte

La rutina, como todas las rutinas, se repetía metódicamente. El viernes por la tarde iba al quiosco donde vendían los boletos para el sorteo y compraba un número. Siempre el mismo. Cada viernes.
Es verdad que no había acabado la primaria y de matemáticas sabía lo justo para desenvolverse con el cambio, pero también es verdad que otras personas que sí habían estudiado algo de probabilidad hacían lo mismo. Apostar a un número como si la lealtad de permanecer fiel a esas cifras, semana tras semana, incrementase las posibilidades de ganar.
Si había algo que la pudiese sacar de esa situación sería más la suerte de ganar un sorteo que esperar a que una especie de revolución consiguiera que la gente como ella pudiera tener una vida digna
De todos modos no era ingenua. De hecho estaba muy lejos de serlo. Sabía cómo funcionaba el mundo y por eso pensaba que si había algo que la pudiese sacar de esa situación de precariedad hecha vida, de tener que contar las monedas una y otra vez, de colocarlas en columnas para ver si, por algo parecido a un conjuro, apareciera alguna más. Si había algo que la pudiese sacar de esa situación sería más la suerte de ganar un sorteo en el que hubiera mucho bote acumulado que esperar a que una especie de revolución consiguiera que la gente como ella pudiera tener una vida digna.
Le gustaba escuchar a los chicos del barrio cuando comían unos caramelos de azúcar que vendían en el mismo quiosco en el que ella compraba el boleto para el sorteo. Con los caramelos les regalaban billetes de papel y, como el dulzor se esfumaba en sus bocas tan rápido como un respiro, luego se ponían a jugar a decir por turnos qué se comprarían con todo ese dinero falso: “Una moto para cuando sea más grande”. “Unas zapatillas de deporte firmadas por Mbapeé”. “Un móvil”. “Un rifle con balines”.
Esos chicos, igual que otros, soñaban con tener las cosas que salían en las pantallas mientras sus madres, en sus casas, hacían torres con las monedas, apiladas unas sobre las otras, para ver si conseguían las suficientes para comprar lo imprescindible para ese día.
Aunque la rutina sigue siendo la misma, viernes tras viernes, ahora sabe que, si le tocara todo ese dinero, lo primero que haría sería arreglar el techo del centro comunitario y luego hacer una merienda con toda la gente del barrio
Ella también fue niña en ese barrio. También tuvo esos sueños. Ahora ya no. Aunque la rutina sigue siendo la misma, viernes tras viernes, ahora sabe que, si le tocara todo ese dinero, lo primero que haría sería arreglar el techo del centro comunitario y luego hacer una merienda con toda la gente del barrio donde los niños y las niñas pudiesen comer caramelos hasta hartarse.
Desde que comenzó a participar en la asociación de mujeres se dio cuenta de que su bienestar pasaba, necesariamente, por saber que el resto de su comunidad también estaba bien.
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Gracias, María González Reyes. Nos has regalado un hermoso texto sobre la unión de los que no tenemos más que lo justo para gatear hasta el día 30. En pocas palabras has dicho tanto o más, y desde luego mucho mejor porque llega al corazón de los pobres, que esos sesudos ensayos universitarios. Hablas de la igualdad entre los pobres, los parados, los sin techo, los hambrientos, los que vienen de fuera, los que son de dentro... La dificultad de todas ellas para encontrar un curro, para ser explotados vilmente. Los problemas son los mismos, la rutina y el deseo de aquello que vemos en la tele, es el mismo, los sueños son iguales, la conciencia de clase ya no tanto. Comprender que es mucho mejor "arreglar en techo del centro comunitario" que procurarse la posesión de dispositivos que nunca nos harían felices.
Salud