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La vida y ya
No me puedo dormir
Estaba metido en la cama y no paraba de moverse. “No me puedo dormir”, anunció por fin. “¿Me tumbo contigo?”. Sonrisa.
Me gusta tocarle el pelo mientras le abrazo y miramos las sombras del techo. Sus palabras van desprendiéndose como las hojas de las hayas cuando llega el frío. Sin prisa pero seguras de querer soltarse del árbol. “Mamá, es que estoy preocupado por el cambio climático”.
Trago saliva. Respiro. Miro el reloj. Es más tarde de lo habitual. Mañana hay cole. Respiro de nuevo. “¿Y qué te preocupa?”. “Que no tengamos comida, que no podamos seguir viviendo aquí porque se acabe el agua, que haya guerra”, dice.
Ha crecido en un entorno en el que, a menudo, suceden conversaciones sobre la crisis climática. Sobre los datos, sobre los posibles escenarios futuros, sobre qué hacer. Seguro que ha percibido al mundo adulto que le rodea preocupado, enfadado, triste. Seguro que conoce el peso de la palabra incertidumbre y de que tenemos pocas herramientas para manejarnos en ella, y más si va pegada a palabras como urgencia o emergencia. Siempre me ha parecido bien que escuche estas conversaciones porque me parece que sirven para prepararle para la vida, pero creo que le falta oír más la idea de que la catástrofe no está asegurada, que en este escenario tienen cabida no solo las peores sino también las mejores opciones.
En el colegio ha hecho trabajos que luego decoran las paredes del centro. Trabajos que muestran todo lo que hacemos los humanos para destrozar el planeta. Trabajos que, a menudo, no cuentan las iniciativas, acciones y propuestas que están haciendo muchos colectivos y comunidades en diferentes lugares para que cambie esta forma de pisar la tierra.
“A mí también me preocupa”, le digo. Se gira, me mira. Sé que cualquier otra respuesta no hubiera servido.
Pienso en la preocupación. En la suya. En la mía. Y en el miedo. Pienso que la preocupación y el miedo pueden ser un impulso para vencer la idea de que todo es inmutable. Pienso que pueden servir para revolver las ganas de hacer cosas. De intentar hacer algo, de soñarlo al menos, de gritar.
El miedo y la preocupación, si van acompañados de la posibilidad de un futuro mejor, generan movimiento. Un movimiento que cambia la sensación de miedo. Y la sensación de preocupación. Y activa la posibilidad de atreverse a imaginar. Y activa la posibilidad de vencer la idea de que lo que está por venir será peor hagamos lo que hagamos.
“¿Sabes lo que hago para que la preocupación se me haga más pequeña? Me junto con otra gente y pensamos ideas de cómo podemos cambiar lo que nos preocupa. Escribimos, hacemos acciones, debatimos. A veces estamos de acuerdo sobre qué hacer, a veces no, pero al juntarnos algo cambia, porque sabes que no estás sola en esto y que hay muchas personas que quieren que el mundo sea diferente. Tú conoces a muchas de ellas”.
“Pero es que yo no sé qué va a pasar”, insiste. “Yo tampoco lo sé, pero de lo que estoy segura es de que el futuro no está ya definido, lo construimos con lo que vamos haciendo y juntándonos con más gente se nos van a seguir ocurriendo muchas formas bonitas y justas de vivir”.
Nos quedamos en silencio. Un silencio que es como volver a casa. Escucho su respiración hasta que se duerme.
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