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Centros sociales
Del Laboratorio a La Ingobernable
Un centro social como La Ingobernable puede, entre otras muchas cosas, impulsar procesos de reapropiación de lo público, de cooperación sin mando y de autogestión de proyectos colectivos.
La Ingobernable se ha popularizado en sus primeros días de existencia. Defensores y enemigos de los centros sociales la han situado ya en un lugar destacado en el tablero de las batallas políticas madrileñas. El centro social de la calle Gobernador es reapropiado u okupado, como se prefiera decir –siempre y cuando no se establezca una jerarquía de legimidades entre ambas palabras– el pasado 6 de mayo, en medio de un cóctel de alta graduación política debido a varios factores. Por un lado, a la vitalidad de los sectores populares organizados actualmente más activos en el proceso de recuperación del derecho a la ciudad –derecho a la vivienda, derecho a la salud, derecho a la libre circulación, etcétera–, con muchas ganas de recuperar la calle y deseos urgentes de transversalizar sus luchas. Por otro lado, a la nueva entrega de la interminable serie de la corrupción política del PP “madrileño”, cuyas temporadas cambian de título —Púnica, Lezo, Mercamadrid—, pero cuyos episodios se repiten sin cesar en una suerte de bucle infinito de malversación de fondos públicos y tramas dedicadas a poner las propiedades y servicios de todos (Canal de Isabel II, Mercamadrid…) al servicio de los intereses de un partido político.
Y en medio de esta fuerte marejada política, el gobierno de la capital sigue navegando con un rumbo aún demasiado impreciso, de forma que el medio millón largo de votantes que apoyaron a Ahora Madrid no termina de saber si su timón virará con firmeza hacia la apuesta de transformación del modelo de ciudad apuntado en su programa –(re)municipalización de los bienes y servicios esenciales, universalización del derecho a techo, sustitución de las políticas de austeridad por las de distribución de la riqueza o democratización real de la decisión política– o si, por el contrario, ese gobernalle se le escapará de las manos y el buque de la nueva política se dejará llevar por la corriente del modelo anterior. Esto es, por un modelo desvalijador de lo público y promotor de la ciudad-negocio para unos pocos.
Pero en el marco de este complejo escenario, ¿qué puede un centro social? Intentaremos concretarlo mediante un brevísimo glosario inspirado en los aprendizajes procedentes de la tradición de los centros sociales madrileños de la década de 1990 y, más concretamente, del CSOA El Laboratorio, cuya okupación cumple ahora 20 años. Un centro social como La Ingobernable puede, entre otras muchas cosas, impulsar procesos de reapropiación de lo público, de cooperación sin mando y de autogestión de proyectos colectivos.
Reapropiación de lo público porque, frente a la vorágine saqueadora de las propiedades sociales antes descrita, un centro social siempre trata de recuperar un recurso inutilizado (o dejado en barbecho de cara a especular más adelante con él) para devolverlo a un aprovechamiento común. Esto del común, que a veces suena a milonga indescifrable, posee, sin embargo, un contenido muy concreto, sencillo de entender e irreversiblemente obvio para cualquiera que lo experimente. Todo es, al mismo tiempo, de una, y de todas y todos los demás. El interés como mercancía del bien inmueble es radicalmente remplazado por el valor social de su uso colectivo. Se trata de un laboratorio social donde los productos de la acción colectiva no persiguen un fin lucrativo o comercial, sino colaborativo. En otras palabras: se juega en un tablero donde impera la regla del acceso universal.
Así, pues, el edificio de Gobernador,39, hoy abierto a las propuestas de quienes decidan participar en él, ha pasado de ser un fantasma larvado en su abandono a convertirse en un fantástico organismo vivo y mutante, compuesto de mil a(u)las en forma de espacios infantiles, salas de reunión de colectivos variopintos, locales de realización de toda suerte de actividades culturales, sociales y políticas, aulas de autoformación, comedores populares o salas de ensayo musical.
Estamos ante la imparable metamorfosis fruto de lo que en el CSOA El Laboratorio se denominaba ‘cooperación sin mando’. Otra expresión que puede sonar rara y pedante en un primer momento, pero que también remite a una realidad muy familiar para cualquiera. Porque cualquiera sabe que toda persona cuenta con un buen puñado de conocimientos, experiencias y perspectivas singulares que, puesto a colaborar con otras personas en función de un objetivo decidido conjuntamente –esto es, no impuesto– y no mediado por la búsqueda de beneficio, es susceptible de alcanzar una potencia de producción incalculable.
Nadie sabe lo que puede un cuerpo, decía Spinoza. Por eso un cuerpo colectivo es una fuerza muy temida por las políticas que mercantilizan la vida para ponerla al servicio de una gramática de privilegios, jerarquías, fronteras, exclusiones, alienaciones y miedos. Porque el mundo se abre a otro lenguaje. A un lenguaje profundamente subversivo y transformador. A unos códigos comunes que permiten superar la impotencia individual para alcanzar una potencia colectiva de cara, por ejemplo, a evitar desahucios, deportaciones o despidos; de cara, también, a acompañar y superar situaciones de vulnerabilidad y de violencias de género u otras muchas; de cara, asimismo, a liberarse de las precariedades impuestas por un mercado laboral cada vez más despiadado, impulsando prácticas económicas alternativas, grupos de consumo responsables y cooperativas solidarias.
Cuando en un centro social como La Ingobernable un grupo de personas monta, por ejemplo, un espacio infantil, sorteando así los obstáculos erigidos por el mercado a la socialización de las labores de crianza y poniendo en práctica, en el mismo movimiento, una forma de escapar del aislamiento del mundo doméstico y otra manera de articular las relaciones afectivas, esto es cooperación sin mando.
El 12 de mayo, en el programa Las Claves del Día de Telemadrid, cuando el entrevistador preguntaba a uno de los portavoces del centro social La Ingobernable sobre las actividades desarrolladas en el espacio, uno de los colaboradores lo interpeló con mucha inquietud y visiblemente indignado, diciendo: “Pero entonces, ¿ahí entra cualquiera y hace lo que le da la gana?”.
La respuesta, por un lado, sería sí. Porque es cierto que puede entrar cualquiera en la medida en que se trata de un espacio liberado de las fronteras económicas, administrativas, morales, religiosas y políticas que vetan habitualmente tantos otros espacios públicos (incluidas las calles) en función del origen, aspecto, identidad sexual u otras.
Cierto es, además, que esos cualquiera disfrutan igualmente de la posibilidad de proponer cualquier cosa. Ahora bien, ¿esto significa que todo está permitido? En absoluto. La respuesta completa es que las personas harán lo que les dé la gana siempre y cuando sus propuestas sean presentadas y aprobadas por el órgano democrático de toma de decisiones que es la asamblea.
Contrariamente a la política representativa, aquí no hay mediaciones. La asamblea decide qué se hace y qué no en función de la aportación de la actividad al espacio colectivo y del mecanismo de toma de decisiones del que este se haya dotado. Esto es lo que se denomina autogestión: un espacio o proyecto donde las decisiones se adoptan de forma asamblearia y los objetivos de las mismas no pueden ser impuestos por intereses ajenos. En dos palabras: autonomía de gestión. En una: política.
Pese a la promoción de todas estas prácticas y experiencias, los centros sociales no son, por supuesto, ningún paraíso. Están atravesados por las miles de relaciones de poder que habitan el mundo. Pero tratan, al menos, de cuestionarlas y, en este proceso de puesta en tela de juicio, se convierten en escuelas de politización, en fábricas de espíritus críticos, en talleres de producción de nuevos paradigmas, teóricos y prácticos, que son condiciones indispensables, aunque por desgracia no suficientes, para transformarlo.
La ideología neoliberal y su materialización en el mundo cada vez más polarizado e injusto que conocemos, no puede, por lo tanto, más que odiar estos focos de autogobierno. Las fuerzas que se autodenominan progresistas, deberían, por el contrario, reconocerlos, legitimarlos y legalizarlos porque en su poder constituyente reside una de las fuerzas capaces de avanzar en el camino hacia nuevas institucionalidades realmente democráticas.