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Energía nuclear
“Sin formación”
Artículo publicado originalmente en Beyond Nuclear International.
“Mi consejo es que tengan cuidado con los ingenieros. Empiezan con máquinas de coser y acaban con bombas nucleares”. Marcel Pagnol
Mi norma habitual es ignorar a los implacables trolls pro-nucleares que salpican nuestras páginas con incesantes comentarios negativos y, en ocasiones, con insultos ad hominem. Al fin y al cabo, sólo tienen un objetivo -aparte de meterse en las narices de uno-, que es dominar y, por tanto, controlar la narrativa.
Pero recientemente ha surgido un tema recurrente que hay que abordar, porque habla de quién puede hablar de la energía nuclear. En opinión de los trolls, si no tienes credenciales científicas, no estás cualificado para comentar sobre la energía nuclear.
En mi caso, como tengo una licenciatura en literatura inglesa, aunque obtenida hace muchas décadas, no tengo, según los trolls, ninguna autoridad para exponer los aspectos negativos de la energía nuclear.
Este argumento tiene algunos fallos bastante obvios, el primero es que presupone que el cerebro humano es incapaz de aprender nada nuevo después de los 21 años.
Pero también ejemplifica el tema de una reciente conferencia celebrada virtualmente en Linz por tres grupos antinucleares austriacos que examinaron la “Mentira Atómica”. ¿Cómo se ha perpetuado esta mentira? Respuesta: por aquellos que promueven la industria de la energía nuclear ungiéndose como la única autoridad considerada lo suficientemente informada para opinar sobre ella o tomar decisiones sobre su uso y seguridad.
¿Qué clase de mundo acabaremos teniendo si, por el amor de Dios, permitimos que sólo los ingenieros decidan lo que es mejor para nosotros (con todo el respeto a mis amigos que son ingenieros y que, sospecho, serían los primeros en estar de acuerdo)? De ahí la cita de Pagnol que encabeza esta página.
Esto significaría, por ejemplo, que los shoshone occidentales no deberían opinar sobre el destino de la tierra de Nevada que administran, porque los ingenieros nucleares han decidido que está perfectamente bien cavar un gran agujero en el suelo volcánico y enterrar allí los residuos nucleares.
Significaría que los isleños de las Islas Marshall no tendrían nada que decir sobre las generaciones de cánceres y defectos de nacimiento que han sufrido como conejillos de indias involuntarios de las “pruebas” atómicas, porque, después de todo, fueron los científicos quienes decidieron que estaba perfectamente bien detonar 67 bombas atómicas allí y arrasar las islas.
Esto me recuerda a un ataque de hace años, en una carrera periodística anterior, cuando escribí críticamente sobre el gobierno sudafricano del apartheid y en apoyo del llamamiento de la estrella del tenis afroamericano Arthur Ashe a sus compañeros de equipo para que boicotearan el país hasta que Mandela y sus camaradas fueran liberados. Un tenista sudafricano blanco especialmente ácido y desagradable, que es mejor dejar en el anonimato, me dijo en su momento que no tenía nada que comentar sobre Sudáfrica porque nunca había estado allí. (Desde entonces lo he hecho, dos veces).
Significaría que los isleños de las Islas Marshall no tendrían nada que decir sobre las generaciones de cánceres y defectos de nacimiento que han sufrido como conejillos de indias involuntarios de las “pruebas” atómicas, porque, después de todo, fueron los científicos quienes decidieron que estaba perfectamente bien detonar 67 bombas atómicas allí y arrasar las islas.
Lo que estaba diciendo, por supuesto, es que los seres humanos no deberían tener derecho a pensar y aprender por sí mismos. Si no has estado en la Luna, no deberías hablar de sus maravillas. Si no has estado en Gaza, no te atrevas a criticar al gobierno israelí o a Hamás por el actual conflicto que allí se vive.
Este intento de dominar la narrativa -en nuestro caso la de la energía nuclear- y silenciar a los críticos, fue descrito acertadamente por Arnie Gundersen en su presentación durante la conferencia de Linz. Habló de los orígenes de la cábala nuclear -bajo su alias, Átomos para la Paz- en la que su creador, el presidente Dwight D. Eisenhower, describió el programa como una solución al “'temible dilema atómico' encontrando alguna forma en la que la 'milagrosa inventiva del hombre' 'no estuviera dedicada a su muerte, sino consagrada a su vida'”.
Gundersen buscó la definición del Diccionario Oxford de “consagrar” y encontró que significa “hacer sagrado o declarar sagrado; dedicar formalmente a un propósito religioso o divino”.
Sin embargo, este sacerdocio nuclear en el que se ordenaban los creyentes no acogía de buen grado a los escépticos. Más bien al contrario. Cuando Gundersen, un experto nuclear de la época, denunció un problema de seguridad, le dijeron a la cara que “en este negocio, o estás con nosotros o estás contra nosotros, y acabas de cruzar la línea”. No sólo le despidieron, sino que le persiguieron en un nuevo intento de silenciarle.
Por suerte para nuestro movimiento, la inquisición nuclear no tuvo mucho éxito en este último intento, pero tuvo un precio muy alto para Gundersen y su familia personalmente.
Como demuestra la experiencia de Gundersen, estos ataques no se limitan en absoluto a nosotros, los defensores “legos”, pero se han vuelto cada vez más virulentos. Esta inquietante tendencia fue señalada recientemente por Andy Stirling, de la Unidad de Investigación de Política Científica de la Universidad de Sussex (Reino Unido), en respuesta a una crítica agresiva de un artículo del que es coautor en Nature Energy.
Su detractor, Jeremy Gordon, “va más allá del etiquetado peyorativo para ridiculizar activamente cualquier posición que no apoye en principio la energía nuclear”, escribió Stirling en una carta publicada en Nuclear Engineering International. “Esto se ejemplifica con el destemplado ataque ad hominem de Gordon a mi colega autor (el mundialmente destacado especialista en energía Benjamin Sovacool)”. Stirling concluye que es “el discurso político razonado el que constituye la savia de la propia democracia”.
Somos un gran colectivo de expertos. Tenemos científicos e ingenieros -Gundersen es uno de ellos- a los que podemos recurrir para desentrañar las complejidades más profundas del funcionamiento de las centrales nucleares o las minas de uranio o las instalaciones de reprocesamiento. Pero no es la única dimensión que importa. Por eso necesitamos que los indígenas, los escritores, los defensores del pueblo, los economistas, los historiadores, los artistas y los humanistas cuenten esta historia y establezcan la agenda.
Aunque sea ciencia espacial, los científicos de cohetes no son los únicos que cuentan cuando se toman decisiones sobre si poner misiles en el espacio o enviar una sonda de propulsión nuclear a Marte.
Como insinuó Pagnol, cuando se deja en manos de los científicos e ingenieros, se obtiene un Proyecto Manhattan, en el que las conciencias pinchan demasiado tarde. Imagínese si las voces humanitarias hubieran tenido influencia dentro de Los Álamos, ¿Habrían sido las cosas diferentes?
Las madres japonesas evacuadas de Fukushima, que gritan por las esquinas a través de megáfonos sobre sus experiencias, advirtiendo a Japón que nunca vuelva a abrazar la energía nuclear, no tienen títulos de ingeniería. Pero saben mucho más sobre las consecuencias reales y vividas del uso de la energía nuclear que cualquiera de los trolls de la industria nuclear.
Esas voces de la verdad deben ser escuchadas, junto con las de aquellos que practican una ciencia sólida y una ingeniería honesta y que están dispuestos a denunciar los peligros, no a controlar las mentiras.
Una cosa es tener dominio de los hechos, que por supuesto debemos tener. Pero otra cosa es acompañarlos con una fuerte dosis de integridad. Y para eso estamos aquí, aunque podamos citar a Shakespeare mientras lo hacemos.
Traducción de Raúl Sánchez Saura.