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Sonita contra el silencio

El documental ‘Sonita’ muestra –y cambia– la vida de una rapera afgana.
Sonita
Fotograma de ‘Sonita’.

Sonita, la protagonista, sueña con ser una cantante famosa. Lo hace en el peor de los escenarios para convertir en realidad tal deseo.

Sonita, la película, plantea un interesantísimo interrogante acerca de cuál debe ser la posición de la producción cultural respecto a la materia prima sobre la que trabaja: ¿la rea­lización de una película es parte del problema o puede ser también parte de la solución?

Sonita tiene 18 años y vive en Teherán (Irán) con una de sus hermanas y su sobrina. Cuando en la escuela le preguntan qué nombre le gustaría que apareciese en su pasaporte, del que carece, contesta que Sonita Jackson, por sus padres imaginarios: Michael Jackson y Rihanna.

Sonita 1

Sonita nació en Afganistán y reside de manera irregular en un suburbio de la capital iraní, donde ha de afrontar el inminente desahucio con que el casero las amenaza. En su cabeza da vueltas continuamente la idea de ser una estrella de la música, el rap en su caso. Quiero que a mi concierto venga tanta gente y que esté tan entregada como en éste, señala apuntando al álbum de recortes de revistas en el que diseña una vida paralela a la que experimenta cada día.

Porque su realidad, la de fuera del álbum, es una jaula en la que no cabe una opresión más: es una mujer, vive sin papeles en el extranjero, puede perder la habitación en la que duerme y su sueño —hacer canciones— choca frontalmente con la prohibición del gobierno iraní. Como ya mostrase Bahman Ghobadi en la película Nadie sabe nada de gatos persas (2009), querer dedicarse a la música en Irán es una actividad altamente peligrosa.

Dirigido por la iraní Rokhsareh Ghaem Maghami, Sonita se convierte en mucho más que un documental de denuncia cuando ella se siente interpelada a intervenir sobre la historia que está rodando. En un principio reacia a hacerlo, entendiendo que su papel habría de ser únicamente documentar lo que está pasando, acabará por implicarse de un modo decisivo.

Sonita prepara una canción, tiene la letra y junto a su amigo Ahmed, un albañil, busca un estudio en el que grabarla. No les resulta fácil: hay quien se justifica porque no ve potencial en la canción y hay quien directamente alude a que el gobierno no permite que las mujeres canten.

El tema trata sobre la monstruosa tradición de los matrimonios forzados, la venta de chicas obligadas a casarse contra su voluntad a cambio de un dinero para la familia. Déjame susurrarte mis palabras, ya que nadie me oye cuando hablo de las chicas en venta, son los primeros versos de la canción, que adquieren un dramático tono premonitorio cuando Sonita se ve en esa encrucijada.

Porque, en efecto, todavía cabía alguna opresión más en su vida. Su madre viaja desde Afganistán con la pretensión de llevarla de vuelta a casa para cerrar un insoportable trato a tres bandas, destrozando a dos mujeres por el camino: con el dinero por la venta de Sonita, su otro hijo podrá comprar su matrimonio.

Sonita se opone a ese destino fijado sin su consentimiento y le explica a su madre las razones por las que no quiere pasar por ese chantaje, entre ellas la canción que le quema la garganta. Trata de convencerla —estoy segura de que cuando se publique mi canción algunas cosas cambiarán, aunque sea un poco, le dice—, pero su madre, inflexible, le espeta: Se reirán de ti.

La intervención de la directora y su equipo consigue ganar tiempo para que Sonita eluda el compromiso y logre grabar la canción y abrirse la puerta a un futuro distinto al previsto, uno en el que ella tenga la palabra.

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