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Insólita Península
Día de reflexión en la calle de Bolaño en Barcelona
Séptimo capítulo de la serie Insólita Península sobre la calle barcelonesa en la que aterrizó hace 40 años el escritor Roberto Bolaño.
Lo dijo Roberto Bolaño: “Mi única patria son mis hijos, Lautaro y Alexandra. Y tal vez, pero en segundo plano, algunos instantes, algunas calles, algunos rostros o escenas o libros que están dentro de mí y que algún día olvidaré, que es lo mejor que uno puede hacer con la patria”.
Lo dijo Roberto Bolaño (Santiago de Chile, 1953—Barcelona, 2003), hoy leyenda y mito de la literatura en español, pero que en 1977 era un joven recién llegado a Barcelona, exiliado de un Chile que se deslizaba hacia lo más oscuro de su historia y emigrado de un México suburbial, fecundo, extremo, de un DF glorioso en el que Bolaño inventó con sus colegas abismales la poesía infrarrealista.
Aquella Barcelona de 1977 desprendía el grano grueso de las películas de autor, con su tendencia a los grises y los colores saturados, a los charcos. Era una ciudad, dicen, donde todo era posible, incluso que un escritor en ciernes, de 24 años, se instalara en la calle Tallers (en el Raval) y se dedicara a observar, a escribir, a pasear, a sobrevivir, a todos esos asuntos que no tienen que ver con los temores contagiados. Aquel lugar se parecía tal vez a las líneas dibujadas por el propio Bolaño en su poema Calles de Barcelona: “Se turba el pinche Roberto. Cierra los ojos/ (Tórnanse bermejas sus mejillas)/ Lee libros en la Granja Parisina de la calle Tallers/ Camina por las callecitas del puerto bajo la/ llovizna (…)”.
En fin. Poesía recuperada de un tiempo imposible de recuperar. Cualquier lector entusiasta de la obra de Bolaño puede tener estos días la tentación de preguntarse qué pensaría el escritor de todo este asunto que acontece y del que tanto se habla, sobre el que todo el mundo es invitado (o conminado) a pronunciarse, como si el manido relato tuviera que ser una obra coral de escritura obligatoria. Y la respuesta más atinada a tan extraña pregunta creo que no puede ser otra que la siguiente: “No tenemos ni la más remota idea de lo que pensaría Bolaño”.
Sólo se escuchaba de fondo el río de los turistas y despistados que caminaban (caminábamos) ajenos al momento histórico, al peso de la víspera
Pero semejante impresión se asemeja a la patada a seguir con la que los jugadores de rugby resuelven las jugadas confusas. Y ese golpe al balón tiene aquí forma de viaje. De modo que el 30 de septiembre de 2017, en la jornada de reflexión del referéndum (ilegal para unos, fundador de una república para otros), me monté en el AVE (“que es rápido y suave”, como cantaba Javier Krahe) y me fui a Barcelona. Todo con el propósito de ver en directo el decorado de esta serie interminable y con la certeza de que me detendría en la calle Tallers para intentar capturar algo de ese espacio que formó parte de la patria de Bolaño, esa que sin duda es mejor olvidar.
Tras caminar desde la estación de Sants, me interné en el lado turístico del Raval, donde pude apreciar que la lengua vehicular es el inglés, y, llegado a la calle Tallers, constaté que el portal número 45, escalera B, donde vivió Bolaño, se encuentra en un anexo de la propia calle, una suerte de pasillo al aire libre, de patio con vocación de pasadizo. Cuentan cronistas bien informados que el piso de Bolaño era minúsculo. Una fotografía de la época, con el escritor asomado a la ventana, parece corroborar la impresión de un espacio reducido con un vano liberador por donde entra el aire húmedo y asoma el cielo.
Me detuve frente al número 45, escalera B, y tomé nota del ir y venir de los turistas que alquilan bicicletas en esta calle sin salida, del trasiego de maletas por el piso empedrado (un ruido veneciano), de la falta de olores a guiso, de la ausencia de ropa tendida. Las fachadas anaranjadas, el contorno ocre de las ventanas y las persianas rojizas quemadas por el sol me recordaron a una película de Mastroianni. Pero sin voces altas ni gestos que subrayen lo dicho. Sólo se escuchaba de fondo el río de los turistas y despistados que caminaban (caminábamos) ajenos al momento histórico, al peso de la víspera.
Antes de abandonar el lugar, me entretuve en el Café Centric, en el que Bolaño hacía lo propio, y me dejé llevar por la música, los techos altos, las estanterías con botellas de licor sobre fondo de cristal y el fuet, que la camarera me aseguró que era de Vic, como si cumpliera así las expectativas de todo el que se detiene en un café de la calle Tallers.
Seguí caminando el resto del día. Amenazaba lluvia. Algunos colegios celebraban una jornada lúdica. Las banderas salpicaban los balcones. Unos pasquines por el ‘sí’ arrojados en el barrio de Gràcia daban la impresión de recrear tiempos clandestinos. Seguí caminando. Cerca de la estación de Sants, dos matrimonios jugaban a las cartas en un bar vacío. Se contaban cómo la familia lejana, que no llama nunca, había llamado preocupada.
Me fui de Barcelona en el tren e intenté leer Sepulcro de vaqueros, el último libro que han recuperado de Bolaño. Comienza con un texto titulado Patria, cuya primera frase dice así: “Mi padre fue campeón de boxeo, el más valiente, el más salvaje, el más astuto, el mejor…”. No llegué a Madrid demasiado tarde. Todavía funcionaba el Cercanías.
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El artículo era interesantísimo, pero termina súbitamente de manera catastrófica. Sería bueno leer una segunda parte con conclusiones (o tan sólo ideas finales) más concretas.