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Mujer mirando el móvil en el centro de Madrid. Álvaro Minguito

La semana política
Ciudad real, ciudad digital

A través de la viralidad, las redes han democratizado y expandido las posibilidades de ser celebridades por un día. Lo que se resiente en ese trato entre la industria y los individuos son los vínculos sociales.

Pablo Elorduy

Telegram: @p_elorduy

Bluesky: @pelorduy.bsky.social

28 nov 2020 06:41

Cada semana, los dos expresidentes lo vuelven a intentar. En su caso, intentarlo es casi lograrlo. Se presentan ante una serie de medios de comunicación en el contexto de la presentación de un libro, un desayuno informativo o algún evento empresarial, y deslizan nuevos memes susceptibles de ser titulares contra el Gobierno de Pedro Sánchez. Los dos expresidentes no los llaman memes y no tienen cuenta de Twitter. Y es probable que no consideren aquello que hacen cada semana un intento fallido. Al fin y al cabo ahí están los micrófonos de Efe y Europa Press, varias cadenas de televisión y algún periodista más sin nada mejor en que gastar su tiempo. Los titulares llegan puntualmente y sus palabras aparecen en la televisión, siempre como novedades, aunque básicamente digan lo mismo que la semana anterior y lo mismo que dirán la semana próxima. Pero son intentos fallidos, al menos cuando se trata de expresidentes. Es cierto que tienen más atención que casi cualquiera pero también que, acostumbrados a tenerlo por castigo, necesitan dosis cada vez más altas de caso. También hay que constatar que sus esfuerzos, dirigidos a influir demoscópicamente o al menos a abonar el terreno para una salida rápida de Sánchez de La Moncloa, se topan con un escenario de estancamiento o calma chicha. Un año después de las elecciones generales, todo está más o menos igual en las encuestas. Y eso que el mundo ha cambiado radicalmente. 

A su modo rudimentario, los dos expresidentes tratan de seguir el signo de los tiempos. No manda la información, el contenido, sino la capacidad de captar la atención, un bien escaso y valioso. Por eso no importa repetir lo mismo una y otra vez. Transformar esa atención en una acción queda fuera de su alcance, por más que sus intervenciones sean tendencia de cuando en cuando. Han perdido el tren del marketing político-digital, están fuera de tiempo. 

“Lo sabemos todo y no podemos nada”, explica Marina Garcés en Nueva Ilustración Radical (Anagrama, 2017). Por primera vez (vaso medio lleno) la impotencia se extiende hacia quienes fueron en otro tiempo campeones de la “acción”. Dos expresidentes que no han perdido su arrogancia y que cultivan un creciente desdén o resquemor contra un mundo que no conocen ya son, en la economía de la atención, igual de irrelevantes que quienes controlan los códigos del nuevo lenguaje de las redes. 

Una estudiante desconocida logró generar un seudo-acontecimiento que en cuestión de horas fue amplificado por empresas en busca de publicidad, por otros tuiteros en busca de reconocimiento y por medios de comunicación convencionales en busca de audiencia

Una década después de que las principales compañías de la industria social se instalasen como uso y costumbre de la sociedad española, Facebook y sus distintas marcas, Twitter y Google, por medio de YouTube, se han constituido como los grandes medios de comunicación de nuestro tiempo, o como algo aún mejor para sus intereses: organizadores de medios o distribuidores monopolistas. Los medios tradicionales, los nativos digitales y, en general, cualquier expresión periodística hoy en día, trabaja antes para Facebook y Twitter que para cualquier otro intermediario. No es por libre elección, sino por una dinámica que supera con mucho las capacidades de la empresa periodística, en cuanto gran parte de la sociedad ─7,5 millones en Twitter, 21 millones en Facebook y 16 en Instagram─ participa de la economía de la atención mediada por las plataformas sociales. Una audiencia al alcance de los medios pero cautiva de las redes. Es cierto que el público de la televisión tradicional supera en número a quienes interactúan en redes sociales, pero la TV ha encontrado en las industrias sociales un complemento fundamental, además de una cantidad ingente de contenido, ideas y creatividad a coste cero. 

Mejor que un reality show, en cuanto más auténtico, más fresco que la actualidad en torno a la vida de los Rivera-Pantoja, el episodio funcionó como un sucedáneo especialmente verosímil de sociabilidad

Ese cuerpo social, no mayoritario pero sí masivo, ha entrado en un bucle de autopromoción online que equipara individualidades con colectivos, medios de comunicación, expresidentes, presidentes en ejercicio y todo tipo de celebridades, tanto nacidas en entornos digitales como recicladas para la causa. Esa horizontalidad se resume en que todo el mundo tiene algo que vender, un talento que monetizar o un prestigio que acrecentar. “Una generación está creciendo como figura pública, no como sueño remoto sino como norma coercitiva”, explica el escritor Richard Seymour en La máquina de trinar, un ensayo deslumbrante publicado este mismo año por Akal.

Dolor de barriga

“Dolor de tripa. Obsesión. Corte de relación con la realidad. Imposibilidad de comer”. En su libro Perfil bajo (Lengua de Trapo, 2018) Guillermo Zapata, el exconcejal del Ayuntamiento de Madrid, relata las primeras horas de una tormenta mediática y política que iba a cambiar para siempre la relación de la izquierda política o el espacio político “del cambio” con las redes sociales. Ese momento, para un proyecto que había fiado a la inteligencia conectada sus posibilidades de éxito, iba a ser también el principio del naufragio en el campo de la política real. 

Los síntomas físicos provocados por estar en el ojo de esa tormenta se repitieron esta semana, en el caso de mayor difusión de un hilo de Twitter que se ha dado en España. Elena Cañizares, estudiante de enfermería, fue consciente de cómo el mensaje que había lanzado a las redes sobre la reacción de sus compañeras de piso a su positivo por covid-19 estaba creciendo fuera de su control. Los nervios asociados a la viralidad, el vértigo, la incapacidad para pensar en otra cosa aparte de Twitter ─y también la persecución y el linchamiento digital, enfocado sobre las compañeras de piso de esta estudiante─ son claros síntomas de que la “lotería” de la celebridad tiene un peaje psicosocial que trasciende a lo virtual.

A lo largo de esta semana, varios artículos e hilos en las redes sociales han tratado de discernir por qué este “sucedió en Ciudad Real” ha cobrado una trascendencia nunca antes vista. Es difícil mejorar el análisis que ha hecho Begoña Gómez Urzáiz en SModa, que utiliza este ejemplo para levantar uno de los secretos de las redes sociales: la capacidad de convertir a todas las personas usuarias en “creadores de contenidos casi profesionales”. Al contrario que los dos expresidentes del Gobierno, una estudiante desconocida logró generar un seudo-acontecimiento que en cuestión de horas fue amplificado por empresas en busca de publicidad, por otros tuiteros en busca de reconocimiento ─ya sea mediante una apostilla moralizante o un meme desopilante─ y por medios de comunicación convencionales en busca de audiencia. 

El 10 de octubre, Twitter restringió doce cuentas de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca. A día de hoy, sábado 28 de noviembre, cuatro de esas cuentas, tres colectivas y una personal, permanecen bloqueadas

Es ese episodio de mezquindades de andar por casa lo que convirtió el caso en un fenómeno cultural instantáneo. Un producto nuevo y en continuo movimiento sobre la base de conflictos mínimos que aparecen en la obra de Luisa Carnés y son los que dotan de más emoción a las novelas de Benito Pérez Galdós. Mejor que un reality show, en cuanto más auténtico, más fresco que la actualidad en torno a la vida de los Rivera-Pantoja, el episodio funcionó como un sucedáneo especialmente verosímil de sociabilidad, dado en un contexto de pobreza social acentuado por las medidas de confinamiento. Una investigadora señalaba, en Twitter, cómo, entre otras funciones, se confiaba en una hipotética función de la red social para mediar y reparar la relación entre las compañeras de piso mal avenidas. Así, se generó un espejismo de sociabilidad en un espacio virtual no concebido para fortalecer las relaciones sociales sino, más bien al contrario, para la competitividad “todos contra todos”. 

Ahora Madrid Estática
Ahora Madrid, un fenómeno viral con final amargo. David F. Sabadell


Para Guillermo Zapata supuso un alivio ser consciente de que probablemente nunca iba a alcanzar la cima de atención que experimentó en mayo de 2015. Tampoco Elena Cañizares vivirá un momento similar. En ambos casos hay un momento de corte, un intento o varios de mitigar la viralidad probablemente relacionados con el vértigo que comienza en el momento de subida de la ola. Zapata aterriza, se desploma, en la convicción de que debe dimitir, de que no podrá escribir nada que le devuelva a su vida antes de esa fama instantánea. Elena Cañizares decide borrar el hilo que todo Twitter está compartiendo. Un sacrificio para mantener el vínculo con la realidad. Una puede ser una estrella rutilante en la ciudad digital pero tiene que seguir viviendo en su Ciudad Real.

El caso Zapata consumó la certeza de que no era posible controlar las redes, de que en las redes no era posible diferenciar la ironía de la no ironía. Según el propio exconcejal, “nadie aprendió nada” de la situación que se creó. “Nadie aprende nada, excepto cómo permanecer pegados a la máquina”, concluye Seymour.

El declive de la movilización en red

El 10 de octubre, Twitter restringió doce cuentas de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca. A día de hoy, sábado 28 de noviembre, cuatro de esas cuentas, tres colectivas y una personal, permanecen bloqueadas. La respuesta a los requerimientos de estas organizaciones y militantes la dan bots que, aparentemente, tratan de discernir si al otro lado de la pantalla hay bots que crean ruido digital, saltándose así una serie de códigos que la compañía estableció para las elecciones de Estados Unidos. La PAH está amenazada con la expulsión de Twitter y no hay otro organismo al que recurrir que a una serie de algoritmos controlados por la propia compañía. Este episodio extraño ─la restricción y suspensión de cuentas se debe, teóricamente, a chequeos rutinarios (“nada personal”)─ funciona como una coda a la década en la que se creyó que se podían “ocupar” las redes sociales.

Las posibilidades de auto-convocatoria, redistribución, horizontalidad y participación que se intuían en la intervención en esa industria sucumbieron ante la sociofobia que estas mismas redes construyen.

Cada año surge un impulso de negación y rabia hacia los propietarios de estas industrias sociales y se propone un éxodo de “los tejidos sanos” o “los buenos” hacia otras redes, normalmente diseñadas y gestionadas por comunidades de software libre. El impulso dura unas pocas horas, hasta que se instala una especie de resignación colectiva y una conciencia individual de que el “capital digital” cosechado no se trasladará a ninguna parte fuera del monopolio. Nuestros personajes digitales no nos acompañarán a esas islas, sino que habrá que volver a empezar el trabajo de Sísifo de construir una identidad en la red.

El problema, por supuesto, no es solo la capacidad de almacenaje y distribución comercial de esas identidades, la práctica de control ─más allá del que el KGB pudo nunca imaginar─ sobre la información y los datos. El problema principal es la ruptura de los vínculos sociales de las ciudades reales, vínculos en situación de alarma y virtualmente en cuarentena desde marzo. Más allá de recuperarlos, la tarea parece más bien de reconstrucción.

Hemos hecho un máster apresurado para gestionar nuestra identidad digital, hemos integrado las técnicas de story-telling y profesionalizado los selfies, pero a cambio estamos en un proceso, por fortuna siempre incompleto, de abandono de nuestras vidas en común y por tanto de las posibilidades de cambio. Todo, a favor de una personalidad digital, que, llegado el momento nos dará vértigo y dolor de tripa, pero que de momento nos mantiene atentos a las pantallas.

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