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La semana política
Lo contrario del ASMR
A las once de la noche del martes, la lengua incandescente que sale del volcán de Cumbre Vieja en La Palma llegó al mar. Miles de personas han estado en los últimos días conectados a sus ordenadores contemplando los directos que registran el inexorable y paulatino recorrido de la lava, que ya ha cambiado la fisionomía de la isla. Los estragos son preocupantes, especialmente porque nadie puede aventurar cuándo terminará todo. Las imágenes sin embargo hipnotizan. Se unen al ruido, parecido al del océano, parecido al de una racha de viento eterna.
En los comentarios de esos directos alguien menciona que seguir pegado a la pantalla es una experiencia ASMR. Las siglas corresponden a la Respuesta Sensorial Meridiana Autónoma. Relativamente reciente, el concepto trata de designar el fenómeno por el que se producen sensaciones físicas placenteras como consecuencia de estímulos ligeros. Un pequeño hormigueo o, simplemente, el alivio momentáneo de la presión provocada por el estrés, son las recompensas de estar minutos u horas conectados a un canal en el que se reproducen susurros, los sonidos de pisadas sobre la arena de la playa, o movimientos de las manos.
Seguramente porque permite seguir atento a la pantalla pero aporta un simulacro de tranquilidad, el fenómeno ASMR atrae a miles de personas. Sin embargo, el tirón en redes sociales de contenidos “de relajación” —desde a vídeos de animales dándose achuchones, a recetas de cocina o procesos industriales de fabricación— supera con mucho al propio ASMR. En el caso del volcán de La Palma, es extraño que haya tanta gente buscando relajación en un desastre natural que tendrá un impacto social y económico aún incalculable. Hay algo, sin embargo, que anestesia la ligera bruma creada en torno a una jornada más delante del ordenador, de cara al público, o envuelto en el tráfico de la ciudad.
La calma chicha
Fundido a negro y cambio de decorado. Las declaraciones del ministro de Seguridad Social, José Luis Escrivá suelen ser lo contrario de la relajación y los hormigueos placenteros. Escrivá ha cometido algunos derrapes en lo que va de legislatura, el último se produce un par de días antes del primer paso parlamentario para la aprobación de su reforma de las pensiones. El jueves, el ministro logró sortear la solicitud de devolución del proyecto de ley que promovió el PP. La reforma, que incluye aspectos positivos como el rescate del Índice de Precios al Consumo como referencia para establecer la cuantía de las pensiones, seguirá su curso para ser aprobada, previsiblemente en noviembre.
Pero no ha sido una semana fácil para el ministro. El 27 de septiembre se vio obligado a matizar el titular de una larga y seria entrevista publicada el día anterior en Ara: “Hay que hacer un cambio cultural en España para conseguir que se trabaje más entre los 55 y los 75 años”. En su favor, hay que reconocer que la pregunta se refiere a un tipo de trabajador determinado. No obstante, hay que añadir también que es el que parece concentrar todas las preocupaciones del ministro, que no se prodiga tanto hablando del desempleo y la precariedad juvenil como del “talento sénior”.
La cultura a la que se refiere Escrivá se parece sospechosamente a la que Guillem Martínez llamó la Cultura de la Transición y que fue destinada a esos trabajadores nacidos durante el baby boom y al calor del plan de estabilidad del 59. Empleados de banca —o de empresas de seguros, aerolíneas, de la industria, de empresas públicas privatizadas, etcétera— y, sobre todo, funcionarios. Son quienes han accedido a la jubilación temprana que Escrivá quiere atacar y quienes tuvieron y tienen el sentido común de escapar de la vida de ocho a cinco en cuanto pudieron.
En unas sociedades en las que el estrés laboral, el síndrome burnout y las dependencias de analgésicos están siendo motivo de alerta, la campaña del ministro Escrivá parece destinada al fracaso
La idea que el ministro trata de lanzar —con serias dificultades— es, a su manera, tranquilizadora. Se basa en un ideal de carreras laborales prolongadas en empresas seguras y prósperas, con derechos en progresión ascendente. A través de ese acceso a un buen trabajo van cayendo una serie de fichas: la entrada de la casa, la hipoteca pagada casi sin esfuerzo en cinco o diez años, quizá la casa de la playa, quizá el chalet de la sierra y, ya puestos, el fondo de pensiones complementario. Es una sonata de otoño en la que rebosa el talento sénior y las ganas de contribuir a la sociedad con el ejemplo.
El hormigueo sensorial que quiere provocar el ministro, sin embargo, choca con un principio de realidad que, más bien provoca una sensación de opresión en el pecho o en la sien. Para la mitad más uno de la población, aquella que ya no vive bajo el paraguas de la Cultura de la Transición, la entrada en el mercado de trabajo es lenta, costosa y precaria, las carreras laborales son fragmentadas; para los parados de más de 55 años encontrar empleo es una quimera y, si los encuentran, sus bases de cotización se han devaluado de manera pausada pero inexorable.
El economista Julen Bollain explicaba esta semana que los salarios actuales en España son casi 300 euros inferiores a los de hace 20 años, cuando se entró en el euro. Esa inseguridad impide el acceso a la propiedad o este se produce mediante el crédito, generando una cadena de deuda e incertidumbre que se expande durante un periodo progresivamente mayor de tiempo. La impotencia al ver que no se pasan los peajes mínimos para la supervivencia redobla el síndrome del quemazón y los problemas mentales que son ya un problema de salud laboral de primer orden.
Un estudio de 2019 (previo al coronavirus) promovido por una compañía privada de seguros indicaba que, en España, la jubilación reduce en un 27% los síntomas de depresión y aumenta la actividad física de quienes se han retirado respecto a los diez años previos. En unas sociedades en las que el estrés laboral, el síndrome burn out y las dependencias de analgésicos están siendo motivo de alerta, la campaña del ministro Escrivá parece destinada al fracaso.
Se han perfeccionado y multiplicado los vehículos digitales para conseguir un sucedáneo de relajación, pero la batalla por el tiempo —de la que hablan Yago Álvarez y Sarah Babiker en la revista de octubre de El Salto— se está presentando ya como uno de los grandes objetivos políticos del siglo. No parece que pueda detenerse con vídeos cuquis, sonidos estimulantes ni invocaciones al talento sénior. El plan de Escrivá puede salir adelante, al fin y al cabo hay muchos intereses que juegan a su favor, lo que no cuela, ni va a colar, es el envoltorio con el que lo presenta.