Memoria histórica
50 años de ley y orden: impunidades, persecuciones y negacionismos

Una de las pocas victorias del antifranquismo en las movilizaciones durante la Transición resultó ser un caballo de Troya: la impunidad tácita para los torturadores y represores del Estado.

Billy Torturas Audiencia Franquismo
Antonio González Pacheco, alias Billy el Niño, saluda tras declarar en la Audiencia Nacional, el 10 de abril de 2014. Imputado en la Querella Argentina por crímenes de lesa humanidad. Álvaro Minguito
Licenciada en Historia e investigadora en Ciencias Sociales
26 jun 2018 11:40

El 15 de junio hizo 50 años que el Gobierno del general De Gaulle amnistiaba a una cincuentena de presos de organizaciones de extrema derecha condenados por asesinato. Los sacaron a las calles para funcionar como grupos de choque civiles. Patotas que en países de la periferia hubieran terminado, con un conflicto prolongado, como paramilitares, tal y como nos recuerdan el caso colombiano o salvadoreño, entre muchos otros. Lo cierto es que se trató de una medida que no suponía ninguna novedad dentro del manual de tácticas repetidas por los Estados en su accionar reaccionario y represivo para “guardar el orden” a lo largo de la historia: desde la Europa del siglo XIX hasta la de los años 20, pasando por la América Latina de todo el corto siglo XX, sin olvidarnos de su vecino norteamericano.

Estos “comandos” se unían a las fuerzas del monopolio de la violencia del Estado encarnadas, en aquellas jornadas de adoquines, barricadas, huelgas y tomas de fábrica para la gestión de los medios de producción por parte de sus propios trabajadores, en las CRS (Compañías Republicanas de Seguridad). Los amnistiados eran liberados y organizados para su accionar como “grupos de acción ciudadana contra los elementos incontrolables”.
Tres días antes, De Gaulle había ilegalizado por decreto una docena de organizaciones de izquierda, en plena lucha del llamado Mayo francés. Asimismo, había ilegalizado la calle por el siguiente año y medio: el decreto prohibía las manifestaciones durante los siguientes 18 meses.

Ilegalización, prohibición y amnistía decretadas tras el asesinato de un joven estudiante de secundaria durante los enfrentamientos del día 10 de junio en Flins, en una manifestación que respondía con resistencia al plan represivo contra las fábricas que seguían ocupadas, después de las jornadas de huelgas y ocupaciones masivas de mayo.

Un plan compuesto por estrategias aplicadas desde diferentes niveles de acción del poder estatal para la derrota del movimiento obrero y estudiantil. Un plan puesto en marcha por el Ejecutivo a partir de la gran manifestación en su apoyo —“en defensa de la República”— y el famoso discurso radiofónico de De Gaulle, el 30 de mayo, en el que se negó a dimitir y convocó elecciones en un plazo de 40 días. Una respuesta del gabinete de crisis que llegaba tres días después de la firma de los Acuerdos de Grenelle por la principal central sindical del país, la comunista CGT.

Resumiendo: violencia directa del Estado, amnistía para los condenados de la extrema derecha, es decir, impunidad reaccionaria, legitimidad electoral, burocracia sindical y legalidad punitiva de persecución política –que incluyó acusaciones de terrorismo para los detenidos de las movilizaciones a partir del 22 de abril–.

Un término, terrorista, que se había usado en la Francia de los años anteriores para dos contextos, ambos atravesados por el imperialismo. Por un lado, para el conflicto argelino. Puede que hasta para los cerca de 200 asesinados en París, en una manifestación por la liberación de Argelia de la ocupación francesa, en 1961, con desaparición de cuerpos en el río Sena. O quizás la proporción de la masacre contuvo tal calificación. En aquella coyuntura, en París, el empleo del miedo público resultaba menos eficiente que una segunda estrategia, la inspirada, en espíritu, por el Decreto Noche y Niebla del régimen nazi. Esto es, que el miedo se filtrase como un hecho conocido para la comunidad afectada, la población argelina en Francia, pero negado y ocultado para el resto de la población. Por ello, la realidad fue que la matanza que abría la década de 1960 incluyó, no sólo desapariciones de cuerpos, arrojados al Sena —una alusión más a la formación de cuadros militares argentinos por militares franceses y sus prácticas en el conflicto argelino— sino también un apagón informativo, el primero de la sociedad de los mass media francesa.

El segundo contexto en el que se usó la acusación de terrorismo fue durante el régimen de Vichy. Este consideraba como tales a los miembros de la Resistencia francesa durante la ocupación alemana.

No obstante, a partir de las doctrinas de la seguridad nacional y su teoría del enemigo interno en la década de 1960, otra categoría era urdida como dicotomía al orden: la subversión. Así, en la gestión de la crisis por el Gobierno de De Gaulle, nos encontramos ante la ilegalización y persecución de los subversivos y la supresión y prohibición del derecho de manifestación, por un lado, y la amnistía a condenados, presos, de la extrema derecha, por otro. Ecuación ya conocida por haberse repetido en contextos y temporalidades diversas con diferentes y complejas variantes.

De hecho es la misma ecuación, en otra variante y en otro contexto, que sufrió la II República española durante la internacionalización de la Guerra Civil bajo la dicotomía democracia vs reacción (fascista, católica, monárquica) como principal ordenadora del conflicto. En diferentes correlaciones de fuerzas, con esa dicotomía, cuando el fantasma de la revolución social aparece contra el modo de producción y de explotación, contra el orden social, con la promesa de superar el límite que la propia historia impone a la democracia del sistema democrático liberal, el uso de las fuerzas reaccionarias siempre termina siendo prodigado por el Estado en función de los intereses de sus oligarquías y las creencias de sus ciudadanos de orden, de bien, para el mantenimiento del sistema de poder y su funcionamiento estructural.

Así las cosas, una no puede evitar poner la secuencia en relación dialéctica con este país. Y es que en el comienzo del siguiente ciclo de acumulación del capital tras la crisis de 2008, es decir, entre 2013 y 2015, aquí, entre otras muchas, tenían lugar dos “cosillas” por todos conocidas: se aprobaba la llamada Ley Mordaza y se impedía —a cargo de la jueza Concepción Espejel (la misma de la sentencia de Alsasua, entre otras “lindezas”), mano a mano con el Gobierno de M. Rajoy— la actuación de la jueza Servini de Cubría, a cargo de la llamada Querella argentina de los crímenes del Franquismo, interpuesta en 2010 en Buenos Aires, según el principio de justicia universal, para extraditar a diez represores de la dictadura de Franco con diferentes cargos.

Las palabras de Zoido —“hay que cumplir la ley y la ley es la que ha de aplicarse”— fueron una burla macabra a torturados, asesinados, presos y a toda la sociedad española

Pues bien, este pasado 30 de mayo, en el Congreso de los diputados, el entonces ministro del Interior resucitaba una vez más el principio rector de la reforma del Estado aplicado en “su modélica transición”, de mano de Torcuato Fernández Miranda: de la ley a la ley. Lo evocó, no obstante, maximizándolo y ocultándolo a la vez. Mintiendo —afirmó que nadie le había pedido la retirada de la condecoración policial a González Pacheco—, pero sobretodo manipulando en el uso de dicha verdad histórica: el régimen del 78 fue de “la ley a la ley”, sin ruptura con la legalidad de la dictadura —desde los bandos de guerra hasta el Tribunal de Orden Público—, la cual emanó en primera instancia de una victoria bélica en una guerra de exterminio por parte de los sublevados.

Por ello, las palabras de Zoido —“hay que cumplir la ley y la ley es la que ha de aplicarse”— fueron una burla macabra a torturados, asesinados, presos y a toda la sociedad española de entonces y de ahora, que no legitime, explícita o implícitamente, la dictadura de Franco, su legalidad y sus prácticas represivas.

Con la desfachatez más absoluta, Zoido negó la veracidad de los testimonios de personas torturadas por no estar “reconocido en una sentencia”. Las torturas como método policial en España son una verdad demostrada por otras disciplinas, como la medicina o la historia, por los propios profesionales del derecho en investigaciones no judiciales, presente en los archivos, desclasificados o no, pero ante todo es una verdad, una realidad, sufrida y andada por la propia sociedad.

En España no hace falta demostrar explícitamente a nivel social que se torturaba a los detenidos. Por lo menos, no hasta el momento. La opinión pública lo tenía claro, aunque sea un país donde se menosprecie con corte positivista el testimonio. Sin embargo, parece ser que ha pasado suficiente tiempo, con silencio y olvido, para que el negacionismo sea una táctica: son las consecuencias del desconocimiento construido tras ocultar el pasado en un contexto, primero, de represión, después de oda al “presentismo” y, por último, de la presencia de un pasado cosificado cuando aparece.

La sospecha de mentira, la negación, incluso la falta de credibilidad en sectores afines por no poder imaginar, primero, y creer, después, fue una diferencia con lo que ocurrió en el sistema de desaparición-forzada de personas implementado por la última dictadura cívico-militar, de Videla, en Argentina. La negación y dudas vertidas sobre la veracidad de los testimonios de los sobrevivientes tuvieron fuerza durante los años del ‘terrorismo de Estado’ en aquel país. Pero fueron enterradas, primero, en el llamado “show del horror”, una vez terminada la dictadura y, por supuesto, en 1984, con el Informe Nunca Más de la CONADEP (comisión de la verdad) y, finalmente, durante el juicio a las Juntas Militares (1985).

En España, el sistema represivo durante la dictadura no fue clandestino, aunque los asesinatos en dependencias policiales se disfrazaran de suicidios

En España, el sistema represivo durante la dictadura no fue clandestino, aunque los asesinatos en dependencias policiales se disfrazaran de suicidios. Existía el “algo habrán hecho” apegado al “no te metas en política” pero no había ninguna negación sistemática ni velada de que el régimen torturaba, de que en Sol se torturaba. Se perseguía y se torturaba, la población, más o menos consciente, no lo negaba, lo sabía. Estaban demasiado cerca en el tiempo, la represión de los años 40, tras la Guerra Civil, y su estela de los 50. Se miraba hacia otro lado, se normalizaba o se justificaba pero no se negaba la veracidad de la existencia de la tortura. La negación de esa práctica por parte de la policía llegaría con la democracia.

Lo cierto es que esta argumentación negadora que sujeta la verdad de estos hechos a una verdad jurídica a través de una sentencia es aún más necia y, por supuesto, cómplice con el verdugo en la ocultación de su crimen —sea éste delito o no en un ordenamiento jurídico dado— si viene del mismo Gobierno y el mismo sector de poder que impide el accionar de la justicia universal.

Y no deja de ser de un sarcasmo igualmente macabro el hecho de que fuera planteado a dos días de ser censurado el Gobierno, al que pertenecía el mismo Zoido, tras conocerse una verdad judicial sobre el sistema de saqueo clientelar de las instituciones por parte de su partido, la misma estructura partidaria por la que él era legalmente ministro del Interior. Frente a lo cual su “sacrosanta” e intocable verdad judicial fue puesta en duda —recordemos a Cospedal en la comisión de investigación del mismo Congreso— oponiéndola, esta vez sí, a la verdad, ya no histórica, ya no del testimonio de una víctima de vejaciones, sino a una verdad menos crudamente fáctica: la “verdad de la mayoría acumulada de voto” como fuerza política por el Partido Popular (a cuyo nombre le queda el resabio directo de la presencia del concepto de ‘pueblo’ en los movimientos fascistas del período de Entreguerras y el uso que le dio, por tanto, el nacional-catolicismo durante el Franquismo). Ellos no son populistas, no usan la verdad de la mayoría —razón populista—, ellos parecieran ser directamente el pueblo español. Ay, herencias del falangismo y el africanismo colonialista del Ejército, heredadas y fomentadas por el régimen franquista.

“Salvadores de España”, según el propio relato de victoria como Cruzada. Un país “salvado” de sí mismo, para lo cual fue eliminada sistemáticamente buena parte de su población, la prohibida y perseguida “anti-España”.
Dichos planteos no son propiedad sólo de dictaduras militaristas ni fascismos, recordemos que también la manifestación en apoyo a De Gaulle se autoproclamaba como “salvadora” de la V República francesa. Las autodenominadas “mayorías silenciosas” se erigen en la nación respectiva y a esa potencia apelan, cuando conviene, como demócratas, sus representantes políticos, por encima incluso de la “intocable ley”, de la verdad jurídica y de las normas parlamentarias de la ley suprema del derecho que rige un Estado, la Constitución. Sin vergüenza cambian de principio rector (aunque en el conflicto catalán se manejen estas mismas mimbres) —tienen experiencia histórica de sobra—, aunque esa mayoría sea una minoría respecto al resto de la población del país, que no los vota (y esto sin tener que debatir el censo al que incumbe).

En el espectro de las derechas mediáticas y sus voceros, el argumento principal también ha sido el mismo, junto con los ya clásicos centrados en la Guerra Civil. No se deben dar cuenta que dejamos hace un par de décadas la hegemonía del sentimiento de culpa como gestor emocional del sujeto moderno para pasar, por varias causas y vías, a la desembocadura de la hegemonía de la víctima, en una posmodernidad también con problemas contundentes en este nuevo paradigma.

Tampoco les merece mucho rédito la Carta de los Derechos Humanos. Nuestro caso no es tan excepcional como a menudo repetimos, hasta el punto de que como respuesta a esta masiva soberanía represiva de impunidad, la justicia universal calificó, hace mucho, al delito de torturas aplicadas por los aparatos del Estado como crimen de lesa humanidad y, por tanto, imprescriptible. Así que los mismos que ponen en duda en una nueva táctica, apoyada en su estrategia de sedimentación de olvidos, la veracidad de los testimonios de esas torturas, lo hacen precisamente porque conocen el enroque, son los mismos que se aseguran de impedir lo que ahora requieren para creer. Perverso y kafkiano, correspondiente a la “ley y al orden”.

Jueces y juezas, como Concepción Espejel, desestiman la extradición a Argentina —no les debieron de gustar nada los juicios en la Audiencia Nacional ni a Scilingo, por los crímenes y desapariciones en la ESMA por los vuelos de la muerte, ni a Pinochet— y cualquier juicio aquí por considerar prescritos los hechos de torturas denunciados, en función del código penal español, por el vigor de la amnistía de 1977 y por una de las cláusulas de derechos básicos de un acusado: el principio de legalidad; esto es, la irretroactibilidad de la ley: los hechos deben ser considerados delitos por la ley cuando éstos se producen. Pero, ¡sorpresa!: por un lado, en este caso el agente es el propio Estado y esto atañe a su imprescriptibilidad, por el otro, los hechos se produjeron bajo la legalidad franquista. He aquí el problema de un régimen sin ruptura con la legalidad dictatorial: la reforma transicional de “la ley —dictatorial— a la ley —constitucional—”, por el mantenimiento del orden. Las sentencias del franquismo están sin derogar y las leyes de persecución política seguían vigentes cuando se aprobó la ley de amnistía de 1977.

Efectivamente, el colmo es observar la aprobación de la ley de Amnistía, usada como ley de “punto final” para los funcionarios del Estado franquista. Se trata, como hemos podido oír a los sobrevivientes de las torturas de “Billy El Niño”, de una amnistía aplicada antes de la condena y la pena, por tanto sin juicio. Ningún policía o responsable políticos del aparato del Estado franquista ha sido, como sabemos y nos repiten los nuevos negacionistas, ni juzgado ni condenado a ninguna pena. Entonces qué amnistía se les puede aplicar, cuando ésta se define por ser “el perdón y el olvido de una pena” ya sentenciada. Les “perdonaron y olvidaron” una pena sin que ésta existiera, sin ser ni juzgados ni condenados por ser perseguidores y victimarios de quienes eran los perseguidos, prohibidos e ilegalizados —negados—, represaliados, los que sufrían las torturas detenidos, presos, condenados y sentenciados por la legalidad franquista, víctimas de la persecución política en todas sus vías: los luchadores contra el régimen. La amnistía significó el fin de la persecución franquista a la resistencia interna en aquel momento y la libertad de los presos bajo “esa ley y ese orden”, y ahora significa la impunidad para González Pacheco. Ahí está el enroque, por ahora, definitivo.

Aquella Ley de Amnistía política, antes de ser aprobada, tenía como contenido simbólico la libertad de los presos antifranquistas. Fue una amnistía peleada por la izquierda en la transición: “Libertad, amnistía y estatuto de autonomía”. En el imaginario de aquel contexto eran los presos del antifranquismo, los presos políticos en las cárceles de la dictadura, los susceptibles a ser amnistiados, ya que la legalidad franquista no tenía pinta de ser derogada ni anulada, hasta hoy. El artículo de inmunidad e impunidad para el aparato del Estado franquista fue incluido bajo el paraguas de la reconciliación nacional como relato, pero no fue hecho explícito en el debate público. UCD sumó sus votos en el último momento imponiendo ese artículo de inmunidad para el personal represivo del régimen. Pero ese artículo, ausente en los borradores anteriores presentados a la cámara de diputados, nunca apareció en los discursos.

Así, uno de los pocos triunfos del antifranquismo en las movilizaciones durante la Transición resultó ser un caballo de Troya: la impunidad tácita para los torturadores y represores del Estado.

Somos escépticas, claro: interpretamos este Gobierno como otro movimiento de la restauración puesta en marcha para cerrar desde arriba la crisis de régimen

Mientras, la secuencia continúa hoy, aquí: ilegalizaron las manifestaciones no autorizadas a manos de la vieja ley Corcuera; prohíben la libertad de expresión en un control legal y punitivo del pensamiento, bajo la categoría de “terrorismo”, en nombre de los sentimientos religiosos, el orgullo de las fuerzas policiales, la memoria del heredero de Franco, Carrero Blanco, asesinado por ETA durante la dictadura, y el buen nombre de la corona; el Franquismo continúa amnistiado sin juicio, sus torturadores y represores en las calles.

El Gobierno de Sánchez ha preferido comenzar, con la estela de la ley de memoria histórica, por la exhumación del cuerpo de Franco de su mausoleo - Cuelgamuros para los presos republicanos: la mano de obra esclava que lo construyó. Pero veremos qué medidas toma respecto a la causa abierta en la justicia de Argentina (que este mes nos brinda una nueva brecha contra la impunidad). Somos escépticas, claro: interpretamos este Gobierno como otro movimiento de la restauración puesta en marcha para cerrar desde arriba la crisis de régimen, abierta a partir del 15M en el contexto de la crisis económica de 2008. Pensamos más bien que la importancia de lo simbólico será encadenada al cálculo de Moncloa —en tácticas similares a la del Aquarius respecto a la necropolítica que están sufriendo las poblaciones migrantes—.

Por tanto, es momento de, una vez más, aprender de la movilización argentina, y empujar para que la materialidad de la justicia y los derechos humanos, de ayer y de hoy, se cuelen en medio de la estrategia de resurgimiento que está intentando desarrollar para sí el principal partido del régimen del 78 español, el PSOE. Si no conseguimos pues romper la continuidad de la “secuencia” en esta coyuntura, tendremos el trabajo de evidenciar públicamente, como verdad histórica, su rol de impunidad una vez más.

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