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Memoria histórica
La maldición de los agotes

Recuerdo cuando era niño ver aparecer en las piernas de mi padre una especie de sarpullidos que podían llegar a ser bastante evidentes, pero que normalmente eran más suaves y de superficie menor. Estas erupciones en la piel de las piernas de mi padre se agravaban cuando tenía estrés o muchas preocupaciones. Era habitual para mí verle dándose cremas en las piernas para suavizar el problema. Cuando le preguntaba qué eran esos sarpullidos, me contestaba que eran “una maldición”: la maldición de los agotes.
Con el tiempo fui aprendiendo quiénes eran esos agotes, la familia de mi padre. Los agotes son una minoría que habita el Pirineo occidental. Están concentrados principalmente en el valle del Baztan, en Navarra, y si bien su origen no está claro, hay varias teorías al respecto. Se cree que la palabra agote proviene del francés cagot y significa “perro godo”. El término es por tanto un insulto. Algunos creen que los agotes son (somos) efectivamente descendientes de godos. Los godos ostentaron el poder político del sur de lo que hoy en día es Francia en los tiempos del hundimiento del Imperio Romano, hasta que los francos les empujaron hacia nuestra áspera península tras la victoria en Vouillé. Los nuevos amos de Hispania tuvieron problemas para mantener el control de las tierras del norte, en especial las vascas. Precisamente, los musulmanes aprovecharon la campaña de Don Rodrigo en aquella región para saltar al reino visigodo, y traer consigo el enésimo ingrediente a nuestra abigarrada península. Con ellos, el cosmos de los godos falló, y una nueva era para el poder político se inició.
Las tristes circunstancias del fin de este pueblo guerrero nos han hecho olvidar una serie de factores cruzados. Primero, que los godos no cedieron todo el territorio de la Galia cuando se retiraron hacia el sur tras el empuje franco. Partes de la Septimania y de la Gascuña siguieron formando parte de ese cosmos seminómada que ofrecía resistencia al feudalismo que se estaba gestando en lo que empezamos a llamar Francia. Segundo, que los musulmanes, cuando penetraron en la península, no llegaron a dominarla del todo. Es cierto que se hicieron con el poder político de todo el territorio, y que incluso llegaron más allá, hasta Poitiers. Pero precisamente allí en el sur de Francia tuvieron que retroceder. Los musulmanes no lograron ocupar la Galia, pero tampoco consiguieron hacer un control efectivo del extremo norte peninsular. Aún escasean las investigaciones que den cuenta del devenir de la sociedad goda que quedó en esa franja de territorio en torno a la cordillera de los Pirineos. Huérfanos de poder político, entre la esfera de los francos por un lado y de los andalusíes por otro, las comunidades godas quedaron diseminadas por un territorio sobre el que ya no podían ejercer su fuerza. Imagino lo duro que debió de haber sido para aquellas gentes en otro tiempo poderosas, que habían cabalgado desde el sur de Escandinavia hasta Ucrania, y desde allí hasta la Península Ibérica, el quedar en esa posición de vulnerabilidad. Los paisanos a los que habían sometido les rodeaban, por lo que se invirtió la relación de fuerzas, y pasaron a ser los subalternos. Cuando el Imperio Carolingio se expandió hacia el sur, las familias godas supervivientes al hundimiento de su mundo pasaron a ser una minoría marginada sometida al poder de un pueblo que antaño había sido enemigo, y convivientes con una población rural que tornó su resentimiento por la opresión que antes habían sufrido por el odio cotidiano que las mayorías suelen expresar al utilizar a los otros como chivo expiatorio.
Hay quien cree que el catarismo que llegó a la región siglos más tarde debió de cundir entre los antiguos godos. Es habitual que los nuevos credos se extiendan entre las comunidades marginadas primero, dado que son estas quienes están más sedientas de salvación. Algunos creen que la conversión a esta herejía pudo haber colaborado de la imagen malévola que las gentes de los Pirineos se hicieron de las comunidades tardogodas. El catarismo fue perseguido con saña por el Vaticano, que llegó a declarar una cruzada, y a dedicarle una de las policías políticas más perversas de la historia de la humanidad, la Inquisición. Pero el tiempo pasó, y el catarismo se fue. Lo que no se marchó fue el odio por los “perros godos”, como los lugareños llamaban a mi familia.
Las pequeñas comunidades tardogodas se vieron obligadas a reproducirse entre parientes para poder existir, trayendo consecuencias graves para mi familia
Es difícil vislumbrar los motivos de porqué las comunidades godo-descendientes sólo han tenido permanencia en el extremo oeste de los Pirineos, y no en el este. Quizás un factor que podría considerarse es la tendencia histórica a la endogamia de los vascos, que algunos estudios señalan como una de las más marcadas del mundo. Parece que los vascos sencillamente no quisieron entrelazar su genealogía con la de los agotes a lo largo de la historia. Así que a la endogamia voluntaria de los primeros, tuvieron que responder con la endogamia involuntaria los segundos. Las pequeñas comunidades tardogodas se vieron obligadas a reproducirse entre parientes para poder existir, trayendo consecuencias graves para mi familia.
Una de las acusaciones que los agotes han recibido a lo largo de la historia es que contagian la lepra. Esta acusación, fuertemente extendida hasta hace poco, ha llevado a la hipótesis de que la comunidad agote se generó a partir de leprosos confinados en leproserías, que acabaron por reproducirse entre sí, generando una comunidad que se mantuvo al margen de la sociedad por el miedo que generaba su enfermedad. Hay motivos para creer que esto no es cierto. Los agotes no contagian la lepra. Su enfermedad es otra de tipo autoinmune, genética y hereditaria. Es la enfermedad que padece mi padre, la misma que desde antes de que yo naciese se manifestaba en forma de psoriasis, y que desde hace unos años le mantiene entre la vida y la muerte. Una enfermedad que es consecuencia de los fallos genéticos provocados por la endogamia.
Mi padre me contó que la psoriasis de su abuela Ana era mucho más grave. A ella le llegaban a sangrar las piernas de tal manera que él se tenía que encargar de vendarlas después de darle pomada cuando era todavía un niño. Mientras mi padre atendía a su abuela por las úlceras de la psoriasis, ella se acordaba de maldecir a los navarros, de quienes decía que les habían dedicado a ella y a su familia un odio infinito e injustificado. Mi bisabuela prohibió a la familia volver a pisar Navarra, cosa que yo aún no he hecho.
En cualquier caso, la acusación de contagiar la lepra fue una de las más duras sufridas por estas comunidades godo-descendientes. Tenían prohibido caminar descalzos, para no transmitir la lepra por el suelo, llegando incluso a quemarles los pies por no respetar esta norma. Pocos se atrevían a tocar aquello que había sido tocado por un agote, por miedo a contraer la lepra. Curiosamente, se distribuyó la creencia de que la madera y la piedra no transmitían la lepra, por lo que se permitió a los agotes trabajar estos materiales. Muchos puentes e iglesias del occidente pirenaico han sido hechos por ellos.
Las dificultades (de los Agotes) para obtener un trabajo debidas a la exclusión social les llevó a centrarse en las pocas profesiones que les estaban permitidas
Los agotes han sido a lo largo del tiempo los hacedores de la cultura vasca pirenaica. Las dificultades para obtener un trabajo debidas a la exclusión social les llevó a centrarse en las pocas profesiones que les estaban permitidas. La música fue una de ellas, muchos txistularis a lo largo de los tiempos han sido agotes. Mucha de la artesanía de la región hecha con madera ha sido hecha por agotes. También muchas iglesias, con sus pórticos y relieves han sido de manufactura agote. Algunas de ellas incluían puertas en los laterales más bajas por las que debían entrar los agotes si querían asistir a misa, obligándoles a agacharse al entrar, como forma de humillación. Los insultos, las pedradas, la quema de los pies, la obligación de llevar señas que ayudasen a identificarlos como agotes, y un largo etcétera de agresiones y humillaciones estaban a la orden del día. Cuando no se dedicaban a la madera, la piedra, la artesanía o la música, los agotes solían emplearse como sirvientes de la pequeña nobleza de los valles, ocupándose por lo general de las tareas más duras.
La historiografía nos ha dejado muestras del rechazo que la comunidad agote causaba entre sus opresores, hasta el punto que decidieron deshacerse de ellos. Parece que muchos de ellos fueron llevados a comienzos del s. XVIII al Nuevo Baztán, una localidad de Madrid que fue fundada en los albores de la dinastía borbónica en España, en lo que puede interpretarse como una deportación que buscaba por un lado eliminar el conflicto social que esta comunidad generaba en el Valle del Baztán, y por el otro rellenar con mano de obra la nueva población.
También tenemos muestras de los esfuerzos de los agotes por defender su dignidad. A comienzos del siglo s. XVI lograron una bula papal que les eximía de la discriminación en el culto religioso. Aunque parece que esta bula no tuvo el efecto deseado y la discriminación continuó, ya que los testimonios tanto orales como escritos corroboran la permanencia de la discriminación hasta bien entrado el s. XX. Todavía la familia de mi bisabuela Ana decidió marcharse de Navarra, tratando de alejarse de la discriminación. Mi padre creció con sus historias, las que le contaba mientras le vendaba las piernas. El desprecio que las gentes de la región habían mostrado a los agotes, maltratandoles habitualmente con pedradas, insultos y exclusión, dejaron huella en la familia.
Ser descendiente de agotes siempre fue algo malo. No parecía nada agradable saberse proveniente de un linaje endogámico que sufría una enfermedad hereditaria. Mi relación con la agotería no fue mucho más allá de la preocupación por esta herencia maldita, y de las historias lúgubres de maltrato y agresiones que se filtraron de la generación de mi bisabuela a la mía. Por mucho tiempo pensé que tener ascendencia agote no tenía nada de bueno. Ser leproso de nacimiento no parece entusiasmar a nadie. Pero con el tiempo, una serie de experiencias relacionadas con mi identidad agote, me llevaron a aprender a apreciar mi herencia como una fuente de reflexión y comprensión de la sociedad en la que vivo.