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Opinión
Gestar la duda
Mi amiga Sofía acaba de ser madre. Después de preguntarle varias veces, cuando vino a casa a contarme que estaba embarazada, si estaba segura de que lo que llevaba en la barriga no era un almohadón, reconozco que sigo en shock. Entre bromas, felicitaciones y risas nerviosas, intenté disimular lo que pasaba en ese momento por mi cabeza: “Acabas de arruinarte la vida”. Lo que sentí entonces, fue una profunda pena por mi amiga. Me costó días digerirlo y, sobre todo, intentar comprender qué lleva a una persona, en pleno siglo XXI, a tomar una decisión tan radical como esa.
He oído y leído todo tipo de opiniones que justifican la decisión acerca de ser madre y de no serlo. Opiniones que van desde lo interno y personal, como puede ser el instinto o la inexistencia de instinto maternal, hasta lo externo, lo considerado político. Estas últimas están más ligadas, si cabe, a una decisión negativa acerca de la maternidad, al “no”. Al “no merece la pena ser madre porque el mundo en el que vivimos es hostil”. Al “esas criaturas no te han pedido venir a este mundo y ser condenadas a obedecer al capital”. Al “si no me puedo mantener ni yo, cómo voy a mantener a otra persona”.
Hay, además, una postura de un determinado feminismo, que busca, sobre todo, proteger la carrera profesional de una para no dar un paso atrás ante la emancipación económica de la mujer. A estas alturas, ya sabemos qué podría suponer para nuestras carreras tener un bebé. Si tenemos pareja, podría suponer, en primer término, que tengamos que depender de ella económicamente durante una temporada. En segundo lugar, podría suponer parar en seco nuestros avances académicos o profesionales, que nos ayudan a posicionarnos mejor en el panorama laboral. Por no mencionar la carga emocional y de trabajo que supone ser mamá. A partir de aquí, y a pesar de los grandes avances gracias al feminismo, la estadística deja claro que nos podemos encontrar con las medias jornadas y sus correspondientes bajadas de salario.
Se vuelve insoportable darse cuenta de que las riendas de algo tan íntimo, no las tienes tú: la maternidad se convierte en una decisión política para la clase trabajadora
Con estas terribles consecuencias para nuestro bienestar, ¿cómo podemos tomar una decisión sobre la maternidad que se base exclusivamente en la maternidad, en el amor, en el cuerpo, en lo orgánico? La verdad es que no podemos. El capitalismo abarca tanto que se hace imposible, entre tanto ruido, pensar y decidir la maternidad en sí misma. Se vuelve insoportable darse cuenta de que las riendas de algo tan íntimo, no las tienes tú. De repente, la maternidad se convierte en una decisión política para la clase trabajadora.
Hay quien piensa que no tener descendencia es un acto egoísta: “Entonces, ¿quién va a pagar nuestras pensiones?”, te dicen. Ante esta pregunta existen miles de respuestas, pero lo cierto es que el capitalismo se mete en mi cabeza a la hora de pensar en la reproducción, con el fin de la supervivencia. Tener un bebé o alguien a cargo es un marrón para la clase trabajadora, prácticamente todas las pegas tienen que ver con el trabajo y con los ingresos, pero no tenerlo es otro marrón también, porque ¿quién esperas que te acompañe cuando empieces a babear? Si el sistema no te provee de residencias públicas, si no hay pensiones para que puedas permitirte el lujo de comer, si no te ha alcanzado en tu etapa laboral para comprarte una casa, ¿a quién recurrir en esta sociedad cada vez más individualizada?
Por otro lado, ¿qué hay de los cuidados?, ¿qué es la vida sin amor, sin cariño, sin compartirla? Se reduce al trabajo. Para algunas, las relaciones familiares pueden ser, de hecho, el último escondite donde las lógicas del capital no llegan de una forma tan salvaje.
Dentro de estas tensiones, además de las que se deciden a ser madres y las que no, habitamos unas cuantas indecisas, a las que se nos acaba el tiempo
La emancipación de las mujeres va acompañada de la autonomía económica, es decir, obliga a una incorporación del mercado laboral, que finalmente decide sobre nuestros cuerpos.
Admitámoslo, el sistema en el que vivimos no es amigable con las madres, pero necesita de ellas para asegurar su continuidad, por lo que nuestros cuerpos estarán siempre en el punto de mira. Y, dentro de estas tensiones, además de las que se deciden a ser madres y las que no, habitamos unas cuantas indecisas, a las que se nos acaba el tiempo, en una especie de limbo de la maternidad, poniendo nombres a hijas ficticias y encalladas en algo que intuimos más como una trampa que como una victoria segura.
Desconozco si mi amiga Sofía le ha dado las mismas vueltas antes de tener a Óliver. Tal vez haya optado por no pensarlo demasiado. Tal vez haya cerrado los ojos y haya pensado en otra cosa mientras tomaba la decisión, como quien se arranca una tirita.