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El Salto
El final de un camino
La derrota de una estrategia de insurgencia militar en la región con más policías por habitante de Europa y en el marco de Schengen es inapelable.
En octubre de 2011 ETA declaró “el cese definitivo de su actividad armada” y en marzo de este año proclamó su “desarme definitivo, de manera unilateral y sin condiciones”. El largo periodo entre uno y otro hito —cinco años y medio— alarga una fase de transición cuyos cabos sueltos generan un raro efecto simultáneo de cercanía y distancia respecto al pasado. No es fácil elaborar ucronías a partir de un esquema en el que el proceso se hubiera desarrollado con lógica y de forma internamente coherente. Las particularidades de cada conflicto político, con el añadido de la violencia, desaconsejan las analogías. La sensación es de alivio... y de anomalía.
La derrota de una estrategia de insurgencia militar en la región con más policías por habitante de Europa y en el marco de Schengen es inapelable. Su evolución —desde un proyecto de confrontación contra la Dictadura franquista hasta las acciones contra representantes civiles en el contexto de una democracia liberal con libertades individuales— va acompañada de un balance ético demoledor.
Sin embargo, la cuestión no radica en la batalla por el relato del pasado. Los cierres históricos que se clausuran sin acuerdos generan narrativas plurales y divergentes. Se trata, más bien, de extender la fase anterior hacia el presente, haciendo bueno el aforismo foucaultiano de que la política es la continuación de la guerra por otros medios. Eso lo saben bien los defensores del Derecho Penal del Enemigo, cuyas lógicas y repertorios siguen sospechosamente vigentes (las políticas de excepción carcelaria o la impunidad de la tortura, entre otras).
De ahí las demandas renovadas de políticas punitivas como si no se hubieran producido hechos nucleares como el desarme, en gran medida liderados por una parte importante de la sociedad civil. El problema, pues, no es decretar la disolución de ETA, promover la investigación de 300 asesinatos sin resolver (la mayoría entre 1978 y 1982) o elaborar textos sobre el sufrimiento producido durante todos estos años. De hecho, nada de lo que hace el Gobierno español respecto a las 167 víctimas de cuerpos de seguridad del Estado, grupos parapoliciales o la extrema derecha entre 1960 y 2013 parece destinado a zanjarse en los términos de verdad, justicia y reparación que demanda a la contraparte. Como tampoco hay ninguna reflexión sobre la impunidad de las políticas de excepción y el socavamiento jurídico que han supuesto.
Lo que está en juego en esta fase doblemente constituyente en Euskal Herria (la desaparición de ETA) y en el Estado español (la quiebra del Régimen de 1978) es la correlación de fuerzas del nuevo paradigma político en construcción. Lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer y, entre tanto, se desencadena la disputa por los límites de los nuevos campos políticos, en términos de hegemonía.
En paralelo, la crisis económica y la fractura de clases en curso han dinamitado los carriles por los que ha circulado el conflicto vasco durante décadas. La reproducción de la vida —y el ascenso social— presentan dificultades crecientes sin que nadie prometa ya tiempos mejores. En este momento constituyente que convoca a nuevos sujetos colectivos, el ciclo de los actores del Régimen de 1978, en sus formas actuales, está agotado.