Vejez
Una mijita de sal

El mapa de la soledad nacional sigue invadiendo territorios habitados. Los últimos datos del INE dicen también que de 2019 a 2020, casi 100.000 personas más viven solas en nuestro país, a la espera de conocer los datos que se publiquen este año, con los estragos de la pandemia de por medio.
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Pepita, la protagonista de esta historia de soledad escogida, durante su cumpleaños número 90, en su casa del centro de Madrid. (Foto cedida. Archivo personal)
TW @DavidRSeoane
25 may 2022 07:00

La cruda realidad dice que, según los últimos datos publicados en 2021 por el Instituto Nacional de Estadística (INE) en su Encuesta Continua de Hogares (ECH), en España hay 2.131.400 personas mayores de 65 años viviendo solas. Son datos relativos al 2020, en el que además de solas estuvieron confinadas. De ellas, más del 70% son mujeres. Pepita, aunque única y valiosa, es una de tantas que se escapan del tamiz. Una de esas personas que atempera la frialdad de los números y cocina a fuego lento todas esas vicisitudes que da la vida para hacer con ellas un buen cocido casero, con su provechosa carcasa de pollo para potenciar el sabor, ¡y que no falte! Exactamente como a ella le gusta. Y si queda ropa vieja, para croquetas.

Nació allá por 1928, por lo que sus primeros recuerdos, los mismos que nunca han dejado de visitarla durante sus 94 años, tienen que ver con la Guerra Civil. De ellos ha hablado del derecho y del revés, de cómo fueron aquellos tiempos duros llenos de escasez y de miseria, de cómo nos apedreamos los unos a los otros y de cómo la necesidad se tuvo que hacer virtud a poder de zurcir nuestra descosida memoria social. Sin embargo, ella nunca fue capaz de olvidar del todo el horror y, en sus nueve décadas y monedas, ha llevado siempre bien cogidita de la mano a aquella niña de la guerra que ha ido abriéndose camino a medida que coleccionaba arrugas.

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Pepita en París, año 1965. Nunca necesitó a un hombre a su lado para nada, aunque pretendientes no le faltaron. (Foto cedida. Archivo personal)
Pepita eligió la soltería, por convicción, pero puso toda su devoción en alimentar el cariño y el estómago de sus muchas amistades

Empezó a trabajar a los once años, por lo que recién estrenada la posguerra se hizo mujer a toda prisa. “Había que estar en misa y repicando”. Sin saber ni jota de francés, recorrió incontables veces los barrios de París, en busca de patrones de costura que adaptar a los gustos y a los cuerpos de las españolas de los años sesenta y los que vinieron después. Nunca necesitó a un hombre a su lado para nada, aunque pretendientes no le faltaron. Trece según sus cuentas. “Tuve mejor cuerpo que el de Bomberos, aunque ahora esté hecha un escombro”, decía muchas veces machando en su mortero coquetería y sentido del humor. Eligió la soltería, por convicción, pero puso toda su devoción en alimentar el cariño y el estómago de sus muchas amistades.

Siempre tuvo las ideas muy castizas y muy claras. “Derechona a mucha honra” y votante del PP, “hasta el año pasado que me he quitao de pagar la cuota, que no están los tiempos para demasiadas alharacas”. Pero eso nunca fue óbice para tener amigos rogelios o comunistoides a los que obsequiaba, según la ocasión, con caramelos Sugus, rosquillas, café con leche, bombones o aceitunas y, siempre, con un beso en la coronilla cuando las estrecheces de la pandemia se empeñaron en poner distancia entre las personas. Esas que ella no podía soportar. “Mira tú, ¿a ver si ahora por pensar diferente no vamos a poder ser amigos?”.

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Pepita en una foto de los años sesenta. (Foto cedida. Archivo personal)

Hace un buen puñado de años faltó su madre, “la mejor del mundo, con permiso de la tuya”, y desde aquel día ha estado presente en todas sus conversaciones alrededor de la mesa del salón. De ahí en adelante Pepita ha sido la única habitante de su hogar unipersonal en el centro de Madrid, pero no ha vivido sola. De ninguna manera. En todo caso la soledad, sobrevenida o escogida, nunca ha sido una barrera para ella. Y si hay algo de lo que siempre se ha sentido dichosa es de la enorme cantidad de manos amigas que le aportan una mijita de sal o una puntita de jamón para su puchero. No ayuda material, en eso se las arreglaba muy bien sola. Pero sí cariño y escucha. Como las de la voluntaria malagueña de la Cruz Roja, amiga desde el segundo día, que la visita todas las semanas para charlar y ponerle color a las fotos en blanco y negro. Como las de sus vecinas serviciales que mantienen el teléfono bien pegado a la oreja. Como las de la mujer que desde hace 18 años sacan brillo a la escalera de su edificio y de vez en cuando “apañan” también los rincones de su casa. Y, ¿cómo no?, las de su “niño del alma”, el hijo de la familia del piso de arriba que a sus cuarenta y tantos sigue siendo el primer nombre, escrito a boli y con aseada caligrafía, de la libreta de contactos que guarda en el recibidor. Todas ellas, porque el abrumador porcentaje de las personas que cuidan en este país es también femenino, son su familia. Una familia de la que sentirse orgullosa.

Y si hay algo de lo que siempre se ha sentido dichosa es de la enorme cantidad de manos amigas que le aportan una mijita de sal o una puntita de jamón para su puchero

El mapa de la soledad nacional sigue invadiendo territorios habitados. Los últimos datos del INE dicen también que de 2019 a 2020, casi 100.000 personas más viven solas en nuestro país, a la espera de conocer los datos que se publiquen este año, con los estragos de la pandemia de por medio. Eso es un 2% más y un síntoma característico, quizás, de la sociedad acelerada en la que vivimos que prefiere la comida rápida que llega en bicicleta al aroma de un plato de cuchara que se cocina lento y se le sopla para que no queme en los labios. Lo que no reflejan las cifras, es la cantidad exacta de sal, casi siempre anónima, necesaria para realzar el sabor cuando nos sentamos a la mesa sin prisa.

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Pepita de viaje en Bolonia, 1989. (Foto cedida. Archivo personal)

A Pepita, entre recortes de periódicos, cartas viejas de apuestos pretendientes y migas de pan, le encantaba pasear contigo por las calles de Madrid, en las que con absoluta precisión empadronaba todos sus recuerdos. Después de callejear y de agitar su memoria por sus lugares favoritos, como la Chocolatería San Ginés o la Calle Arenal, y de dejar recado en sus portales a los que ya no están, decía con media sonrisa, “con esto ya tienes para escribir un libro”. Sirvan estas líneas, como humilde homenaje, para abrir el apetito y engañar al hambre.

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