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El pasado 23 de agosto en Iruñea un hombre mató a su madre. Después de una fuerte pelea en casa, la empujó por el balcón. La mujer tenía 72 años y el hijo 45. Según informaron los medios de comunicación, el hombre se encontraba afectado por un brote psicótico provocado por la esquizofrenia paranoide que padece.
Este hecho generó en el interior de la Marcha Mundial de Mujeres de Euskal Herria un debate en torno a si activar el protocolo contra la violencia sexista. Dadas las complejas aristas que conforman el caso, se decidió no activarlo, pero sí poner sobre la mesa algunas reflexiones profundas desde una mirada feminista. En primer lugar, visibilizar cuáles son los riesgos e impactos que implica cuidar y, en segundo lugar, reclamar el vacío social e institucional existente para garantizar unos cuidados dignos.
Cuidar es la acción más necesaria frente al actual neoliberalismo depredador. Sin embargo, seguimos fragmentando el cuidado y asignándolo como condición natural a partir de las organizaciones sociales de género, clase, origen, y ciudadanía. No todas las personas tienen los recursos para poder acceder a unos cuidados dignos, lo que convierte hoy el acceso en un elemento clave de diferenciación social y aumento de la desigualdad y la exclusión. Un trabajo, cuidar, que no es considerado trabajo, y cuando lo es los salarios son míseros, los derechos laborales inexistentes y el reconocimiento social brilla por su ausencia.
Son las mujeres: las migrantes, las madres, las hermanas, las esposas, las hijas, las sobrinas, las que asumen mayoritariamente la responsabilidad de los cuidados en condiciones de aislamiento y precariedad. En el caso de los cuidados a personas con enfermedad mental, siguen resolviéndose al interior de los hogares. En nuestra sociedad, el perfil de la cuidadora habitual de una persona con un problema de salud mental grave es una mujer de 64 años que cuida de un hijo durante una media de 21 años. Precisamente, ese era el perfil de la mujer asesinada en Iturrama.
Cuidar es la acción más necesaria frente al actual neoliberalismo depredador. Sin embargo, seguimos fragmentando el cuidado y asignándolo como condición natural a partir de las organizaciones sociales de género, clase, origen, y ciudadanía.
Actualmente, las políticas de salud mental, están orientándose hacia la atención comunitaria, lo que lleva a que se espere cada vez más que la familia esté presente, cerca y disponible para proporcionar cuidados en todo momento, pero sin dotarles de recursos y apoyos suficientes.
Cuidar a un familiar con una enfermedad mental grave supone un enorme compromiso. Esta alta exigencia conlleva un estrés continuo para las personas cuidadoras que tiene impacto en varios ámbitos de su vida. La presión psicológica por los riesgos y la “ansiedad constante” que comporta tener a alguien a su cargo, los sentimientos de culpa por la sensación de colapso al “no poder más” y cansancio extremo, la falta de sueño, los sentimientos de depresión o las tensiones en la relación con las personas de la que cuidan y el estigma social que persiste sobre la enfermedad mental en nuestra sociedad son algunas de las principales consecuencia que sufren las mujeres cuidadoras. Esto conlleva a una mayor soledad o aislamiento para ellas. En ese sentido, no sorprende que la mayor demanda que manifiestan sea un apoyo adicional para desempeñar su papel como cuidadoras.
Tras la gravedad de lo ocurrido en Iruña, desde la Plataforma de la Marcha Mundial de Mujeres de Euskal Herria queremos interpelar con urgencia a las instituciones públicas para que asuman su responsabilidad y emprendan respuestas integrales que protejan los derechos de las personas que cuidan y les ofrezcan alternativas reales.
En primer lugar, el derecho al cuidado ha de ser un objetivo en sí mismo, que reconozca la dimensión vital del cuidado como elemento básico del bienestar de la ciudadanía. Para ello, es imprescindible priorizar los cuidados en la agenda política e incluir también los conflictos y tensiones que éstos generan y que usualmente suelen quedarse ocultos en el ámbito privado y familiar.
En segundo lugar, urge sacar los cuidados del ámbito privado. Esto implica entender los cuidados como una responsabilidad colectiva en la que, además de la comunidad cercana, sean las instituciones públicas las que garanticen unos cuidados universales de calidad y unas condiciones laborales dignas para el conjunto de las personas trabajadoras que las desempeñan.
En tercer lugar, exigimos el reconocimiento a las personas cuidadoras: que sean escuchadas y tenidas en cuenta por las instituciones y profesionales de la salud mental, reconociéndolas como aliadas y con derecho a ser cuidadas y respetadas.
Por último, reivindicamos el derecho a negociar los cuidados así como el derecho a no cuidar. El mandato de género que asocia los cuidados de manera natural a las mujeres y los vincula como aquellos trabajos que realizan gratuitamente y sin pedir nada a cambio sigue operando en nuestra sociedad. Esto hace que para las mujeres sea muy difícil generar conflictos y negociar los cuidados en el ámbito familiar. Pareciera que las negociaciones solo pueden darse fuera del hogar y no dentro. Existen diversos programas sociales orientados a gestionar las emociones ambivalentes que los cuidados generan en las personas cuidadoras. Necesitamos dar un paso más en esa dirección y facilitar recursos y herramientas para que los cuidados puedan ser negociados libremente y en condiciones de igualdad al interior de los hogares.
El pasado 8 de marzo, en la huelga feminista el movimiento feminista de Euskal Herria reclamaba una redistribución integral de los cuidados como camino de responsabilidad colectiva hacia la sostenibilidad de la vida. Hoy desde la Marcha Mundial de Mujeres corroboramos esta reivindicación para que cuidar no sea una imposición que en muchos casos tenga como coste la vida.
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Aquí Asun Lasaosa escribe este artículo en respuesta, en el que argumenta mucho mejor que yo la sorpresa y enfado ante cómo ha enfocado el problema este texto:
https://www.elsaltodiario.com/opinion/personas-trastornos-psiquicos-no-somos-mas-violentas-resto
WTF con el artículo y vaya manera de marcarse un extraño señalamiento hacia las políticas de Salud mental comunitaria como si fueran parte del problema cuando, si existiera realmente una práctica de Salud Mental comunitaria sería parte de la solución. (Por cierto, no, no existe en la realidad tal práctica, lo que existen son unos servicios de salud mental represores y torturadores -que se han dignado a llevar a algunos barrios en vez de estar en la periferia- a los que las personas diagnosticadas tememos acudir por las violencias que hemos vivido en ellos, que seguimos viviendo y que, por lo que sea, no provocan comunicados de ninguna marcha de las mujeres ni llenan páginas en los medios advirtiendo de la peligrosidad de los profesionales de salud mental ni de las instalaciones psiquiátricas en las que, por lo visto, preferirían que estemos confinados de por vida, antes que en nuestra comunidad)
Y por cierto también, Salud Mental comunitaria no es que nos cuide alguien abrumado por ese cuidado, en nuestra casa y posiblemente contra tanto nuestra voluntad como la suya. Que necesitamos otros cuidados es un hecho. Que queramos institucionalizarlos cuando esas instituciones hoy por hoy son garantes de un maltrato que silenciamos en el mismo artículo que relaciona un asesinato con la existencia de planes de salud mental comunitaria (que ya me gustaría verlos) es un salto enorme. Un salto bastante hacia el abismo que no esperaría de este medio, en el que quería ver otros saltos. Pero en fin.