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La semana política
Van perdiendo
La palabra llega como un golpe, como un puñal: “Maricón”. O quizá sea otra: chupapollas, marica, bujarrón. Niños y adolescentes temen que caiga sobre ellos. Los mismos niños y adolescentes que temen que la descarga les alcance, a veces la lanzan contra otros, en una especie de juego perverso. Unos se ríen, otros se ríen entre dientes, el resto es poco probable que haga nada. A veces no viene a cuento, se usa en tono festivo, e incluso cariñoso —un “round” de cariño modelo vieja escuela— porque es un insulto intercambiable: forma parte de un estado de las cosas. Otras veces acierta de lleno en su objetivo: golpea, estalla en la cara como una bofetada, o antes de una bofetada. Remueve todas las dudas y todas las certezas. Desencadena la humillación. Contra el raro, la bollera, contra quien no encaja, contra quien no sabe o no quiere aguantar los golpes en forma de chiste, contra el que oye “cómo te pones, si era solo una broma” demasiadas veces en su vida. Contra el que se tiene que ir fuera del grupo. Contra el crío, la cría acosada por los hijos sanos del patriarcado, por nosotros, los normales.
Hay un momento en el que, aparentemente, eso cesa. Hay otras voces, otros ámbitos. Las afinidades electivas sirven para distanciarse de esa escuela de humillaciones. Pero alejarse no significa que los golpes desaparezcan. Todavía siente escalofríos cuando interactúa con un grupo de heteros. De esos heteros a los que se les dibuja en la cara el pasado de gracioso o de chulo de la clase. De los heteros que se zafarán de cualquier crítica cuando sea necesario con el “cómo te pones, si era solo una broma” o que se saldrán con la suya reivindicándose combatientes de una guerra contra lo políticamente correcto. De algunos heteros a los que, llegado el caso —todos lo sabemos— se les inflarán los cojones y pueden volverse mu locos, y pueden llegar a desgraciar a alguien.
No es solo el crimen, es la respuesta y cómo esa respuesta se basa en generar nuevos marcos: en reventar lo que había antes del crimen de Samuel Luiz
Dice la abogada Laia Serra en una entrevista en El Diario publicada esta semana, la del asesinato de Samuel Luiz, que muchas resoluciones judiciales descartan que la palabra “maricón” sea prueba de un crimen de odio. Porque está muy sobada. Porque, a veces, es un insulto intercambiable, una palabra que ha perdido significados o que ha ganado texturas. Porque así son las cosas y así lo dicta el juez, al que probablemente se le escapa en el ámbito privado algún “maricón” que pretende ser afectuoso.
No se puede, aparentemente, separar la motivación homófoba de lo que parece un caso de mala suerte, el infortunio de topar con un lobo solitario o con una manada de lobos inadaptados. Se trata, dicen, de un abusón o un grupo de abusones aún no asimilados del todo por nosotros los normales; aunque, curiosamente, antes del crimen parecían los más normales entre los normales, es decir, expedían los certificados de lo que es ser normal. Porque el criminal no es neonazi, no sale con un bate a reventar gays o trans, simplemente se le cruza, se le va la cabeza en un momento, con el pretexto o la chispa más inopinada: un mal cruce con el coche, un que me has tirao la copa, un qué estás mirando, un qué de qué, un me estoy calentando.
El día después
El odio homófobo —ese “maricón” que cayó primero y anticipó todos los golpes que recibió Samuel Luiz— era preexistente. A ese primer fogonazo de odio lo sujetaba la costumbre, el estado de las cosas, toda una cultura que se está desmoronando. A partir del lunes, un nuevo punto de partida. Lo ha explicado Ramón Martínez. No es solo el crimen, es la respuesta y cómo esa respuesta se basa en generar nuevos marcos: en reventar lo que había antes del crimen de Samuel Luiz. En romper esa posición cómoda de hablar de individuos descarriados, ajenos al devenir de la sociedad, no asimilados.
Por eso, como un solo hombre, una mayoría del espectro de centro-derecha ha tomado el caso como un ejemplo de la sobreactuación de la “izquierda”. En el rechazo automático a considerar el crimen de A Coruña como un delito de odio, en ese “no os pongáis histéricos”, hay un interés en tomar el caso como un ariete en la guerra cultural en curso, esa guerra contra las identidades y contra la diversidad que tiene como enemigo cualquier esfuerzo de pedagogía. Así, es neutralizado cualquier esfuerzo por introducir nuevos marcos. Los agentes contra la posibilidad de cambio están por todas partes: “Estamos ya un poco cansados de que nos digan lo que no tenemos que hacer”, dijo la ministra de Industria, Reyes Maroto, sobre la polémica del consumo de carne. La pedagogía es identificada con el adoctrinamiento —por la derecha— y con el elitismo —por la izquierda—. Se puede argumentar también que es cuestión de mejorar la educación, siempre que eso no sirva para eximir a los adultos de su responsabilidad.
Es una confrontación en la que el dominio de los términos políticos es la principal conquista. Antes que un artículo del Código Penal, el delito de odio es un marco de disputa —esta semana comenzó el juicio por un escrache al autobús de Hazte Oír en Valencia, en el que la organización ultraconservadora pedía penas por delito de odio—. La caracterización como víctimas —y ahí está el éxito que está teniendo el concepto de la “cancelación”— es un marco de disputa.
Los derechos humanos, como la palabra “maricón”, en cambio, son un concepto intercambiable, negociable, como refleja la abstención del Partido Popular (con una excepción) y el voto en contra de Vox al castigo económico aprobado por la Unión Europea por la ley homófoba de educación aprobada por Viktor Orban en Hungría. Los derechos fundamentales pasan por ser opinables, como el insulto homófobo, se pretende que se pongan en contexto.
La retórica en esa forma de entender la política se transforma a cada momento. Esta semana ha tomado forma de rigurosidad. “No se puede” prejuzgar si es un crimen de odio, dicen. Es difícil de comprender qué línea de defensa pretenden armar en el caso, más allá de provocar la indignación progre. Pero escarbando, la reivindicación LGTBIQ de que el crimen no sea invisible, de que suponga un antes y un después, constituye una amenaza para el estado de las cosas, para nosotros, los normales.
La amenaza al estado de las cosas —al Blanco Burgués Varón Adulto (BBVA)— ha generado toda una industria de la comunicación social, un movimiento político global y un lenguaje característico: bravucón o victimista según sea menester
Y eso enlaza con el mood del momento: es un cambio de era y un tipo de homínido se siente, con razón, en peligro. Ya se ha dicho y se ha repetido: la amenaza al estado de las cosas —al Blanco Burgués Varón Adulto (BBVA)— ha generado toda una industria de la comunicación social, un movimiento político global y un lenguaje característico: bravucón o victimista según sea menester; como el paso que va desde el “no me calientes” hasta el “no te pongas así que era una broma”. Hay toda una internacional política generando nuevos marcos y nuevas formas de defender esa posición privilegiada en peligro.
Es un cambio de época en el que los abusones se sienten amenazados y aun se deben sentir más amenazados. En el que los que fuimos cómplices ya no vamos a serlo más, en el que los que fuimos acosados no vamos a serlo más, para que un día los abusones dejen, dejemos, de serlo. Realmente sí, lo que sienten es que están perdiendo. Aunque cueste verlo bajo el luto y las lágrimas por un asesinato.
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