“¡Cómo retumbaban las bombas!”, el relato de una superviviente en Gernika

E. vive en una residencia de Iruñea y es una de las últimas supervivientes del bombardeo de Gernika. Recuerda nítidamente el ataque y la peripecia familiar como si hubiera ocurrido hace dos días. Nunca volvió al pueblo bizkaino.

Fotografías Gernika
Ione Arzoz Fotografías de la madre y el padre de E.
2 feb 2018 13:20

E. es una mujer menuda de 90 años. Apoyada en un bastón, nos recibe con una sonrisa en la entrada de Casa Misericordia de Iruñea. En el exterior de la veterana residencia de la tercera edad (abierta en 1932 y diseñada por el arquitecto Víctor Eusa, uno de los gerifaltes carlistas del golpe de 1936), un grupo de ancianos apura el sol de esta mañana de domingo otoñal. E. nos guía por el interior, hasta las butacas de un pasillo acristalado, frente al jardín. Al aire libre empieza a hacer fresco.

E. es una de las últimas supervivientes del bombardeo de Gernika. Una historia de dolor y peripecia vital, tamizada por el tiempo, con el sabor de una época convulsa. La familia de E., campesinos de la Zona Media de Navarra, se trasladó a Donostia en 1937. El padre se empleó allí como portero en un edificio del Boulevard. Ante el avance de las tropas nacionales, decidieron enviar a E., que entonces tenía 9 años, a vivir con unos tíos en Gernika. El resto de la familia se reunió con ella inmediatamente después: padre, madre, hermana y dos hermanos. Una vez allí, para remediar las apreturas, E. se trasladó a vivir con unos amigos de sus tíos que regentaban una cafetería y un frontón en el propio Gernika. La nueva familia de acogida tenía dos hijos y dos hijas. Una de ellas, Luisa, de la misma edad que E. Enseguida hicieron buenas migas.

El día del bombardeo, E. salía a pasear por los alrededores de la villa con Luisa. De pronto, una escuadrilla de aviones surcó el cielo y se oyeron las primeras bombas. La pareja de niñas, aterrorizada, no sabía qué hacer. Providencialmente, se cruzó con un grupo de milicianos, unos chavales de veintitantos, que las subieron a una colina y las escondieron en un pinar, donde estuvieron largo rato abrazadas a ellos. E. lo cuenta con emoción, como si acabara de suceder. Nos dijeron que nos pusiéramos un palo en la boca, para que no se nos reventaran los oídos. ¡Cómo retumbaban las bombas! Estábamos muertas de miedo, llorando. Aquellos chicos no sabían qué hacer con nosotras... Se marchaban unos aviones y venían otros, no había descanso. Como el bombardeo seguía, los milicianos nos llevaron, a cachicos, por unos trigales a un caserío cerca de allí, que estaba lleno de gente, todos rezando. ¡Era de miedo, eh!

Al cabo de las horas cesó el bombardeo. E. y Luisa intentaron volver a Gernika, pero no dejaban entrar a nadie, todo estaba en llamas, todo derrumbado... solo se salvó una casa por donde las vías (probablemente la antigua fábrica de armas Astra). Entonces, decidieron buscar refugio en un caserío de los tíos de Luisa situado en los alrededores de la villa. Allí estaba la familia de Luisa sana y salva... pero nadie sabía nada de la familia de E., a la que el bombardeo había atrapado en Gernika. ¿Qué hacemos con E.?, ¿dónde estarán sus padres?, se preguntaban.

Nos pusimos un palo en la boca para que no se nos reventaran los oídos. Se marchaban unos aviones y venían otros sin descanso. Los milicianos nos llevaron por unos trigales a un caserío cerca de allí, que estaba lleno de gente rezando. Estábamos muertas de miedo

Tras una noche de angustia y preocupación, a la mañana siguiente decidieron pasar el día en el campo, al raso, como prevención ante nuevos bombardeos. En un momento dado, alguien avisó a E. Hay un hombre que viene corriendo por la carretera gritando tu nombre. Yo estaba muerta de miedo, pero ¡era mi padre! Él le contó que cuando habían sonado las sirenas de la alarma aérea habían bajado al refugio, por lo que nadie había sufrido daño alguno. Finalizado el bombardeo habían sido evacuados a Bilbao pero, ya en la capital vizcaína, la madre de E. le había advertido seriamente a su padre: No vuelvas sin la hija: te quedas allá hasta que la encuentres.

E. y su padre, se despidieron de sus amigos, tíos y de Luisa, y se marcharon haciendo autoestop. Primero a Bilbao, donde se reunieron con la familia, y desde ahí, alejándose del conflicto, a Cantabria. Recalaron en el pequeño pueblo de Luey, muga con Asturias, donde los acogieron dos mujeres mayores cuyos hermanos estaban en el frente. Al poco tiempo, ante los rumores de la llegada inminente de los nacionales al pueblo, la familia decidió volver a Donostia, ciudad que, pasado el frente de guerra, suponían más tranquila.

El padre, preso

La familia viajó desde Santander en diferentes barcos. E. con su madre y hermanos en el de mujeres y niños, y su padre, en otro solo para los hombres, que partió antes. Cuando llegaron a Donostia se dirigieron a la portería que regentaba su padre —en cuyo portal ocupaban un piso— y se enteraron de que la Guardia Civil lo había llevado preso nada más llegar. El nuevo portero —al parecer junto a otros vecinos— lo había denunciado por, supuestamente, haber señalado a un señor mandamás de los nacionales antes de la entrada del ejército franquista, que se había escondido y que luego mataron en un tejado del Boulevard, cuando huía. Tras una pausa E, señala: Yo era una niña, nunca le pregunté a mi padre si era verdad que había dado parte. Unos primos carnales de mi madre, que eran guardias civiles, le dijeron a mi madre: “qué bien que os marchasteis a Gernika, si lo llegan a coger cuando entraron los nacionales seguro que lo habrían matado sin juicio”.

Ante la difícil situación familiar, la madre de E. decidió seguir a su marido a Burgos. Estuvo encarcelado varios años y señala E., comprensiva, que fue la razón por lo que mi madre tuvo que deshacerse de los hijos, a los cuales repartió por un par de pueblos de Navarra donde tenía familiares. A E. la enviaron con su abuela paterna.

Fueron años duros, de separación familiar y de privaciones. Mientras los hijos vivían de la caridad, bajo el estigma del padre rojo, la madre se puso a trabajar de camarera en un hotel de Burgos, donde se alojaba con una franchuta, que estaba embarazada de un señor mayor que no era su marido, que le pagaba todo, pero que luego se portó bien y recogió a su hijo. E. recuerda con mirada traviesa que, cuando su madre le llevaba comida a su marido en prisión, le pasaba mensajes escritos en el envoltorio de los caramelos.

Manos Gernika
Detalle de las manos de E. Ione Arzoz

Pasados los años, el padre salió de la cárcel, y la familia se reunió en el pueblo donde aún conservaban algunas tierras. La hermana de E. se sacó el título de Corte y Confección y se colocó de modista en Iruñea. Poco después, E., todavía adolescente, encontró plaza en el costurero del Hospital Militar. Se alojaba en casa de un matrimonio sin hijos. Finalmente, la familia se reagrupó (los hijos no pueden estar solos, se nos van a morir de hambre, decía la madre), alquilaron una vivienda en la Plaza Santa María de la Real de Pamplona, junto a las murallas, y E. vivió allí hasta trasladarse a la Casa Misericordia.

Nunca volvió a Gernika. Era un pueblo precioso dice, y aún confiesa apesadumbrada: Me porté mal; cuando fui mayor no indagué nada sobre mis tíos, ni de aquella familia que me acogió... me dijeron que Luisa se había hecho monja. Y concluye con un ruego: A este cuento no le hacen falta nombres ni apellidos, que si lo ven en el pueblo dirán: ¡eh, qué están hablando ahora! [no tomamos su retrato pero anotamos sus datos y fotografiamos sus manos sabias de costurera].

E. tiene una memoria excelente: no ha sido necesario preguntarle ningún detalle, ha desgranado vívidamente el bombardeo y la peripecia familiar como si hubiera ocurrido hace dos días. Lleva pocos meses en la residencia, al principio un poco desorientada, pero ya se ha adaptado. Tiene la suerte de que su hermana viva en la manzana que hay enfrente. Nos enseña su pequeña habitación de la segunda planta, en la que apenas hay detalles personales. Destacan dos fotografías en blanco y negro, en marcos ovalados, de su padre y de su madre.

Al finalizar la entrevista, nos acompaña hasta la entrada por un laberinto de pasillos saludando inquilinas que avanzan trabajosamente en sillas de ruedas o taca-tacas. En el momento de despedirse, lamenta de nuevo no haber vuelto nunca a Gernika, ni haber sabido nada de Luisa, su amiga gernikarra, de la que el bombardeo separó hace ya ochenta años...

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