Opinión
Historia y memoria: la tregua, el exterminio y la partición de Palestina

Estamos siendo testigos de otra matanza en masa, y viendo la complicidad en su producción y continuidad parece que la historia vuelve a llamar a la puerta.
Accion metro Gaza - 1
Acción en el metro de Madrid para denunciar la masacre en Gaza. Alex Méaude
4 dic 2023 12:59

La tregua de cuatro días con liberación de presos y rehenes, que se extendió tres jornadas más, terminó el viernes. En esa semana sin bombas, hubo otro señalamiento israelí ante declaraciones no sionistas por parte de cargos oficiales en el plano de las relaciones internacionales: después de requerir la dimisión de Guterres y declarar ‘non grata’ a la ONU, les llegó el turno a Pedro Sánchez y Alexander De Croo, primer ministro belga, tras haber visitado Tel Aviv y Jerusalén afirmando a Benjamín Netanyahu e Isaac Herzog que “el número de palestinos muertos es realmente insoportable”.

El motivo de los señalamientos y la crisis diplomática lo conocemos: hicieron referencia, en Rafah, al reconocimiento del Estado palestino —aquellos dos Estados que la comunidad internacional, salida de la II Guerra Mundial, y la ocupación británica firmaron, el 29 de noviembre de 1947, para la partición de Palestina y la creación del Estado de Israel—.

Una firma de partición que el sionismo del Estado israelí convirtió, desde el primer momento y durante 75 años, en papel mojado con la instalación de un régimen de colonización, progresiva ocupación expansionista y apartheid, después del desarrollo militar de la brutal Nakba (con multitud de masacres y desplazamiento forzado de cerca de un millón de palestinos). 76 años después de aquel 29 de noviembre, y tras varios conflictos bélicos como la Guerra de los Seis días en 1967 y la Guerra del Yom Kipur o el Ramadán del 73, esa mención implícita a los dos Estados —los que con la fuerza de las armas no respetaron los israelíes en su fundación con organizaciones paramilitares incluidas, que operaban con anterioridad, y que implicó la partición de Palestina junto al sufrimiento indecible para el pueblo palestino— ha significado el primer posicionamiento de un mandatario europeo, en visita oficial en la zona, por fuera de las directrices del sionismo estatal israelí, después de mes y medio de constantes bombardeos.

A 76 años de la primera publicación de ‘El diario de Ana Frank’, las imágenes de su existencia escondida y las evocadas de su muerte en un campo de exterminio se conjugan con las crudas imágenes de los niños gazatíes

Un posicionamiento tan sólo enunciativo. Una referencia a la necesidad ya no de un Estado en toda Palestina donde vivan todos los pobladores del territorio en igualdad y se cumpla el derecho al retorno de los millones exiliados y expulsados —como reconocen las resoluciones de Naciones Unidas—, sino a los dos Estados —una firma acuñada entre potencias en el marco de la ONU que, repito, nunca respetaron los israelíes y que supuso el comienzo de la violencia sistemática sobre la población palestina— es considerada, hoy, apoyo al terrorismo islamista. 

Si esta apelación pública al reconocimiento internacional del Estado palestino implicase su materialización —y no se quedase, otra vez, en palabras que se lleva el viento— supondría un Estado propio para el pueblo a expulsar, mermar y eliminar como tal, según el Estado existente, el Estado israelí (con la constitucionalidad sancionada por parte del Tribunal Supremo a la Ley del Estado Nación Judío en 2021, impulsada en 2018 por Netanyahu, que relegó ‘de iure’ a la que es la principal minoría del país, el 21% de la población). Un Estado israelí que no parece estar en la actualidad más cerca que cuando se constituyó de aceptar ya no una parálisis en su colonización de territorio, sino una pérdida del que controla de facto. Se trataría, desde esa perspectiva y con las situaciones de Gaza y Cisjordania, de un supuesto defensivo mínimo frente a ese Estado colonial que domina prácticamente todo el territorio y sigue colonizándolo incesantemente, con o sin ataques de Hamás desde el enorme gueto gazatí. 

Como decíamos, por tales afirmaciones, Sánchez fue acusado de defender el terrorismo, y los embajadores de los tres países fueron llamados por los respectivos ministros de exteriores, antes de que Israel retirara su embajadora en España. Una crisis diplomática comentada por el referente españolista idóneo para ser el colofón al “noviembre nacional” que hemos vivido. Ya que fue Aznar quien dejó oculto el tradicional antisemitismo de las derechas españolistas bajo su admiración sin fisuras a Israel, a partir de su idilio imperialista en Próximo Oriente apoyando al hegemón estadounidense y su “guerra contra el terror” en la invasión de Iraq, dos años después del 11S.

Y es que sigue “trabajando en ello” y prefiere quedarse sólo con la también tradicional islamofobia racista. Aznar afirmaba el mismo viernes de las declaraciones del presidente español: “Cuando eres atacado por una organización terrorista, en este caso Israel ha sido atacado no por otro Estado sino por una organización terrorista, no solamente —se da cuenta del lapsus y sonríe mientras señala—, aunque fuese por otro estado también, pero tienes la obligación, tienes ‘el derecho de defenderte’ y tienes ‘la obligación de ‘defenderte’. Y, por lo tanto, tienes ‘la obligación de utilizar los medios necesarios’ para repeler ese ataque”.

Estos fueron los sucesos discursivos y diplomáticos acaecidos el primer día de la tregua que el pasado viernes terminó. Esa pausa a la desolación y al exterminio acordada tras 46 días de genocidio en Gaza contra el pueblo palestino. Cuarenta y seis días de bombardeos incesantes, cada día, cada noche de las siete últimas semanas. Cuarenta y seis días de escasez total, destrucción y escombros, de cuerpos sin vida, heridos, desaparecidos, de miedo atroz y dolor desgarrador, de desesperación y pérdida. Cuarenta y seis días que dejaron atrás un mes de octubre grabado a fuego en nuestras retinas, y dieron paso a un noviembre en el que las cifras de la destrucción y la eliminación sistemática de la población en la Franja arrojan más de 16.000 asesinados y 7.000 desaparecidos. Diciembre comenzó sumando más horror indecible.

Estamos siendo testigos de otra matanza en masa, y viendo la complicidad en su producción y continuidad parece que la historia —“lo que duele”, dice Fredrick Jameson— vuelve a llamar a la puerta como “el fantasma que determina la estructura de las relaciones” (psicoanálisis mediante). Porque sobre quién aplicamos el ‘derecho a defenderse’ del ‘terrorismo’, por ejemplo el ‘derecho a defenderse’ del ‘terrorismo de Estado’ implementado cotidiana y sistémicamente. Se lo podríamos preguntar al Nelson Mandela de 1961, ya que como respuesta a la matanza de Sherpeville fundó la organización guerrillera vinculada al Congreso Nacional Africano por la que fue recluido en prisión durante 27 años, condenado como terrorista por la justicia del Estado que ejecutaba legalmente el régimen de Apartheid supremacista. Se trata de una pregunta sobre la Sudáfrica que hace también hace 75 años comenzaba a implementar el régimen de segregación racial, tras las colonizaciones blancas.

Con memoria e historia en profundidad no se desdibuja el contexto histórico en el que existe una comunidad —el pueblo palestino encerrado en el muro de Gaza— que es la víctima de un Ejército estatal que ejerce su violencia diaria

Con historia y memoria, sentidas pero también pensadas en su complejidad y no como forma de hacer una caricatura del mundo al servicio de cada identidad parcial o excluyente, y hasta del ego individual, no es posible confundir la violencia de una resistencia territorial, por brutal que sea la acción, con el terrorismo global de organizaciones pertenecientes a ciertas ramas del islamismo yihadista como las que representaba Al Qaeda, ni tampoco con la conquista y el orden social que intentó imponer el ISIS durante la década pasada en territorios sirios, aunque Macron no lo tuviese claro en sus declaraciones al alinearse con Israel en octubre. 

Con memoria e historia en profundidad no se desdibuja el contexto histórico en el que existe una comunidad —el pueblo palestino encerrado en el muro de Gaza— que es la víctima de un Ejército estatal que ejerce su violencia diaria como victimario, pertenezca cada quien a la religión que sea. Porque ciertas identidades, como la judía, van mucho más allá de las religiones por tratarse precisamente de una identidad sin Estado a lo largo de la historia, por ello, por haber sido ‘una comunidad imaginada’ perseguida, excluida o expulsada de las conformaciones político-religiosas de los territorios donde habitaban, podemos decir que conformarían una identidad colectiva sin Estado.

Existe, por tanto, una diferencia radical con los israelíes, que tienen un Estado, y no cualquier Estado sino uno militarizado y colonizador. Pero es que además ser un pueblo con Estado es diametralmente distinto a que éste sea un Estado religioso. Un estado religioso y colonial no es una democracia, ni liberal ni de ningún tipo, se barnice con los festivales que se quiera. 

Con historia y memoria de las violencias de la modernidad, e incluso de la premodernidad, se es capaz de diferenciar con claridad la horrible violencia de una guerra —con crímenes bélicos en las retaguardias, sea regular o larvada— de un exterminio; y se le denomina como exterminio aunque éste sea perpetrado en un contexto bélico. Ahí está la última guerra en suelo europeo antes de la invasión de Ucrania, los Balcanes de los 90, para atestiguarlo. 

Con memoria dialéctica de la historia humana se discierne nítidamente una eliminación sistemática cometida por un Estado en el contexto de una ocupación colonial o una dominación reaccionaria, sea ésta implementada durante una dictadura en los llamados —como eufemismo del horror— ‘tiempos de paz’; se ejecute durante una guerra entre ejércitos regulares, como decíamos con la ex Yugoslavia; en el contexto de enfrentamientos con organizaciones armadas, sean guerrilleras o paramilitares; o si fuera perpetrado contra grupos de población en coyunturas que impliquen acciones de lucha armada urbana o la metodología del terror puntual contra civiles difuminado sobre sociedades con cotidianidad normalizada en la modernidad actual, el terrorismo. 

De hecho, con nuestra historia sabemos las diferencias: después de los atentados de Atocha, el 11 de marzo de 2004, hubo mentiras del Gobierno de Aznar que colaboró en la guerra de Irak, teorías de la conspiración que, por ello y falsariamente, señalaron a ETA como autoría y al gobierno de Zapatero que salió de las urnas el 14M como beneficiario, pero no hubo ni exterminio ni terrorismo de Estado —a diferencia de otros momentos de nuestra historia reciente—, ni ‘cruzadas’ en el exterior.

Este año en el que se cumplieron, allá por marzo, veinte años de aquella invasión de Iraq, podemos recordar las declaraciones de George Bush y su contundente lapsus del año pasado al referirse a Putin: “La brutal decisión de un hombre de lanzar una invasión en Iraq, en Ucrania, en Iraq, “anyway”. A partir de las decisiones de aquel gabinete de la Casa Blanca seguimos siendo testigos incesantes de la profundización de una estela que, aunque comenzó antes, se profundizó a comienzos de este siglo y se recrudeció la década pasada hasta hoy, en una nueva fase de destrucción de las posibilidades progresistas que en la Guerra Fría habían planeado sobre los países de Oriente Próximo. Un Oriente Próximo destrozado en los últimos tiempos por la hegemonía en crisis de los Estados Unidos. Y es que, como resumía la canción del rockero argentino, Indio Solari: “Emboquen el tiro libre, que ‘los buenos’ volvieron y están rodando ‘cine de terror’”.

En este vigésimo aniversario de aquella guerra invasiva, somos testigos de la ejecución de un exterminio en masa, perpetrado como parte de la ocupación y colonización del territorio que se materializa, en esta matanza masiva y prolongada, revestido de venganza justificadora y desprecio supremacista —“animales humanos”—, en lugar del habitual racismo cotidiano —“cerdos que les gusta vivir en pocilgas”—. Un nuevo episodio de eliminación poblacional a base de bombardeos diarios, que no se ha llevado a cabo con opacidad sino ante los ojos del resto del mundo, con las imágenes de bombardeos ininterrumpidos sobre población civil retransmitidas en directo, mientras en diferido —para quien las buscó— se han podido ver, atroces, sus consecuencias en vidas. Niños y niñas por miles: “esto es una guerra contra los niños”, dijo ayer el portavoz de Unicef. Y los testimonios de familias enteras con tácticas para subsistir como miembro de esas unidades familiares conducen irremediablemente a los testimonios inolvidables de la Shoah —más allá de la ‘industria del Holocausto’—.

A 76 años también de la primera publicación de El diario de Ana Frank, las imágenes de su existencia escondida —que rememoró su escritura— y las evocadas de su muerte en un campo de exterminio nazi se conjugan, en las mentes de sus lectores al ser testigos del genocidio en Gaza, con las crudas imágenes de los niños gazatíes, asesinados mientras están escondidos en sus casas, derrumbadas sobre sus cuerpos. La historia y la memoria dialécticas conectan también las luchas del tiempo contra lo que nunca debiera permitirse, como decía Walter Benjamin. Conectan las resistencias humanas en el tiempo y el espacio: ¡No al genocidio. Nunca más en ninguna parte!

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