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Tras los resultados de Castilla y León, se abrió paso el sainete mafioso por el poder en el PP, mostrando un clásico de la derecha patria: el país como botín. Al que se añade otro clásico sistémico: hacer negocio y fortuna con los males colectivos, aprovechándose de los momentos más duros o creando sus condiciones, de todo ha habido en la larga historia universal, y en la del capitalismo en particular.
Veremos lo que implica el enfrentamiento abierto en Génova y el cambio orgánico en la dirección del PP. También sus consecuencias respecto al trasvase de voto a Vox, exagerado en el escenario de la hipérbole mediática como forma de presión a Casado. El hecho constatado es el alucinante y alucinado ‘activo’ que representa Ayuso para el nacionalismo españolista.
Su figura de ‘intocable’ es un nuevo paso hacia la profundización del momento populista reaccionario que vivimos.
Imaginadla aún más desinhibida, si cabe, en su esperpento. Tras la correspondiente victimización ha llegado la imagen de la victoria —con demostración de fuerza en público, incluso destructiva, hasta conseguir el objetivo táctico—. Su figura de ‘intocable’ es un nuevo paso hacia la profundización del momento populista reaccionario que vivimos. Un giro que cuenta con el individualismo neoliberal, y los reflejos de su narcisismo, purulando sin cesar en la construcción de liderazgos.
La sucesión de los acontecimientos ha despejado la posibilidad del revival de otro ‘trifachito’. Lo que hubiera implicado una nueva división del bloque derechista en tres, tras la constatación del fin de Ciudadanos. Con el expediente disciplinario aún abierto podíamos imaginar su movimiento como candidata de masas, tras una sonada expulsión. Ayuso, a lo Icaro, de la mano de Miguel Ángel Rodríguez y quien se terciara, completando su papel como ‘icono pop’ de una reacción españolista, chirriante tras el Procés. Aquello en lo que, repiten, se ha convertido la presidenta madrileña durante estos años de pandemia, ante nuestros incrédulos e indignados ojos. Ahora cabe la posibilidad de que lo cumpla sin jugarse las alas desde dentro, “a lo Trump”, en dos tiempos.
Lo preocupante, en definitiva, es que el esperpento fascistoide nacional-populista sigue funcionando, mientras los medios masivos continúan la estela normalizadora. Tras el chute histriónico del componente noticia, se sucede la caricatura diluyente hasta desembocar en la lluvia fina de la normalización. Como pasara ya con la ‘banalidad del mal discursiva’ desplegada, cómo no, por Díaz Ayuso.
La transición de nuestro país deja su marca, en esta farsa trágica de los últimos años, a través del reinado indiscutible del pragmatismo, aposentado con soltura en el imperio de la cultura del éxito
Y es que la herencia transicional continúa presente también en este contexto de política de bloques. El que ha venido caracterizado por la estrategia discursiva de tierra quemada ejercida por la derecha —ahora en clave interna—, durante una coyuntura histórica muy concreta: la del impacto de ‘lo real’, y su negación. Los años de pandemia sobre nuestras vidas e imaginarios (los más de 10 mil muertos de esta sexta ola responden también a este proceso y sus tristes normalizaciones).
La transición de nuestro país deja su marca, en esta farsa trágica de los últimos años, a través del reinado indiscutible del pragmatismo, aposentado con soltura en el imperio de la cultura del éxito. Un pragmatismo que, después de cazar ratones, ha sido bañado por décadas de neoliberalismo hegemónico, posmodernidad tardía, individualismo a ultranza, culto narcisista de la imagen y otras dinámicas implicadas en la circulación relacional de las redes tecnológicas.
Redes que con su dopamina, su posverdad y su flujo de bulos van delineando y desdibujando personas. Yos inmersos en la saturación. Sujetos vinculados a la forma de lo grotesco que parieron estos tiempos. Sumergidos en los espejos de este mundo de masas atomizadas —la estela dejada por la globalización capitalista, en urbes y ruralidades—.
En otras palabras, ante los resultados de la extrema derecha en los votos depositados por castellanos y leoneses, la idea que rigió el sustrato discursivo, emitiéndose con desparpajo, es que ‘si funciona como marca consumida’ cualquier cosa pasa a tener legitimidad, en este caso, democrática; mientras el resto somos ‘minorías separadas de las dificultades’ que sufre la ‘gente corriente’.
Bastará con estas dos ideas emitidas por tertulianos de La Sexta y La Ser, respectivamente, en su aporte a la normalización de la extrema derecha y no a la explicación de las razones y causalidades del voto reaccionario, para analizar el percal. Y es que el idealismo liberal en combinación con la noción nacional —en general, y frente a los fascismos en particular— es tan superficial como una encuesta a las realidades del mundo. No obstante, ya se sabe, funcionan.
El primer normalizador integraba crecimiento electoral con legitimidad. Contando para ello con su traje de escrupuloso respeto a la pluralidad —protagonizando su tolerancia, por redondear, el racismo desacomplejado, la homofobia persecutoria y el machismo militante—. Pareciera tener claro el fundamental concepto de ciudadano. Pero, en realidad, ha transformado dicha categoría política en esencia, por fuera de los límites de su impresionante construcción histórica.
Juega, entre el consciente y el inconsciente, con una paradoja. Por un lado, da legitimidad a todo voto con una representatividad considerable porque lo emiten ciudadanos que no pueden ser juzgados por su elección, al ser él un demócrata liberal de pro —un radical, si a algo que presume de ortodoxia por evadir cualquier raíz se le puede llamar así por ‘su pureza de pensamiento’, en este caso en función de la neutralidad, porque siempre andan a salvo de sectarismos—.
La norma es que no se hacen diferencias según el contenido —mientras vivimos por lo demás en un juicio competitivo sin tregua—. Es la impronta del laicismo protestante en el origen del liberalismo político. Juegan cómodos a la seria equidistancia antisocial e igualadora —que no igualitaria— de la politología actual más profesional. Sin embargo, en lo subterráneo de su subjetividad, una posición así sólo se emite cuando uno es la encarnación del marco, esto es, la posición superior —en términos de poder simbólico— dentro del campo teórico del sistema material en vigor.
El marco es liberal-representativo, por tanto dicha posición, fiel a los principios ideales, convierte al opinólogo en su encarnación. El emisor en su interior, de forma confesa o no, se regocija con tal afirmación al sentir: ‘yo soy la fiel encarnación del paradigma ordenador’. En plata, ‘el mejor’ (susurra su ego en las profundidades identitarias del sujeto en cuestión).
Es esa creencia en la superioridad del marco que está encarnando la que le permite no juzgar el contenido y, de paso, legitimar todos los deseos que salen de una urna —hasta una persecución represiva o una invasión—. Siempre, eso sí, que la urna esté puesta en función del marco legal existente, faltaría más. Cómo llegaron las urnas a la escena en la historia de la humanidad no suele interesar a los cuadros medios, dibujados por las grandes novelas rusas. Cuadros profesionales que hoy siguen sintiendo que viven, no por azar sino porque ‘lo valen’, en una suerte de ‘fin de la historia’. Y es que las creencias, más si regocijan, son tenaces y continúan impasibles, pese a todo lo llovido estos últimos 20 años.
Se trata de la posición de superioridad derivada de una coherencia férrea de pensamiento ideal, que no acepta excepciones en la aplicación del principio de objetividad, dentro del marco sistémico en el cual se ha sido profesionalizado. Es decir, disciplinado, primero, e identificado, después, para ser altamente funcional en virtud del éxito laboral. Figuras que vierten en la opinión pública todo un clásico: la permisividad ante los movimientos fascistoides de ayer, de hoy y de siempre.
La segunda afirmación acerca de los resultados de Vox en Castilla y León es la de contraponer ‘la gente corriente’ a las minorías que, como tales, no compartirían dificultades con esa ‘gente corriente’. Unas gentes que —se señala— no son escuchadas por la clase política, en contraposición a esas minorías que sí son atendidas, receptoras de privilegios. Estamos frente a una vieja competencia subliminal por el concepto de pueblo y su identificación conservadora.
Un grupo de minorías dibujadas como ajenas, escindidas de los problemas de la mayoría, no se sabe muy bien cómo pero eso es lo de menos
Se profundiza y legitima la percepción de un agravio vívido. No tanto respecto a las autoridades, sino contra unas supuestas otredades que estarían en disputa por el favor político. Un grupo de minorías dibujadas como ajenas, escindidas de los problemas de la mayoría, no se sabe muy bien cómo, pero eso es lo de menos. Lo nuclear es que la dicotomía confrontativa niega su realidad como gente corriente con necesidades y problemas olvidados. Esta dinámica llega, por los procesos de identificación perversa, a dejarlas fuera del significante ‘gente’.
Ni las mujeres ni la colectividad LGTBIQ ni las víctimas del franquismo —citadas por orden según el emisor, sin réplica alguna— son personas que forman parte de amplias mayorías en la cotidianidad de sus vidas, qué va. Es, no obstante, impresionante observar cómo funcionan semejantes divisiones por fuera de la realidad social, construyendo y desatando realidades. Cómo calan identificaciones tan groseras en la conformación de prejuicios colectivos individualizados, acerca de personas e identidades propias y ajenas. Cómo puestas en circulación generan prácticas de diferente naturaleza. Entre las que, efectivamente, están votar a Vox o encandilarse con “los huevos” de Ayuso.
La problemática que semejantes afirmaciones emponzoñan daría para tratar importantes debates abiertos en las izquierdas. Sin embargo, negando la clase y con la nación en el sustrato, el discurso de la normalización del voto a Vox desplegado es un señalamiento excluyente a ‘los otros’ ideológicos. Camino de plata en medios progres para “olvidar” el neoliberalismo de la extrema derecha y, por supuesto, las razones estructurales del vaciamiento de la España interior y sus beneficiarios.
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Probablemente Ayuso se proyecta, sin anunciarlo, como "la primera mujer" candidata a la presidencia del país. De conseguirla, sería la derecha quien subiría a ese "panteón" de "la primera mujer presidenta", una aspiración arrebatada a la izquierda.